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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (30 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿Y qué han encontrado? —soltó a bocajarro Garzón sin poder contenerse ni un segundo más.

—Hemos encontrado algo sorprendente. Don Luis
Piñol i Riudepera
sí se distinguió en los días posteriores al conflicto por una actitud de beligerancia contra los profanadores de la iglesia del convento. Es más, parece ser que ordenó incluso persecuciones privadas para que fueran prendidos los culpables.

—¡Carajo! —exclamó el subinspector como si aquello le escandalizara hasta lo más profundo del tuétano.

Mi pregunta se centró en el dato central.

—¿Han encontrado ustedes el nombre de las personas que fueron represaliadas?

—No en los legajos consultados hasta el momento; pero queremos abordar el tema desde diferente documentación, para lo cual necesitamos más tiempo.

—Hay algo que no entiendo, hermano Magí —objeté—. Si descartamos a una persona individual porque no puede estar viva y tenemos que pensar en instituciones o descendientes como objetivo de una venganza, ¿quién sería el vengador?

—Estaríamos en lo mismo, inspectora, los descendientes de los represaliados o alguna institución.

—Es muy fácil ascender o descender en los árboles genealógicos de las familias influyentes, pero ¿usted cree que el pueblo llano tiene tan claro lo que les pasa a sus bis o tatarabuelos? ¿Y una institución, qué tipo de institución se erige como vengadora utilizando algo tan extremo como un asesinato.

La hermana Domitila, que se veía profundamente turbada por el cariz que estaban tomando las cosas, intervino por fin.

—El hermano Magí piensa que quizá en la actualidad, con la recuperación de la memoria histórica y todos los grupos que se han creado para desenterrar muertos de la guerra y... en fin, que puede haberse creado alguna sociedad clandestina dispuesta a actuar y hacer publicidad de las injusticias del pasado.

—Pero como para llegar al asesinato...

—Como ustedes mismos apuntaron, el asesinato pudo ser casual. Ellos sólo pensaban en robar la momia e ir haciendo un juego con la policía a partir de su posterior desmembramiento. Lo que ocurre es que el hermano Cristóbal apareció en mal momento y... le golpearon con demasiada fuerza.

Di un suspiro que contenía cierta decepción y no poca desconfianza.

—¡Sociedades clandestinas...! No sé qué pensar, hermana.

—Llámelo como quiera. Puede tratarse de un puñado de exaltados, de algunos miembros escindidos de algunos de los grupos de recuperación de la memoria histórica que existen ya. Y tampoco podemos descartar a un descendiente directo de un obrero represaliado. Ese tipo de cosas tan terribles suelen transmitirse por vía oral de generación en generación. Y, de repente, algún individuo puede reaccionar de manera insólita e irracional con las informaciones que ha recibido.

—¿Un loco?

—Un loco con motivaciones, o que se basa en esos falsos motivos para vehicular su locura.

Garzón permanecía en silencio, quieto como un gato al acecho. En vano lo miré varias veces para que emitiera alguna opinión, parecía hechizado por las palabras de los monjes. Al comprobar que nuestra reacción no era entusiasta, el hermano Magí dijo con humildad:

—Ustedes nos pidieron que elaboráramos una posibilidad de explicación partiendo de las fuentes históricas y eso es lo que hemos intentado hacer. De ahí a que realmente las cosas hayan ocurrido como nosotros aventuramos puede haber una distancia infinita.

En ese momento la hermana Domitila dio rienda suelta a su malestar.

—Además, sería preferible que no encontraran ustedes ninguna vinculación real con lo que decimos porque, ¿se imaginan el escándalo? Uno de nuestros mayores protectores, una familia con tanto abolengo, y ahora salta a la luz pública lo que pudieron hacer mal sus antepasados. Sería algo terrible, demoledor.

—Sí, supongo que la madre Guillermina no estaría muy contenta.

—Está desolada, y ha dicho que quiere hablar sin falta con ustedes antes de que abandonen el convento.

—¿Pero usted ya le ha contado...?

—Inspectora, mi primer voto de obediencia es hacia la superiora de mi orden.

—Eso sería muy discutible. Su prioridad absoluta debe ser hacia las leyes de este país.

La monja me miraba con cierto fuego incendiario en los ojos. El ecuánime hermano Magí intervino para limar aquella imprevista aspereza.

—Inspectora, en cualquier caso la madre priora no hará nada antes de haber cambiado impresiones con usted.

—Eso espero.

La reunión acabó de aquel modo abrupto y tenso. Mientras nos conducían hacia el despacho de la superiora, yo estaba cada vez más enfadada. Realmente, el interior de un convento era un territorio donde la autoridad de la policía estaba claramente menguada. No podíamos circular a nuestro antojo, ni conservar un secreto ni improvisar un interrogatorio o cualquier otro movimiento de la investigación. Era como si entre aquellas paredes no existieran las mismas leyes que afectan al resto de los ciudadanos.

Para colmo, la superiora estaba de tan mal talante como cuando la conocí. Apareció en su despacho cuando Garzón y yo ya llevábamos un rato esperándola. Saludó someramente y se me encaró.

—Inspectora, sepa que no voy a tolerar en ningún caso, en ninguno, que se lance barro públicamente sobre el nombre de los
Piñol
i Riudepera. No sé cómo se le ha ocurrido ir desenterrando trapos sucios de hace más de cien años para averiguar quién mató al hermano Cristóbal; pero quiero que sepa que a mí me parece una soberana insensatez. Si son ésas todas las ideas que la policía española puede aportar, estamos bien apañados los habitantes de este país.

Ante semejante andanada me levanté del asiento como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Elevé la voz.

—Me alegra mucho que mencione a los habitantes de este país; y me alegra porque así puedo recordarle que también ustedes las monjas pertenecen a esa categoría. Esto es una investigación criminal y, por lo tanto, se seguirán todas las vías de indagación que se consideren necesarias, sean o no convenientes para la economía de las corazonianas.

—¿Cómo se atreve a insinuar que sólo me importa perder la aportación de la familia
Piñol i Riudepera
? Ha de saber que lo único que me mueve es que se preserve su buen nombre y su honor. De modo que si usted se atreve a importunarlos o a dar su nombre a los periodistas yo...

La interrumpí, loca de rabia.

—Usted no hará nada, reverenda madre, y no lo hará porque fuera de este convento carece de la más mínima autoridad.

Garzón, que siempre se había mostrado pasivo en presencia de la priora, se puso de repente en pie.

—¡Señoras, por favor, un poco de calma!

—¡Yo no soy una señora, soy una monja!

—¡Yo tampoco soy una señora, soy una policía!

—Les suplico que se tranquilicen. Esto no nos lleva a ninguna parte. Madre priora, ¿por qué no ordena que nos traigan un té?

Aquella propuesta tuvo la virtud de desconcertarnos a ambas contendientes. La superiora, incapaz de negar su hospitalidad, se sentó de nuevo y pulsó un timbre interior. Yo me senté también. Luego la oímos decir al interfono:

—Hermana, traiga un té para tres personas, por favor.

Ante mi sorpresa, Garzón precisó:

—Y quizá unas pastitas para picar.

Quedamos en un silencio incómodo, preñado de reproches, incluso ante nosotras mismas por la impulsividad demostrada. Luego entró la espantosa hermana portera y dejó el servicio de té sobre la mesa. En cuanto dio la espalda, Garzón se abalanzó sobre las pastas. Perdoné su gula porque sabía que estaba muerto de hambre y porque su mediación había sido lo más razonable ante aquel mutuo encrespamiento. El primer sorbo de té caliente acabó de templar mis nervios.

—Madre Guillermina, todo esto no se está haciendo de modo frívolo ni por capricho. De todas maneras, le doy mi palabra de que no pasaremos ningún dato a la prensa hasta que las cosas estén suficientemente contrastadas. El asunto se llevará con la máxima discreción. Sin embargo, no tenemos más remedio que visitar al señor
Piñol
; si usted quiere llamarlo y ponerlo en antecedentes, me parecerá bien.

—De acuerdo, inspectora, se hará como usted dice.

Enterrada el hacha de guerra sin que hubiera habido daños irreversibles, el subinspector comentó lo deliciosas que estaban las pastas, agasajo que le vino al pelo para comer unas cuantas más.

Había quedado con Marcos para tomar una cerveza cuando saliera de trabajar. Lo encontré fascinado tras haber visto a Villamagna y Beltrán por la televisión. Me dejó anonadada comprobarlo, pero era así. Las explicaciones que había dado el psiquiatra sobre los seres solitarios que buscan en la religión un acomodo mental y que dicen haber sido llamados a delinquir por imperativo divino, le parecieron interesantes y divulgativas en grado sumo.

—¿Y Villamagna qué decía?

—Acompañaba al experto en la rueda de prensa, lo presentaba, daba entrada a los periodistas que querían preguntar... tiene mucha soltura.

—¿Una rueda de prensa?

—Sí, yo lo he visto un momento en televisión mientras comía, pero doy por supuesto que irá apareciendo en otros medios de comunicación.

—¡Todo esto es demencial! ¿Por qué no cobran entrada en beneficio de los huérfanos de la poli?

—Pues te aseguro que lo que decían era interesante.

—Me lo imagino; de todos modos, te recuerdo que, teóricamente, esa información trata sobre el devenir de una investigación, no es un programa de divulgación psicológica.

Ver a mi propio marido comportándose como un ciudadano normal y corriente en cuanto a la labor policial me puso de mal humor. Aunque quizá no era mala cosa que sucediera así, con él tendría una pista fiable de cómo reaccionaba la gente. Me di un masaje en las sienes. Él se quedó callado.

—Perdona, soy muy torpe —dijo por fin—. Tú acabas hasta las narices de un caso que te mantiene todo el día trabajando como una negra y a mí no se me ocurre nada más que comentarte lo que he visto de él en televisión.

—No, al contrario. Me ha venido bien saberlo.

Nos miramos a los ojos. Marcos elevó su copa.

—Salud. ¿Hablamos de otra cosa?

—Sí. ¿Has visto a Marina hoy?

—La he recogido del colegio y hemos merendado en una cafetería, luego la llevé a casa de su madre. Por cierto, está determinada a convertirse en policía contra viento y marea. Me ha pedido que no te lo cuente a ti. Ella no piensa confesárselo a su madre ni a sus hermanos.

—No te preocupes, ya se le pasará.

—Y si no se le pasa da lo mismo. Tendré a dos mujeres que velarán por mi seguridad.

Sonreí con cansancio. Marcos me tomó una mano, se inclinó hacia mí.

—Petra, ¿tú estás bien? Quiero decir, aparte de todas las complicaciones del caso, ¿eres feliz, estás tranquila, crees que ha sido un buen negocio casarte conmigo?

Me reí en tono bajo.

—No lo dudes. Pero si hasta este caso me parece providencial.

—¡¿Por qué?!

—Porque está siendo tan duro que me ha servido para comprobar hasta qué punto puedo confiar en tu apoyo.

Se mostró muy turbado, no tenía el hábito de oírme decir palabras de aprecio. En esos momentos, aunque me sentía desanimada y llena de una inmovilizante lasitud, deseé llegar a saber cómo animarlo a él cuando se presentara la ocasión. Aunque quizá no se presentara nunca, había encontrado un puerto firme en el que amarrar mi barca cada vez que hubiera mala mar.

Al día siguiente, yendo hacia Escornalbou con el subinspector, le comenté la rueda de prensa de Beltrán.

—Sí, me contó Beatriz que la había oído por la radio. Dice que fue muy instructiva.

—Lo mismo opinó mi marido. ¡Qué desastre!, ¿no?

—Eso es justo lo que usted quería. La opinión pública está distraída y no crece la presión social. Jugada perfecta.

—Ya veremos hasta cuándo dura. ¿Cuántas casas nos quedan por visitar?

—Tres. Tres vecinos más que vieron merodeando a Eulalia.

—Son injustos los verbos: los soldados marchan, los niños corretean, los viejos renquean y los mendigos... merodean. Podríamos brindarle la nota lingüística a Villamagna por si quiere añadirle un capítulo cultural al culebrón mediático.

—Inspectora. No se desanime, por favor.

Era un hecho que todo el mundo pretendía apuntalar mi ánimo en aquellos momentos de fracaso profesional. Eso me pareció maravilloso, si bien mi frustración continuaba brillando con toda luminosidad.

En la segunda casa que visitamos, el testimonio fue tan pobre como en las demás. Nadie añadía un dato ni un pequeño matiz a lo que había recordado la primera vez. Se trataba de una pareja de hermanas que vivían solas, estaban ya en sus setenta, y se limitaron a contar lo que ya sabíamos. Sin embargo, cuando nos disponíamos a salir con el rabo entre piernas, una de ellas lanzó al aire el típico lamento políticamente correcto que la gente sencilla suele proferir.

—¡Es increíble, haber matado a una pobre mujer indefensa, a una infeliz!

—Y los que pudieron haberlo evitado se quedan tan frescos —dijo la otra sin más explicación.

Di media vuelta sobre mí misma y me encaré con las dos señoras.

—¿Puede decirme qué significa eso? —pregunté, convencida de que la frase encerraba una reprobación contra la labor policial.

—Bueno, pues ya lo saben ustedes —añadió en tono tranquilo y casual.

—No entiendo lo que insinúa.

—Pues lo que murmura todo el mundo en el barrio: que si el hermano de esa mujer le hubiera dado cobijo cuando se lo pidió, a lo mejor ahora estaba viva aún. Claro que nunca se sabe, pero...

Garzón se puso frente a ellas y haciendo gestos pausados con las manos las conminó a hablar.

—A ver, señoras, nosotros no tenemos noticia de ese hermano. ¿Quieren contárnoslo todo desde el principio, por favor? Que sea despacio y con la mayor información posible.

Regresamos al minúsculo salón cuyo exiguo espacio estaba casi por completo ocupado por una gran mesa de comedor. Nos sentamos a ella. Por cómo las hermanas se miraban entre sí y por el modo casi ilusionado con el que empezaron su relato, colegí que eran perfectamente conscientes de que nosotros nos encontrábamos en blanco.

—Eulalia tenía un hermano en el número 18. Todo el mundo lo sabe, inspectora.

—Bueno, lo saben al revés —rectificó la hermana.

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