Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No te he preparado nada —confesó, y añadió luego con un leve deje de reproche—: Como no sabía nada de ti...
—He ido al entierro de la víctima. De la primera, porque como bien sabes, ya acumulamos dos.
—Yo tampoco he tenido un buen día.
—¿Pasa algo con los niños?
—No, es el proyecto. Un socio del cliente ha impugnado una parte de los planos y hay que replantearla.
—¿Y eso no es algo usual?
—Más o menos, pero me fastidia porque los motivos en los que se basa la impugnación son absurdos.
—¡El absurdo está por todos lados! ¿Qué estás comiendo?
—Un poco de rosbif que había en la nevera. Por cierto, Jacinta ha dejado una nota diciendo que, como no hagamos pronto la compra por Internet, tendrá que cocinar tortas de harina.
Me dejé caer en una silla. No conseguía ordenar en mi mente todos los planos interpuestos que la realidad ofrece: en la misma época y casi el mismo lugar hay monjes que entierran a sus muertos entre cánticos, asesinos extraños que recurren a la historia para matar, policías que investigan, arquitectos que diseñan, asistentas que dejan notas y, por encima de todo, hay que comer, siempre hay que comer.
—Quiero meterme monja —bisbiseé.
—¿Qué has dicho?
—Nada, una gilipollez. Ya lo haré yo.
—¿Qué?
—Comprar por Internet. Mañana iré un rato más tarde a comisaría. Total...
Me miró y sonrió.
—Lo siento, te he hecho un recibimiento bastante malo, pero es que la vida a veces se pone turbia, ¿verdad?
—Más que un charco con ranas. Hoy en ese entierro he pensado que los sacrificios que impone ser fraile no tienen mérito en el fondo.
—¿Lo piensas de verdad?
—Sí, en la capilla de Poblet había muchos monjes cantando. ¿Qué significa eso? Que tienes un montón de tíos que te hacen las veces de familia. ¿Un día te encuentras pocho y protestón? ¡Bueno, pues entre cuarenta hermanos siempre habrá alguno dispuesto a sacarte del mal trance! Mientras que en el matrimonio...
De pronto, Marcos se echó a reír.
—Para ti, todos los males de la creación están sintetizados en el matrimonio. Y sin embargo, ¡te has casado tres veces!
—Tres malos días los tiene cualquiera. Además...
—¿Además...?
—Además si vuelves a meterte conmigo harás la compra tú en Internet.
—Te toca a ti.
—Me da igual.
Nos miramos, irónicos y cansados.
—Vámonos a dormir —propuso él. Y acepté. Dormir en soledad era uno de los pocos inconvenientes que le encontraba a la vida monástica.
La puñetera madre superiora no quería conceder su permiso para que la hermana Domitila acudiera de nuevo a comisaría. Le propuse que la acompañara la hermana Pilar como carabina, pero tampoco se avino.
—Incluso la hermana Domitila, con muy buen criterio, considera que debido a su juventud, no es conveniente que la novicia visite un lugar así.
Perdí la paciencia y elevé la voz.
—Madre Guillermina, ¿se da cuenta de que tengo la facultad de llamarla a declarar de modo oficial y no podría negar su consentimiento?
—Lo siento mucho, inspectora; pero da la casualidad de que usted no la llama para declarar en calidad de testigo ni nada por el estilo, sino para que, con sus conocimientos de historia, la ayude a desentrañar ciertos aspectos del caso.
¡Joder con la monja! Con toda seguridad había llegado a ser superiora por algo. De modo inopinado vislumbré la solución ideal.
—¿Y si la acompaña usted? Naturalmente no tendría que esperar en un pasillo, sino que podría estar presente en las deliberaciones.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio prolongado. Oí una especie de pequeño bufido. Estaba exhalando el humo de un cigarrillo. Por fin dijo:
—¿A qué hora?
—Dentro de un par de horas.
—Está bien —dejó caer desmayadamente como si se tratara de una auténtica concesión.
—Un taxi pasará a recogerlas, ¿le parece?
—Ya le he dicho que sí —exclamó fingiendo mal humor, y luego añadió con una resignación que sonó a pura falsedad—. Todo sea por colaborar con la policía. No quiero que nadie pueda afirmar que las corazonianas no hicimos todo lo posible en este trance.
Dos horas más tarde, me alegré de ver a las dos monjas contrastando vivamente con sus hábitos en el entorno policial. La madre Guillermina no podía evitar de ningún modo que su enorme curiosidad por el lugar no aflorara a sus ojos vivos e inteligentes. Mientras Garzón disponía la sala y recibía al monje, me ofrecí a llevarlas de visita por las instalaciones. La superiora ni siquiera se molestó en negarse y ambas me siguieron por despachos y archivos, mientras yo les daba explicaciones que intentaba dotar de cierto interés. Les dije:
—Si quieren, cuando acabemos, nos damos una vuelta por la policía científica. Incluso podríamos hacer algo mejor: usted, hermana Domitila, empieza a trabajar con el hermano y el subinspector, mientras la madre Guillermina y yo hacemos esa visita.
En los ojos de la superiora observé que no había nada en el mundo que hubiera podido hacerle más ilusión. Se le iluminó la cara, pero enseguida volvió a ensombrecerse.
—No sé si es correcto, inspectora.
—¡Por supuesto que lo es!, puede que en el convento se encuentre todo reglamentado, pero ahora no está usted allí.
—Se supone que el convento está donde haya una sola monja corazoniana.
—De acuerdo, ¿y por qué no llevar un poco de la paz del convento a la policía científica?
Se echó a reír. Entonces intercedió la hermana Domitila:
—Vaya usted, madre, es una buena información que después puede trasmitir a la comunidad.
Aceptó por fin, y se la veía feliz y contenta mientras caminábamos por la calle. Hacía un sol radiante, y sacó una pequeña funda de gafas de donde extrajo un anticuado par que se colocó.
—Con esas gafas de sol parece usted una actriz del Hollywood clásico —le dije. Se rió.
—Tiene usted ideas de casquero, como se decía en mi pueblo. Estas gafas llevan un montón de años en mis bolsillos, y deben durar hasta que me muera, que pido a Dios que no sea pronto.
—¿No tiene usted derecho a comprarse nada?
—Solo lo que sea necesario, y estar a la moda no es necesario.
—La verdad es que, si empiezas a entrar en detalles, es obvio que llevan ustedes una vida llena de sacrificios.
Se quedó callada. Aquella mujer me caía bien. Hubiera podido en aquel momento soltarme una soflama sobre las personas más necesitadas o el amor de Dios, pero se limitó a callar, mientras seguía mirándolo todo con interés y una media sonrisa en los labios. De repente hubo algo que le llamó la atención: un joven ejecutivo que, aparentemente, hablaba solo mientras andaba a toda prisa. Me miró como buscando una explicación.
—Habla por el teléfono móvil, y lleva un artilugio insertado en su oído —le aclaré. Se volvió un poco para seguir observando.
—Eso no lo había visto aún. Produce una sensación de locura, ¿verdad?
—Hay veces en que a mí todo me produce una sensación de locura.
De pronto se quedó mirando el escaparate de una tienda de deportes. Me sorprendió. Se vio en la necesidad de explicarse:
—Esas mancuernas parecen de un material nuevo. Las que yo uso son metálicas.
Me sorprendió de nuevo y de nuevo me puso en antecedentes.
—Muchas monjas hacemos gimnasia; es una buena manera de cuidar nuestra salud. Nos ponemos bombachos y una camiseta, un pañuelo en la cabeza.
Sonreí, intentando que no se notara lo mucho que me chocaba aquella noticia, pero era muy lista y se percató.
—Le parece ridículo, ¿a que sí?
—No, en absoluto.
—Sí que se lo parece. Estoy segura de que enseguida ha pensado en una monja con bombachos hasta la rodilla como aquellos levantadores de pesos antiguos.
No pude evitar una carcajada.
—¿Lo ve?
—No, sólo me hace gracia una cosa: a la gente le intriga saber cómo viven tanto los monjes como los policías, y nosotras no somos ninguna excepción. A usted le pica la curiosidad lo policial y a mí lo eclesiástico.
—Eso significa que ambos colectivos vivimos un poco al margen de la sociedad.
—Pues me alegro.
—¿De vivir al margen?
—De que usted y yo tengamos un punto en común. Quizá nuestras vidas no son tan diferentes como parecen.
—Quizá no —respondió, y nos sonreímos.
La excursión a la policía científica resultó un éxito total. Dejé a la monja en manos de mis compañeros y más tarde la recogí. Se mostraba impresionada.
—Inspectora, nunca le agradeceré suficientemente esta asistencia. Todo me ha resultado novedoso; más que novedoso: apasionante. ¡Tantos medios técnicos, tanta sabiduría al servicio del orden!
Parecía excitada como una chiquilla.
—¿Le apetece que tomemos algo en un bar antes de regresar a comisaría?
Como si le hubiera propuesto una actividad al borde de la decencia dudó un instante.
—No sé si resulta muy adecuado que una monja entre en un bar.
—Sólo se trata de un café.
Aceptó, y entramos en una ruidosa cafetería de la Vía Augusta llena de gente y animación. La madre Guillermina lo observaba todo con la ilusión y el asombro de un crío en una juguetería. Nos instalamos en la barra y pedí dos cafés. Muchos de los clientes nos miraban, ya no es tan corriente ver monjas por la calle como lo era en España años atrás. Pensé que las monjas de hábitos llamativos acabarían siendo una rareza antropológica. Afortunadamente mi compañera de farra no parecía enterarse de la atracción que despertaba. Se divertía como una loca, paladeando cada sorbito de café. En el convento se la veía segura de sí misma, dominando el medio y llena de un viejo saber que la convertía en un personaje digno y experimentado. Aquí, sin embargo, perdido cualquier resabio de la clausura, se aniñaba de un modo casi encantador.
—Fíjese en esos canapés —dijo señalando unos complicados montaditos que se exhibían en la barra—. Voy a pedirle a la hermana cocinera que nos prepare algo así los domingos.
Se rió, regocijada por su propia broma, quizá divertida al comparar aquellas
delicatessen
con la comida cuartelada que a buen seguro servían en el convento. Me reí yo también. La madre me caía cada vez mejor. En vez de lanzar críticas sobre las novedades ciudadanas que pudieran escandalizarla, se dedicaba a fijarse en las cosas placenteras y agradables.
El regreso a comisaría fue traumático para ambas. Me di cuenta de que yo también había disfrutado sirviéndole de guía en algo tan presuntamente fácil como la vida cotidiana. Pero ahora nos esperaban las deducciones históricas de nuestros expertos, que sin duda nos apartarían del aquí y el ahora irremediablemente.
En la sala de juntas, Garzón y los dos eclesiásticos habían trabajado al parecer de manera incansable. Por la mirada de mi subalterno pude comprender que el tiempo dedicado a las pesquisas históricas había resultado interesante. Nos sentamos a la mesa y el propio Garzón hizo de director de la reunión en su inefable estilo verbal.
—Aquí estos dos... colaboradores han estado sacando conclusiones y creen que la pata, perdón, el miembro del beato, ha aparecido en la plaza de Sant Felip Neri porque allí se encontraba el convento de los monjes de la orden de Sant Felip, que fue quemado por la masa durante la Semana Trágica. Después de ese hecho hubo una gran represión sobre los culpables e incluso un par de trabajadores fueron condenados a muerte. Consecuentemente, lo que los hermanos apuntan es que puede tratarse de una venganza de algún descendiente de los ajusticiados o represaliados. También descartan que el beato, bueno, la momia fuera de otra persona como habíamos llegado a sospechar, porque ahora a partir del pie pueden practicarse estudios de ADN, lo cual el asesino evitaría si quisiera mantener la personalidad del falso beato oculta. No sé si me he explicado bien; porque la verdad es que todo esto me parece un lío de mil demonios.
La madre superiora fue la primera en reaccionar.
—Pero vamos a ver, no lo entiendo, ¿por qué en caso de que fuera una venganza, iban a vengarse en la persona del hermano Cristóbal? ¿Y por qué roban la momia del convento de las corazonianas? ¿Nosotras qué tenemos que ver con la quema de un convento que no fue el nuestro?
—Pues ése es el punto —respondió vivamente el subinspector—. Nos faltan nexos de unión entre las piezas de la hipótesis. Hemos pensado que a lo mejor el asesino ha buscado una caja de resonancia para su acción sabiendo que los periódicos se lanzarían sobre este tema. Entonces, cuando le parezca que el nivel de expectación es máximo, dará a conocer el motivo de su acción en uno de esos carteles de letra gótica.
—No diga «uno de esos carteles»; de momento sólo ha escrito el primero.
—Es verdad —dijo tímidamente el hermano Magí—. Resulta extraño que en el lugar del asesinato de la testigo no haya dejado ninguno, tampoco junto al pie de la reliquia mancillada. Si quiere jugar a enigmas debía continuar con su sistema, ¿no?
—Sí, a mí también me parece raro —dijo Garzón.
—A lo mejor no es la misma persona —exclamó la madre Guillermina. La miré con gravedad.
—A usted que le gusta conocer métodos policiales debe saber que no se puede hacer el más mínimo comentario que no tenga su justificación detrás. ¿Por qué los asesinos no serían la misma persona?
Se quedó desconcertada y me miró con mal humor.
—Esperaba que fuesen ustedes quienes completaran una posible explicación.
—Quien mató al hermano Cristóbal mató también a la mendiga, madre. Y quienquiera que fuera, tiene en su poder la momia del beato. Eso es un axioma inamovible por el momento —sentencié.
—Un dogma de fe —bromeó el hermano Magí.
Toda aquella seguridad que exhibía yo frente a extraños no dejaba de ser una pátina de pintura que enmascaraba la realidad: no estaba segura de nada.
—Entonces, ¿qué sugieren ustedes que hagamos? —preguntó Garzón intentando poner las cosas en claro.
—Humildemente pienso que entre la hermana Domitila y yo deberíamos llevar a cabo dos labores de investigación histórica: por una parte, revisar todos los documentos que puedan hallarse en el convento de las corazonianas en los que existan alusiones a la quema de conventos de la Semana Trágica. Por otra, acudir a los archivos de la diócesis y buscar todo lo que haya sobre el convento de Sant Felip Neri y su trágico final. Y si la hermana Domitila no puede abandonar sus obligaciones en el convento, yo mismo haré solo el trabajo si me lo autoriza mi prior, de lo cual estoy convencido.