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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (36 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—No la entiendo.

—Hemos sabido que existe una biblioteca eclesial, llamada la Balmesiana, especialista en todos los acontecimientos de la Semana Trágica. No le diré más que una cosa para que se haga cargo de la importancia del dato: ¡el director tiene acceso al Archivo Secreto Vaticano!

—¡Vaya! —exclamé aparentando una sorpresa valorativa de las grandes.

—¡Y es también archivero mayor del archivo general de los capuchinos!

—¡No me diga más! —reincidí en la exclamación empezando a ponerme nerviosa—. ¿Y eso qué quiere decir?

—Inspectora, eso significa que podremos consultar un montón de documentos especialmente seleccionados sobre la época que nos interesa. Quizá de ahí sí podremos extraer detalles sobre la personalidad de Caldaña, dónde vivía, de dónde era originaria su familia, qué sucedió exactamente durante el proceso...

—¿Y qué han hecho al respecto?

—Tenemos concertada una visita para mañana, ¡y nos recibirá el propio director!

—Magnífico. En cuanto averigüen algo, hágamelo saber.

—¡Por supuesto, inspectora. A la orden! —dijo en tono festivo, y se echó a reír.

Quizá los policías estábamos pasando por un mal trago, pero era evidente que éramos los únicos. Nuestros colaboradores se divertían como chavales. El doctor Beltrán se lo pasaba bomba haciendo especulaciones cercanas a lo literario y aquel par de monjes veían el cielo abrirse con tanto aporte intelectual y salida de la rutina. Me imaginaba perfectamente a la alta y fuerte Domitila abandonado el hábito y vestida de Sherlock Holmes. Al final, las características místico folclóricas de la maldita momia medieval estaban haciendo olvidar a todo el mundo que nos enfrentábamos a un hecho trágico: dos muertos reales y recientes. Todo aquello se estaba convirtiendo en una entretenida pantomima.

Garzón puso cara de poker cuando le conté la al parecer magnífica noticia del archivo balmesiano. Para que comprendiera que era algo muy estimulante lo conminé a que reaccionara de algún modo.

—¿No me dice nada, no hace preguntas?

—¡Y yo qué voy a decir! Ellos son sabios, ellos sabrán; pero para mí que por un fraile y una mendiga no van a abrir los archivos secretos del Vaticano ni de coña.

—Nadie ha mencionado que tengan que hacerlo. Lo que buscamos es...

De repente me acometió un verdadero éxtasis de cansancio, de absurdo, de impotencia y desesperación. Me interrumpí, busqué un cigarrillo y, tras encenderlo, exhalé una nube de humo que era como una señal de socorro.

—¿Le ocurre algo? —se dio cuenta enseguida de algo raro el subinspector.

—Estoy hasta el moño de todo esto, Fermín. Lo cambiaría por cualquier crimen pasional, por una reyerta callejera con resultado de muerte por navajazo, por un atropello accidental con huida posterior del conductor, por...

—¿Quiere que vayamos a tomarnos una copa?

—Dudo de que sea una buena solución, sobre todo porque Yolanda y Sonia están esperando fuera.

—Vale, pero cuando acabemos con ellas nos emborrachamos, ¿qué le parece? A la salud de la Iglesia, del papa y de los capuchinos calzados con alpargatas.

Le sonreí. Siempre valoraba sus gestos de amistad, sobre todo los que consistían en proponer una ingesta etílica que nos dejara fuera de juego.

—No le digo que no —murmuré, e hice pasar a nuestras jóvenes agentes.

Estaba segura de que habían llegado a un acuerdo entre las dos conforme siempre hablaría Yolanda. Debía de ser el último sistema que les quedaba por ensayar para que no me subiera por las paredes con sólo oír una palabra de Sonia.

—Vamos con los Caldañas que habéis visitado ya —intenté sintetizar desde el principio.

—Son cuatro y todos familias normales que no parecen tener nada que ocultar. —Sacó un bloc de notas y leyó—: Gerardo Caldaña Ortiz, cuarenta años, tiene una parada de pescado en el mercado de la Concepción. El día de autos...

—Un momento —la detuve—. ¿Tiene hijos jóvenes?

—¿Cómo? —preguntó desorientada.

—Es preciso que reiniciéis la investigación teniendo en cuenta este informe —alargué hacia ellas los papeles del psiquiatra.

—¿Otra vez el psiquiatra? —casi exhaló la pregunta Yolanda.

—Averiguad si esas familias tienen hijos jóvenes, si pueden estar en un contexto marginal, dónde viven éstos, en qué se ocupan... y si hay algo que os llama especialmente la atención nos lo comunicáis a nosotros, pero también al doctor Beltrán.

Sonia emitió un sonido, antesala de una frase, que Yolanda se apresuró a interceptar con una mirada fulminante. Como no aprobaba ese tipo de censura previa, le dije a la primera de modo circunspecto:

—Ibas a decir algo, ¿se puede saber qué?

—Pues, yo me preguntaba, bueno, le quería preguntar a usted si ahora cuando el doctor Beltrán nos diga algo, ¿hemos de tomarlo en serio?

Yolanda apretó los puños como señalando una fatalidad y sólo relajó la musculatura cuando, no percibiendo ningún grito estruendoso, me oyó bien al contrario bisbisear contenidamente:

—Sí, hija mía, sí.

Cuando salieron del despacho me volví hacia Garzón y afirmé, categórica:

—¡Esa copa, Fermín!, me hace falta.

La Jarra de Oro estaba a rebosar. Los clientes, eufóricos Dios sabe por qué, brindaban y pegaban berridos inhumanos, que en España significan felicidad. El subinspector enseguida se hizo cargo de la situación sólo con dos miradas: una a los parroquianos y otra al televisor.

—Es que acaba de ganar un partido el Barcelona —sentenció.

—Ya, pues más parece que haya estallado la revolución. ¿Por qué no nos vamos a otra parte?

—Espere, que van a repetir las jugadas principales y así les echo una miradita.

Se acercó provisto de su cerveza al receptor y yo me quedé quieta en la barra soplando la espuma de la mía. ¿A todos aquellos ciudadanos afanosos de victorias deportivas y jolgorio, también les interesaría nuestra momia? ¿Qué mundo era el real, el nuestro o el suyo? Porque mucho me temía que ambos juntos formaban una imposible contradicción. En medio de aquella coyuntura filosófica sonó mi móvil. Como no conseguía oír a mi reclamante, salí un momento a la calle y allí, un aire frío y una voz gélida me dejaron helada. Era la madre Guillermina.

—Inspectora, he de hablarle muy seriamente. ¿Puede pasar por el convento?

—No —respondí con una calma asombrosa incluso para mí misma.

—¿Y puedo saber por qué no puede o no quiere venir?

—Verá, madre; porque el Barça ha ganado un partido importantísimo y porque mi plan es emborracharme.

—¿Cómo dice?

—Quizá usted no lo comprenda, pero es así. La gente se interesa por cosas vivas, reales, por cosas que pasan, como por ejemplo el fútbol. Lo que nos ocupa a usted y a mí, momias, asesinos y oscuridades varias, no le importa a nadie más, créame.

Quedó un momento callada y luego dijo con genuina preocupación:

—¿Se encuentra bien, inspectora?

—Iré mañana a primera hora, madre, se lo prometo.

Cumplí mi palabra, entre otras cosas porque Garzón y yo no fuimos a emborracharnos tal y como habíamos proyectado. No, no en aquella ocasión; teníamos demasiadas cosas pendientes como para lanzarnos a la vorágine y primó el sentido común en el último momento. Así, al día siguiente, llena de salud y de claridad mental, entré en las corazonianas a tiempo para visitar a la directora antes de que se embarcara en una de sus pautadas sesiones de rezos. Sabía lo que iba a decirme: protestas y ruegos, ruegos y protestas. Sin embargo, no tenía más remedio que jugar con ella el juego de la diplomacia cortés. Finalmente una de sus no muy numerosas monjas estaba trabajando para nosotros; y por si fuera poco, poníamos en tela de juicio público a su principal fuente de financiación: los
Piñol i Riudepera
. Pero sobre todo fui porque la madre Guillermina me caía simpática.

No me equivoqué en absoluto. Empezó con los ruegos, todos asimilables en uno: discreción; y siguió después con las protestas; no consiguiendo tampoco sorprenderme con ellas.

—Me tienen el convento desmadejado con esta investigación. No sólo hablo del nerviosismo que se vive en los claustros desde la muerte del hermano Cristóbal, sino de la hermana Domitila, tan en su papel de detective que se pasa la vida fuera de estos muros.

—¿Y qué quiere que haga yo? ¿Sabe lo que soporto sobre mis hombros en estos momentos? —decidí sorprenderla yo—. Presión, madre Guillermina, auténtica presión. Mis superiores tensan la cuerda, los periodistas también, y por supuesto el hijo del señor
Piñol
y los familiares de las víctimas y... ¡todos me exigen unos resultados que no dependen de mí! Y puedo asegurarle que hace un montón de tiempo que no convivo normalmente con mi familia, que no tengo tiempo para nada personal. Me paso la vida pensando en el asesino del hermano Cristóbal y de esa mujer, en el ladrón de su maldita momia, en la historia de España, en... —me interrumpí, bajé la voz—. Lo siento, no pretendía ser tan desagradable.

Mi repentina andanada la sumió en un silencio culpable. Me miró con apuro. Chasqueó la lengua.

—¡Caramba!, le aseguro que no tenía ni idea de que estuviera usted tan presionada.

—Pues ya ve.

—No quiero ser injusta en ningún caso. Lo que ocurre es que... bueno, la hermana Domitila parece haber olvidado sus obligaciones en este convento. ¡Hasta a la pobre hermana Pilar la tiene abandonada! Antes estaba siempre pendiente de sus estudios y progresos. En cambio, ahora no vive sino para el tema del asesinato, no para de pensar en él; eso cuando no anda de archivo en archivo acompañando al hermano Magí.

—Todo es culpa mía; ella no ha elegido ese papel.

—Ya, claro, y en cuanto al nieto del señor Piñol...

—Se está llevando el asunto con extraordinario tacto. El juez ha decretado por fin el secreto del sumario. Me temo que al final trascenderá a la prensa, no podremos evitarlo, pero todo se hará de la mejor manera. Estamos controlando cualquier filtración. Por cierto, ya sabe que estuve hablando con don Heribert.

—¡Por supuesto que lo sé!

—Me pareció todo un caballero, un hombre inteligente y con sentido de la moral.

—Así es exactamente.

—¡Qué diferencia!, ¿no?

—¿Diferencia?

—Con su nieto. Su nieto es un tipo prepotente, grosero y presuntuoso.

Se le iluminaron los ojos y no rechistó. Supuse que debía de haber tenido una escena con él al teléfono. Para no quedar en evidencia se limitó a decir:

—En fin, cada uno es como es. ¿Nos tomamos un cafelito?

Superado el proceso de hostilidades, le sonreí. Saqué un paquete de cigarrillos y le ofrecí uno. Dudó.

—Tan pronto por la mañana...

—Anímese, madre; y quédese con el paquete también.

—¡No, no, ni pensarlo!, aunque... ¿sabe qué tengo que hacer a veces? Pedirle a mi familia que me mande algún cartón de tapadillo. Me da vergüenza que las monjas sepan de mi debilidad y como tengo que incluir el tabaco en los pedidos de intendencia pues...

—Lleva usted razón, quien tiene el poder no debe consentir que los demás conozcan sus puntos flacos.

—¡No lo hago por eso! A mí el poder no me importa demasiado, más tranquila estaría sin él. Lo que ocurre es que siendo débil doy muy mal ejemplo. Las hermanas pensarán: si ésta, siendo la superiora, es incapaz de renunciar al humo, cualquiera de nosotras también puede permitirse licencias.

—¿Y eso le preocupa?

—En realidad, no. Esas pequeñas licencias son las que nos permiten seguir, uno debe pensar que maneja la vida a su antojo, aunque sólo sea un poquito. De lo contrario, nos convertiríamos en seres perfectos y la perfección es sinónimo de monstruosidad.

Me quedé mirándola con simpatía. Bajo aquella cofia, toca o como coño se llamara, tenía un cerebro bien amueblado.

—El próximo día le regalaré un cartón de tabaco.

—¡Ah, no, ni hablar! En todo caso... bien, en todo caso puede traérmelo y yo se lo pagaré.

—Le advierto que se lo cobraré a precio de mercado negro...

Se rió de buena gana.

—¡Cómo es usted, inspectora! Si algún día resuelve este caso...

—¿Se atreve a ponerlo en duda. Es que no tiene fe en mí?

—Tengo más fe en Dios.

—Pues dígale que nos ayude, madre, porque la investigación está empezando a alargarse demasiado.

Salí de buen humor, aun cuando la hermana portera me lanzó una de sus aviesas miradas. A lo mejor debía meterme monja en aquel convento: vivir sin sobresaltos, sin estrés, sin deseos ni metas terrenales. Una charla filosófica con la madre Guillermina de vez en cuando, un cigarrito... pero de repente pensé en Marcos y mi vocación se esfumó. Aún había cosas en el mundo que me interesaban.

Miré el reloj y quedé perpleja al comprobar que había perdido mucho rato en el convento. ¿Y Garzón? ¡Qué raro que no me llamara! ¡Dios, había olvidado conectar el teléfono aquella mañana! De ahí tanta paz. Le llamé yo.

—¿Dónde está, subinspector?

—Inspectora, no contestaba, la he llamado muchas veces y...

—Sí, lo sé, ¿qué sucede, Fermín?

—La otra pata.

—¿Pero qué carajo dice?

—El otro pie de san Assumpto, inspectora, bueno, el beato o lo que leches fuera, ha aparecido cortado en el portal del convento de los escolapios.

—¡No me joda, éstos no estaban en la lista! Dígame la dirección.

—Ronda de Sant Pau, número 72.

—Voy para allá.

Era igual de flaco, deforme y repugnante que el que habíamos encontrado en primer lugar. También incluía la sandalia y, dentro de las circunstancias, no parecía haber sufrido deterioro. En esta oportunidad tampoco había cartel anunciador ni nada que significara un intento de firma por parte del extraño carnicero.

—¿Y esto cómo se come? —le pregunté al subinspector en un arranque de mal genio.

—Con patatas, inspectora, ¿qué quiere que le diga? —Estaba casi de tan mal humor como yo.

Los encargados de la limpieza, un matrimonio, rodeados de nuestros compañeros y de algunos monjes, se afanaban por contar una y otra vez la misma historia. Al ir a empezar su trabajo aquella mañana habían encontrado una bolsa de papel colocada junto al portalón. En el interior había un saquito y, dentro, estaba aquella cosa.

—Al principio —enfatizaba la esposa—, iba a tirarlo a la basura porque la verdad es que me dio asco. Pero luego, mirándolo bien, me di cuenta de que tenía como dedos y... bueno, no me pareció que fuera humano. ¿Sabe en qué pensé, inspectora? Pensé en aquellos exvotos de cera que había antes en las sacristías de las iglesias y que la gente ponía como promesa. En la de mi pueblo había un montón, hasta que un cura más moderno que vino dijo que todo aquello era una porquería y lo hizo retirar. Pues eso es lo que me pareció, pero aun así enseguida supe que tenía que llamarles a ustedes por si era una amenaza, un vudú que nos hacía algún enemigo o algo así.

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