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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (47 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—Imposible, Petra, imposible —repetía el comisario—. Las monjas deben saberlo. En ausencia de familia, ellas son las depositarias de la responsabilidad.

Garzón, que asistía al encuentro, intentó echarme una mano.

—La inspectora tiene indicios de que en el convento se cuece algo, señor.

—No hay caso, ni pensarlo, ni hablar. Si ustedes no se lo comunican a las monjas, lo haré yo.

Naturalmente tuve la suerte indeseada de regresar al convento. Le pedí a Garzón que me acompañara, era un modo de que la madre Guillermina no se liara a hablar más de lo necesario. Además, traspasar aquella puerta había empezado a ser una pesadilla para mí y acompañada me sería más leve. En el coche, el subinspector hacía cábalas como un loco.

—Veamos, Petra, intentemos ser lógicos por una vez en este jodido caso. Planteemos las preguntas pertinentes: ¿el hermano Cristóbal sabía algo que tiene relación con el convento? ¿La hermana Pilar está involucrada de alguna manera? ¿Juanito Lledó y su hermano mataron a las dos víctimas? ¿Y qué pinta el robo de la momia en todo este entuerto, se la llevaron para despistar sobre el móvil del asesinato? ¿Y Caldaña y la familia ?
Piñol

—Me está poniendo nerviosa, Fermín. Lo único que consiguen sus preguntas es dejar en evidencia que hemos dado palos de ciego desde el principio.

—Cierto, porque tenemos los mismos interrogantes que teníamos. ¿Y qué hemos hecho durante todo este tiempo?: seguir pistas que no han hecho sino desviarnos de los puntos neurálgicos de la investigación. Psiquiatras, expertos en historia eclesiástica, estudios contables... pues bien, nada parece haber contribuido a generar cierta claridad. Al contrario, nos hemos ido por los cerros de Úbeda: que si un fanático religioso, que si venganzas por la Semana Trágica, que si familias benefactoras del convento... nada, no hemos dado ni una. Es como si alguien nos hubiera dirigido por los caminos equivocados a propósito.

—Todos esos informes los hemos pedido nosotros.

—Es verdad, pero guiados por deducciones lógicas. Los carteles en letra gótica parecían señalar hacia un contexto histórico o a un loco de remate. Luego, la posible relación de la familia benefactora y la Semana Trágica puso la guinda final. Era una teoría buena, elaborada, de ley. Todo cuadraba bien.

—Demasiado bien. Pero no olvide que las teorías siempre cuadran bien, de lo contrario se convierten en especulaciones. Y eran dos teóricos quienes las ponían en pie. Busca y hallarás, dice la frase; sólo que lo que encontraron nuestros expertos no parece tener nada que ver con el caso.

—Eso no nos quita ni un ápice de culpabilidad. Ahí estábamos nosotros para descartar todo lo que quedara fuera del núcleo de interés.

—Subinspector: si pronuncia una sola palabra más pararé el coche y le haré bajar.

—Eso sería una medida injusta y caprichosa.

—Lo sé, pero de ella depende en este momento mi integridad emocional.

—En ese caso, me callaré.

A la madre Guillermina no le hizo gracia la presencia de Garzón. Parecía seguir creyendo que todo aquel proceso era una especie de divertimento que le permitía intimar con gente ajena al convento, como yo. Fui taxativa y un pelo brutal:

—Madre, no es necesario que nos lleve a su despacho ni nos invite a café. En la sala de visitas estamos perfectamente. Nuestra estancia será breve. Sólo venimos a decirle que la posibilidad que apuntó la hermana Domitila ha resultado verdad: una testigo vio a la hermana Pilar salir de la facultad de historia con el sospechoso.

Observé su reacción: su rostro se puso colorado y se llevó una mano al pecho como si le costara respirar.

—¡Dios mío! —exclamó en voz muy queda.

—No sabemos si ella le acompañaba bajo coacción o si... ¿está completamente segura de que no se conocían?

Me di cuenta de que era incapaz de hablar. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.

—¿Por qué nos castiga Dios así, díganme, por qué a este convento apartado del mundo, qué hemos hecho?

—Dejémonos de preguntas retóricas, madre, se lo ruego.

Se rearmó inmediatamente y respondió con voz firme:

—¡Dios no es ninguna retórica para mí, inspectora, es una realidad palpable, la realidad a la que he dedicado mi vida! ¡Y si le digo que Dios nos castiga porque hemos hecho algo malo es porque lo pienso de verdad! No es normal que los acontecimientos siempre estén relacionados con este convento, que la gente implicada en el caso siempre revierta aquí. Al principio llegué a estar convencida de que se trataba de un simple ladrón de reliquias, después empecé a creer que nuestro benefactor o su hijo... pero hay un sospechoso que venía a este lugar dos veces a la semana y ahora la hermana Pilar... Hay algo aquí que ofende a Dios, lo presiento. Algo se esconde entre estas paredes que huele a podrido.

Garzón y yo nos manteníamos silenciosos, incapaces de salir de nuestro asombro. Tomé la palabra ansiosamente, dispuesta a no perder aquella oportunidad.

—Nosotros hemos llegado a la misma conclusión, madre; pero no sabemos hacia dónde tirar. Ayúdenos.

—Pero ¿cómo, qué puedo hacer yo?

—Ya ha empezado a hacer algo importante: sospechar, admitir que alguien del convento puede estar implicado en este horror. Usted puede ser nuestros ojos y nuestros oídos aquí dentro, sólo usted. No diga nada a las monjas de que han visto a la hermana Pilar con Lledó. Observe, indague discretamente, muévase en el plano de la sospecha continuada.

Agitó la cabeza tristemente. Se quitó las gafas, las limpió. Por fin nos miró y dijo:

—Lo intentaré. Pero sólo Dios sabe cuánto me costará hacer lo que me pide, y la tristeza que me produce hacerlo.

—Nosotros también lo sabemos, anímese. Usted puede con eso y mucho más —le soltó de improviso Garzón. La monja, al verse jaleada en plan cuasi deportivo, se puso un poco violenta, retomó su compostura habitual y nos acompañó personalmente hasta la salida. Antes de dejarnos marchar, imploró:

—Busquen a Pilar, está en peligro.

Tanto el subinspector como yo caminamos hasta el parking sin intercambiar comentarios. Sólo tras un rato de conducción él dijo por fin:

—¿Cree que servirá de algo?

—Es posible, no lo sé.

—Sí, yo también creo que es posible, siempre que...

—Siempre que...

—Que la propia superiora no esté metida en el ajo.

—Confío en ella.

—Yo no.

—Hay que confiar en la tropa cuando se tienen pocos soldados.

—El problema es saber quiénes son tus soldados y quiénes no.

—¿Tiene hambre?

—Más que un perro perdido.

—Nadie confía en nadie con el estómago vacío.

—Pues vamos a llenar el nuestro y luego le diré.

16

No era fácil recoger en un informe la última conversación con la madre Guillermina, pero lo intenté. Tampoco me apetecía demasiado que Coronas supiera que nuestras estrategias eran desesperadas hasta el punto de encargar a la superiora que nos sirviera de espía en el convento. Para que él y cualquiera de los jefes comprendiera la dificultad de aquella investigación, hubiera sido necesario que visitaran a las corazonianas en su propio feudo, que hubieran visto lo problemático que era moverse, hablar, obtener una imagen no censurada de la situación. Naturalmente, no se me ocurrió incluir ese comentario en la redacción, hubiera sido interpretado como una petición de clemencia, y ya era tarde para eso. Todo se había complicado tanto, se habían abierto tantas vías que no lográbamos cerrar, que la prudencia aconsejaba tiento y estrategia camaleónica frente a los mandamases. Aunque quién podía saber, quizá con o sin clemencia aquél sería el último caso importante que nos encomendaran a Garzón y a mí. Las repercusiones del actual habían sido tan amplias en todos los frentes que si colgábamos el cartel de «No resuelto», algunas cabezas tenían que rodar, y no albergaba dudas sobre a quiénes pertenecerían.

Quería llegar a casa a una hora que me permitiera hablar un rato con Marcos. No olvidaba que una de las razones objetivas por las que me había decidido a convertirme en una mujer casada era la posibilidad de llorar de vez en cuando sobre un hombro amado. Y bien, hasta aquel momento, poco había aprovechado ese beneficio: o no tenía tiempo libre, o temía abrumar a mi marido con mis sinsabores profesionales, o estaban los niños en casa y no era cuestión. Pero aquel día me encontraba dispuesta a llenar de lágrimas el jersey de Marcos. Al borde de mis fuerzas y con la sensación casi permanente de haber fracasado, no veía otro modo de reconfortarme. Sin embargo, como hubiera dicho la madre Guillermina, Dios no estaba dispuesto a darme ni siquiera esa pequeña compensación. Claro que Dios es raro, porque si no pude ir a casa para ser consolada, fue por un buen motivo.

Iba en mi coche cuando me llamó Coronas.

—¿Dónde está, Petra?

—Acabo de salir de comisaría.

—Regrese inmediatamente.

—¿Hay alguna novedad?

—Su estrategia ha dado resultado. Miguel Lledó acaba de entregarse.

—Enseguida voy.

Telefoneé a Marcos, pero no contestaba. Le dejé un mensaje: «Marcos, cariño, no me esperes a cenar. Seguramente tampoco a dormir. Parece que algo empieza a moverse en el caso».

Garzón y Coronas me esperaban en el pasillo. No lo habían interrogado aún.

—Está ahí dentro —señaló el comisario hacia la sala de interrogatorios.

—Hemos llamado a su padre, pero no ha llegado todavía.

—¿Dónde se entregó?

—En la calle Enric Granados, a los mossos d'esquadra.

—Bien, ¿ha dicho algo?

—Que sólo hablaría con quienes persiguen a su hermano.

—Perfecto, quizá sea una confesión en toda regla. ¿Ni rastro de Juanito o de la monja?

—De momento, no. ¿Necesitan que esté yo presente? —preguntó el comisario.

—Creo que no.

—Entonces ya me informará, esto va a llevar multitud de prolegómenos. Llámenme cuando haya algo sustancial.

El padre de los Lledó no apareció por comisaría sino una hora más tarde. Me quedé de piedra al verlo. Había envejecido diez años en unos días. Delgado hasta el extremo, demacrado, las venas de las sienes se le transparentaban como si fuera uno de esos muñecos de fibra plástica sobre los que se estudia anatomía. Sin embargo, caminaba con determinación. Serio como la muerte, apenas si nos dirigió un saludo.

—¿Dónde está?

—Lleva un par de horas en esa sala. Ha pedido hablar con usted. Nosotros estaremos presentes.

Asintió con un cabezazo vigoroso. Entramos los tres y pude ver al hermano de Lledó por primera vez. Físicamente no tenía nada que ver con Juanito: delgado y de aspecto nervioso, llamaban la atención en su rostro unos enormes ojos orlados por largas y hermosas pestañas. Dio un suspiro de alivio cuando vio a su padre y se dirigió a él con la intención de abrazarlo. Pero, para sorpresa general, el viejo Lledó extendió un brazo sarmentoso y lo retuvo, impidiéndole que se acercara a él.

—Hijo de puta —le espetó en catalán, lengua en la que hablaron durante todo el encuentro.

—Papá, te lo explicaré, te contaré todo lo que ha pasado. Yo no he tenido nada que ver en este asunto, de verdad. Sólo he intentado proteger a Juanito.

—Me avergüenzo de vosotros. No merecéis el pan que coméis.

—Papá, ya hablaremos de todo, pero ahora necesito que llames al abogado Sales, el que se ocupa de tus asuntos.

—No cuentes con él, no cuentes con nada que venga de mí. Búscate uno de oficio. ¡Apáñatelas!

—Pero papá, ¡soy tu hijo!

—Ya no. Nunca hubiera debido dejarme convencer por tu madre para tener hijos y cuando ella murió hubiera debido echaros de casa como a perros.

Dio media vuelta y salió, dejando a un desconsolado Miguel con los ojos fuera de las órbitas. Garzón se quedó con él mientras yo corría tras el padre. Cuando lo alcancé me miró con desprecio y dijo:

—Sólo llámeme si me necesita la policía por algo legal. Ni de ése ni del otro quiero saber nada, como si no fueran hijos míos. No me he pasado la vida trabajando y cuidando de ellos para esto.

Su cuerpo frágil se alejó por el pasillo sin poder disimular con el vigor de los pasos que un gran peso se abatía sobre él. Y bien, lo que acababa de suceder nos beneficiaba y nos perjudicaba al mismo tiempo. Por un lado, la reacción airada del padre dejaba al chico en condiciones de debilidad psicológica que podíamos aprovechar en el interrogatorio. Sin embargo, si habíamos contado con el padre para que ejerciera alguna influencia con vistas a que el hijo declarara, ya podíamos olvidarnos.

Regresé a la sala. Miguel Lledó lloraba desesperadamente. Garzón, contraviniendo las leyes gubernamentales, había encendido un cigarrillo y miraba impasible por la ventana.

—Tienes derecho a un abogado de oficio que asista a los interrogatorios.

—¡No quiero un abogado de oficio! Sé que no sirven para nada. Además, no tengo secretos que ocultar.

—Mucho mejor. Empecemos entonces. ¿Dónde está tu hermano?

—No lo sé.

—Déjate de chorradas y dinos dónde está. Acabaremos antes.

—¡Les digo que no lo sé! Hace unos días me llamó por teléfono y me dejó un mensaje. Escúchelo, aún lo llevo en mi móvil.

Se llevó la mano al bolsillo y lo sacó. Manipuló los mensajes y me pasó el aparato. Escuché. En una extraña voz grave e impersonal pude oír, siempre en catalán: «Miguel: ha pasado algo malo y nos buscan. Desaparece por unos días. Ya te volveré a llamar». Le di el teléfono al subinspector. La llamada venía desde un número oculto y la fecha coincidía con la huida de Juanito.

—Le estuve llamando mil veces pero el automático me decía que lo tenía desconectado. Me asusté y me fui.

—¿Dónde?

—Estuve con mi novia.

—Eso no es verdad. Nuestros hombres la interrogaron en su casa y no sabía nada de ti. La han seguido todos estos días y no ha estado contigo ni te ha llamado por teléfono. Señal de que la advertiste de que no lo hiciera.

—Era una manera de expresarme. Lo que quiero decir es que ella habló con una amiga que le dejó un apartamento vacío que tiene en la zona de Les Corts. La amiga no sabía nada de que me buscaban, se creía que lo necesitábamos para follar. Allí he estado todos estos días, solo; hasta que me di cuenta de que si yo no había hecho nada malo debía entregarme sin miedo. Si me ocultaba era peor. Yo no tengo nada que ver con los líos de mi hermano.

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