Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
La mencionada hermana dio un salto en su asiento como si una avispa le hubiera clavado el aguijón.
—¡De ninguna manera! Hay legajos en el convento que sólo yo sé dónde están. Además, no sería justo apartarme de la investigación ahora que parece centrada en un asunto concreto. —De pronto, se dio cuenta de que todos observábamos su reacción con cierta sorpresa y, rectificando sobre la marcha, miró a su superiora y después añadió en un tono mucho más dócil y comprensivo—: Naturalmente todo depende de que la madre Guillermina me conceda permiso, y de que ustedes consideren que mi colaboración puede ser valiosa.
—Por mi parte, creo que es muy necesario que usted nos eche una mano —dije con sinceridad. Entonces la madre superiora resolvió
in situ
.
—Claro que tiene mi permiso. Cualquier cosa que sirva para esta investigación contará siempre con el apoyo de las corazonianas.
Me quedé con las ganas de saber si entre toda aquella gente de iglesia las cosas eran tan desinteresadas como parecían, o si a cada uno de ellos los movían razones mucho más ancladas en los vicios humanos. Por ejemplo, podía ser que el hermano Magí hubiera intentado quitarse de en medio a la hermana Domitila con aquel ofrecimiento de trabajar en solitario. También era plausible que la propia hermana no quisiera de ningún modo que los méritos de la investigación quedaran ahora fuera de su persona. E incluso en el caso de la madre superiora, era posible que diera su aquiescencia por no verse privada de toda la suculenta información que las pesquisas históricas pudieran brindarle. Pero no deseaba ser malpensada y además me daban igual los motivos, lo cierto era que tendría a dos expertos de primera magnitud ejecutando una labor para la que la policía no se encontraba preparada.
Un taxi se llevó a toda la corte celestial de nuestras dependencias y nos quedamos solos Garzón y yo.
—¿Qué le parece? —me preguntó. No pude sino encogerme de hombros.
—¿Y qué quiere que le diga, Fermín? Es verdad que una venganza con tantos años de por medio me da la sensación de inverosímil, pero cuando echo una mirada a alguna gente extraña que puebla este país...
—Vamos a ver qué sale de todo este jaleo. ¿Qué hacemos usted y yo? No querrá que nos sumemos a las sesiones de historia.
—No, usted y yo tenemos que vérnoslas con Coronas y el portavoz mientras todo esto se aclara un poco.
—¿Vérnoslas de qué manera?
—Hay que pedirle al psiquiatra que vuelva a actuar. Nunca habíamos tenido a la opinión pública tan calladita como los días en que él les daba el parte.
—Igual dice que con el poco caso que le hacemos no quiere ayudarnos de nuevo.
—Nos ayudará. Les dará pan y circo psiquiátrico a los ciudadanos. Dígale al comisario Coronas que necesitamos asesoría médica otra vez. A él también le parecerá estupendo. Voy a hablar con Sonia y Yolanda.
—A Sonia le dará otro ataque de nervios cuando le diga que tiene que seguir buscando locos.
—No importa, teniendo un psiquiatra a mano siempre podrá hacer algo por ella.
—Bien, de ese modo tenemos en marcha dos líneas de investigación, pero no me ha contestado: ¿qué hacemos usted y yo?
—Iniciar la tercera, por supuesto. Pero antes nos vamos a tomar la tarde libre.
—¡No me diga!
—Lo que oye. Le he prometido a Marcos que me haré cargo de los niños.
—¿Quiere que vaya con usted?
—No, gracias, Fermín. Declino su ofrecimiento en esta ocasión. No quiero que me robe todo el protagonismo frente a mis hijastros.
—Es usted peor que la monja Domitila. ¿Ha visto con qué apasionamiento se negaba a verse apeada del carro?
—Monjes o seglares, todos nos parecemos, créame.
Servirles de canguro a mis hijastros era una actividad que me convenía. Sin duda encontraría la manera de poner mi mente en blanco y descansar de las incidencias de un caso tan correoso. Estaba un poco harta de correr tras los acontecimientos sin que éstos generaran hipótesis aceptables sobre las que ponerse a trabajar en serio. Yo misma me había ofrecido a Marcos para quedarme con los chicos. La cita era a las cinco y llegaron los tres con máxima puntualidad.
—Hemos ido a buscar a Marina a su casa en un taxi —me informó Hugo.
—Luego hemos venido los tres solos —añadió la niña, contenta con la hazaña.
—Eso indica lo mayores que sois ya —respondí intentando halagarlos.
—Yo ya había ido solo en taxi otras veces —terció Teo, siempre superior.
Se quitaron los abrigos y empezaron a moverse por el salón en plan tranquilo, pero enseguida les hice saber que era su anfitriona de modo especial.
—Vuestro padre no llegará hasta las ocho y yo no iré a trabajar esta tarde, de modo que podéis disponer de mí. Si os parece bien, nos vamos al cine.
Este planteamiento les sorprendió. Se miraron entre ellos sin saber qué contestar. Por fin Teo tomó la palabra.
—¿Y qué película iríamos a ver? Porque para ponernos de acuerdo entre nosotros siempre hay follón.
—¿Qué tipo de follón?
—Marina quiere ver películas de dibujos o cursiladas de princesas.
—¡No es verdad! —soltó la niña sin añadir ninguna explicación.
—Y a Hugo le gustan las americanas de béisbol o de pandillas de jóvenes que dicen horteradas.
—¡Vaya, ya salió el listo! —protestó el encartado.
—¿Y a ti, qué te gusta a ti?
—Las de miedo con fantasmas que revientan a la gente y le sacan las tripas —se apresuró a puntualizar Marina, vengativa.
—Las que más me gustan son las de crímenes, en realidad —respondió Teo.
—Todas son iguales, y al final siempre atrapan al asesino y no te lo crees ni de coña —finalizó Hugo.
—¡Pues sí que estamos buenos! —resumí—. Ya que es tan difícil ponerse de acuerdo, voy a mirar la cartelera y la escogeré yo.
Por sus caras de pasmo colegí que no esperaban una conclusión tan tajante, pero nadie protestó. Busqué en el periódico y me incliné por una solución ecléctica.
—En el Capitol hacen un documental sobre los animales del Ártico. Como a mí me chiflan los animales iremos a verlo.
Seguramente pensaban que mi estilo despótico era consecuencia directa de mi profesión, y yo no me entretuve en desmentirlo. Sólo el díscolo Teo aventuró un comentario cínico que se parecía ligeramente a una protesta.
—Seguro que esos animales estarán todos en vías de extinción por el cambio climático y la culpa la tendremos nosotros que gastamos demasiada agua caliente en la ducha. Siempre es así.
Hice como si no lo hubiera oído y me preparé para salir de casa encabezando la expedición. Me sentía rarísima caminando por la calle con tres niños. Era una sensación nueva. A ratos pensaba que sería divertido encontrarme con algún conocido, y otros esa misma posibilidad me producía auténtico horror. Pero no encontré a nadie, como era de prever.
Entramos en la sala y en cuanto se hizo la oscuridad, fuimos trasportados por un universo de hielo donde el juego de la vida y la muerte, tan presente siempre en todo, se materializó ante nosotros en forma de animales que luchaban por la supervivencia. En algunos momentos duros de la vida natural, por ejemplo cuando un oso atacaba a un montón de pacíficas morsas, temí que la película no fuera adecuada para los niños. Luego recapacité sobre la ñoñería de ese pensamiento y me di cuenta de hasta qué punto es fácil volverse hiperprotector y retrógrado cuando se tienen hijos pequeños. Debía dar mil veces gracias al cielo por haberme librado de semejante responsabilidad. En cualquier caso, cuando salimos del cine, los niños se encontraban tan pimpantes, mientras yo tenía un mal cuerpo horroroso después de haber contemplado los excesos propios de la vida salvaje: lucha entre especies, hielos deshaciéndose y padres oso que agredían a sus propias crías para no tener competencia entre machos. Más valía no establecer comparaciones con el reino de los humanos, por lo que pudiera pasar.
—Vamos a tomar algo —les propuse a los chicos, y paramos en una cafetería de la Diagonal donde sirven bollos deliciosos y chocolate caliente. La iniciativa les complació y se libraron a la degustación de dulces con auténticas ganas. Yo me limité a sorber un bourbon como saludable medicina para mi ánimo, conturbado por las bestias polares.
—¿Qué os ha parecido la película? —pregunté en tono casual.
—Bien —limitaron los tres el cinefórum a la mínima expresión.
—A mí no me ha gustado que los osos fueran tan malos con sus hijos —dijo Marina por fin.
—A mí tampoco, cariño —abundé sintiendo una gran solidaridad femenina.
—Ya se sabe que los animales son así —sentenció Hugo, muy suficiente.
—Yo ya me imaginaba lo que iba a pasar en cada momento —fue la aportación de Teo.
—A ti te gusta que te sorprendan, ¿verdad? —le pregunté de modo un tanto envenenado.
—Pero casi nunca me sorprenden.
—Pues eso es muy grave.
—¿Por qué, es que a ti te sorprenden siempre?
—No, pero yo tengo cuarenta y pico años, mientras tú tienes doce. Y si a los doce años ya nada consigue sorprenderte, te espera una vida francamente aburrida.
—Pero eso pasa porque a los niños siempre nos cuentan lo mismo, y lo demás siempre nos lo ocultan.
—¿Lo demás? ¿Y qué es lo demás?
—Lo demás de la vida.
Le pegué un trago reflexivo a mi whisky. ¡Joder!, encima probablemente lo que decía aquel avispado chaval era cierto. ¡Toma con las tiernas criaturas!, pensé, algunos de ellos poseen una mente tan sagaz que resulta ridículo intentar engañarlos, o conformarlos con una pequeña parte del pastel. Pero me faltaba escuchar lo más comprometido, porque Teo, lejos de callarse tras aquella profunda declaración, la remachó afirmando:
—Tú misma no nos quieres contar nada de tus investigaciones porque piensas que no son buenas para los niños... total, que nunca nos enteramos de nada y lo único que pillamos es siempre igual: que si animales, que si dibujos animados, que si Indiana Jones... hasta que nos lo sabemos de memoria.
Agité los cubitos en el vaso, carraspeé. Llevaba tanta razón que me entraron ganas de reír, pero no era el momento. Al contrario, la conversación nos había llevado a un punto en el que si yo me decidía a agarrar el toro por los cuernos, podían surgir soluciones para malos entendidos que no hacíamos sino arrastrar desde el principio. Le eché valor.
—A lo mejor estás equivocado. Quizá si no os cuento nada no es porque crea que en el caso que investigo hay cosas que no podéis saber. Puede que sólo tema que os vayáis de la lengua y corráis a repetirles mis confidencias a vuestras madres, como ya ha sucedido alguna que otra vez.
—¡Yo nunca me he chivado! —saltó Marina como un guepardo, demostrando que seguía perfectamente los giros del diálogo. La expresión de Teo acusó con claridad el golpe, la de Hugo también. El último remoloneó, dando vueltas innecesarias con la cucharilla a su taza de chocolate. Teo enrojeció, tragó la amarga bilis de la verdad y, por primera vez desde que lo conocía, se mostró sumiso y compungido.
—No sabíamos que era tan importante guardar el secreto.
—En todo lo que tiene que ver con la policía es crucial. Porque si yo veo que repetís lo que os digo a vuestras madres, siempre puedo pensar que haréis lo mismo con vuestras profesoras, con vuestros compañeros en el colegio, con cualquiera que os pregunte.
—¡Eso, no! —exclamó Hugo.
—¿Por qué no? Si se pierde el crédito se pierde para todo.
Siguió un silencio meditativo y abochornado. La mente de Teo trabajaba rápido y al fin declaró:
—¿Y si nosotros te aseguráramos y te juráramos...?
—Está bien —lo interrumpí—. Trato hecho. ¿Qué queréis saber?
Teo no se inhibió lo más mínimo e inmediatamente preguntó:
—¿Es verdad eso del fanático religioso?
—Lo estamos investigando, pero yo creo sinceramente que no existe tal fanático. Sin embargo, hemos vuelto a solicitar la ayuda de un psiquiatra, lo veréis de nuevo en televisión, pero es más una maniobra para que los medios de comunicación se queden tranquilos y nos dejen en paz.
Un ramalazo de satisfacción recorrió a mis tres interlocutores de modo visible.
—También hay dos monjes expertos en historia que están estudiando si es posible que se trate de una venganza por algo que sucedió hace muchísimos años. Alguien que sufrió represalias legales por los sucesos de la Semana Trágica. Uno de sus descendientes hubiera podido decidir ahora ajustar cuentas de manera que todo el mundo llegara a enterarse.
—¿La Semana Trágica es de la guerra civil? —preguntó Hugo.
—Anterior.
—Ya lo buscaremos en Internet —terció Teo, temiendo que mi arranque de sinceridad se viera frustrado por precisiones eruditas.
—Es algo de Franco, ¿verdad? —preguntó Marina, que había empezado a perderse.
—Algo así. Quemaron muchos conventos.
—¡Pues vaya! Un chico de mi clase dice que los de Franco no eran tan malos —soltó Hugo. Pero Marina estaba allí para reivindicar.
—El chico de tu clase no tiene ni idea. A mí, papá me dijo que Franco era lo peor, peor que los osos que hemos visto hoy.
No salía de mi asombro al comprobar cómo el eterno conflicto de la historia española había llegado de oídas, y con opinión incluida, hasta aquellos ciudadanos en plena niñez. Pero Teo no estaba dispuesto a soltar la presa largamente acechada.
—¿Y qué más? —inquirió mirándome a los ojos.
—¿Y qué más qué?
—¿Qué piensas tú, tú crees que es verdad lo de la venganza?
—Todas las pruebas parecen llevarnos hacia eso; pero si he de deciros la verdad, a mi instinto de policía le cuesta creerlo. En este caso debe existir un motivo más concreto, más cercano, más material. Siempre es así en todo asesinato.
Mis palabras se balancearon en el aire y de allí las absorbieron los oídos hambrientos de los chicos. Continué antes de que reemprendieran sus preguntas.
—Y ahora os diré lo que he decidido hacer; pero me gustaría que fuerais conscientes de que nadie lo sabe aún. Ni siquiera se lo he comentado al subinspector Garzón.
—¿Ni siquiera a él? —dijo Hugo, francamente impresionado.
—No, se lo diré mañana por la mañana. Creo que debemos investigar más a fondo el entorno de la testigo que han asesinado.
—¿La mendiga?
—Sí. Al tratarse de una vagabunda, hemos pasado demasiado deprisa por ella y temo que no hayan sido atados todos los cabos que su personalidad sugiere.