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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (3 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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La madre priora se nos acercó. Estaba blanca, visiblemente alterada por todo el follón que habíamos organizado. A nuestro alrededor se movía el forense, el juez, los expertos, los fotógrafos... comprendí que todo aquello estuviera poniéndola nerviosa.

—¿Cuánto dura todo esto, inspectora?

—Depende, pero le aseguro que aún tenemos para un buen rato.

—Y mientras tanto, ¿ustedes no empiezan a investigar?

—Ni siquiera sabemos si nos adjudicarán el caso; pero lo más probable es que caiga bajo la jurisdicción de los Mossos d'Esquadra.

—¡Ah, no!, yo la he llamado a usted porque quiero que se haga cargo de esta cosa terrible; no voy a consentir que otros agentes vengan a meter las narices aquí.

—Madre Guillermina, le agradezco mucho la confianza que tiene depositada en mí sin conocerme siquiera, pero yo no soy una detective privada. Debo obedecer a mis superiores y le aseguro que la policía tiene sus propios cauces y sistemas internos.

—Puede ser, pero ¿usted no ha oído hablar de la capacidad de insistencia de las monjas? Es proverbial, y yo pienso ponerla en práctica con todas mis fuerzas, de modo que...

—Ya lo veremos, es absurdo que me ponga a discutir con usted.

Al cabo de una hora llegó Coronas. Preguntó, se movió por todos lados y recabó información.

—Parece ser que lleva más de diez horas muerto, Petra. ¿Qué coño ha pasado aquí?

—La superiora tardó en llamarme, por el tema de la discreción.

—Hay que joderse.

—Piense en lo que significa un asunto así para una comunidad en la que no es habitual tratar con gente.

—¿De qué viven?

—Dan clases de instrucción religiosa a algunas niñas que tienen matriculadas. Realizan trabajos externos de oficina, reciben subvenciones de la diócesis y donativos privados. Los domingos por la mañana permiten que los turistas visiten la momia del cuerpo incorrupto del beato, por lo que cobran también.

—¡Vaya por Dios, pues les han machacado parte de los ingresos!

—¿Quiere que hagamos averiguaciones entre el vecindario, señor? Si se llevaron la momia alguien tuvo que verlo.

—No, no, ni hablar. Ya están a punto de llegar los de la autonómica. Aquí nosotros no tenemos nada que rascar. Pueden marcharse si quieren. Yo me quedaré para el traspaso de poderes y en paz.

Huimos de una manera bastante poco cortés, pero sabía que si pasaba a despedirme de la madre superiora, volvería a enzarzarme en un diálogo sin fin.

—Siento haberle molestado, Garzón.

—No se preocupe. Volveré a la fiesta.

—¿Felicitará a Beatriz de mi parte?

—Desde luego, descuide.

En el coche, mi mente estaba ocupada en lo que no debía. ¿Quién mata a un restaurador de momias que pertenece al monasterio de Poblet y, consecuentemente, a la orden del Císter? Y sobre todo ¿quién y para qué carga con una momia y la saca de un convento en plena madrugada jugándose el tipo? Porque si se la llevaron debíamos suponer que era porque la querían para algo. ¿Una momia es frágil?; aparentemente sí. Debían de manipularla con un cuidado exquisito. ¿Una momia tiene cotización en el mercado de los anticuarios? Me costaba creerlo, la verdad, a no ser que se encontrara engalanada con algún rico hábito funerario, una capa bordada con joyas o alguna reliquia especial. Pero en tal caso, ¿no hubiera sido más fácil desnudar al pobre beato, cargar con sus ropajes y dejarlo allí, triste y en pelotas? Además, si el motivo de aquel delito era el robo, ¿por qué tuvieron que matar al pobre fraile? ¿Estaba trabajando a horas intempestivas y descubrió a los profanadores? Nunca, en toda mi vida de policía, me había encontrado con tantos interrogantes al comienzo de un caso. Normalmente, aunque luego los hallazgos de la investigación te lleven por otros derroteros, el delito suele tener una apariencia más o menos lógica cuando te enfrentas a él. En ocasiones, son más las hipótesis que las preguntas y todo tiende a encajar en un patrón no demasiado variable. Daba igual, lo único que me estaría permitido hacer a partir de aquel momento sería curiosear de vez en cuando sobre los avances del caso que la policía autonómica realizara, si es que tenían a bien contarme algo.

Cuando llegué a casa, Marina ya se había marchado con su madre y Marcos me esperaba leyendo.

—¿Por qué no te has ido a la cama?

—Quería verte.

Nos abrazamos. Su cuerpo exhalaba un aire cálido. Olía a colonia suave, a ropa seca. Sentí deseos de que nos fuéramos directamente a dormir, sin hablar ni una palabra. De pronto me sentía muy cansada. El ansia de saber que me había mantenido alerta durante tanto tiempo me abandonó de pronto.

—Te he preparado una ensalada para que puedas cenar algo.

No me apetecía lo más mínimo cenar, pero era impensable desairar a mi marido. Me quité el abrigo, me lavé las manos y fui a la cocina. Él ya estaba allí. Había preparado un servicio de mesa y estaba sacando de la nevera una apetitosa ensalada de atún y una cerveza.

—No era necesario que te molestaras tanto.

—Bueno, has llegado más tarde de trabajar que yo. Si hubiera sido al revés estoy seguro de que tú hubieras hecho lo mismo.

—¡En fin! —exclamé—. Siempre es bueno saber lo que los demás esperan de una.

Me eché a reír y lo besé alegremente.

—Hablando en serio, no deberías prepararme nada.

—¿Se puede saber por qué?

—A veces no se puede calcular cuándo acaba el trabajo, las cosas se complican, los horarios se retrasan, y todo se hace más difícil si piensas que una ensalada te espera languideciendo en la nevera.

—Bueno, en ese caso te presento mi dimisión como cocinero de horas extra.

—¡Demonio!, ¿no te has dejado convencer demasiado deprisa?

Hizo ademán de estrangularme y me abrazó.

Comí, y, a medida que lo hacía, mi apetito fue despertándose. Por supuesto, Marcos me preguntó para qué querían verme las monjas corazonianas. Le conté y, naturalmente, se quedó tan intrigado como yo. Las preguntas que yo había estado haciéndome le asaltaron también a él.

—¡Todo es tan extraño, Petra! ¿Y si se trata de alguna secta misteriosa? O de la maldición de la momia, como en las películas antiguas; no sé, parece algo fuera de lo normal.

—¡Jo, eres peor que tus hijos!

—Me temo que, en esta ocasión, yo también voy a freírte a preguntas.

—Pues no tendrás más remedio que moderarte. El caso es competencia de los Mossos d'Esquadra y no vamos a llevarlo nosotros. Te aseguro que me siento un poco frustrada, porque me gustaría meter las narices en ese berenjenal. Seguro que es un misterio mucho más lógico y terrenal de lo que parece.

—Te pasas la vida protestando, pero es evidente que te gusta tu profesión.

—A veces no está mal. ¿Sabes qué le ha dicho Marina a esa monja? Que soy la mejor policía de Barcelona.

—No dudo de que lo seas, aunque es cierto que mi hija te quiere un montón.

—¿Por qué va a ese convento una vez por semana?

—Su madre cree que en un colegio laico no le darán algunos valores cristianos que le parecen imprescindibles. La asistencia a esas clases de tipo religioso sería como un complemento a su educación. Aunque, en el fondo, creo que la manda sólo por llevarme la contraria. Tú has dejado a tus espaldas tantos divorcios como yo, pero has tenido la suerte de no tener hijos en ninguno de tus matrimonios. Si los tienes, la paz con tu ex pareja no se firma jamás.

—Debe ser fastidioso. ¿Sabes?, la priora me ha caído bien. Parece una mujer con las ideas muy claras. Tenía la pretensión de que yo llevara el caso, contra viento y marea.

—¡Se sentirá un poco decepcionada!

—Con el jaleo que se le avecina no creo que tenga mucho tiempo de pensar en mí.

—Yo sí, yo tengo todo el tiempo del mundo para pensar en ti. ¿Nos vamos a la cama?

Le seguí escaleras arriba. Realmente Marcos era un tipo muy raro: no discutía, no se enfadaba, mostraba una genuina preocupación por mi bienestar... a lo mejor había encontrado el prototipo de marido ideal y no le daba ninguna trascendencia al hallazgo. Mal hecho, quizá mi obligación femenina era exhibirlo en una
web
para que cientos de mujeres no perdieran la confianza en el destino.

Dormí toda la noche de un tirón. Cuando me desperté eran las nueve del sábado y Marcos ya no estaba en la cama. Los niños debían de haber llegado. Bajé envuelta en una bata y los encontré en la cocina. Sus tres hijos desayunaban en torno a la mesa. Me besó, me besaron todos. Marcos enseguida se levantó.

—Petra, prepárate tú el café. Voy a subir un par de horas a mi estudio, ando un poco mal de tiempo en este proyecto.

Sonreí y cargué la cafetera. Los niños estaban muy silenciosos. Aún sentía cierta prevención cuando me quedaba sola con ellos. Temía sus preguntas más que a un cielo nublado; en especial las de Hugo y Teo, que no solían morderse la lengua. Crucé los dedos para que Marina no les hubiera contado nada de la llamada desde el convento. Me serví el café, me senté a su lado. A aquellas alturas de nuestra parcial convivencia seguía sin encontrar el tono correcto para hablarles. Siempre temía ser demasiado infantil o, yendo hacia el otro extremo, demasiado adulta. Lo intenté esta vez decantándome por una alegría un tanto impostada.

—¿Qué tal, muchachos, cómo ha ido la semana?

Se miraron entre ellos como si aquella pregunta denotara una grave carencia de sustancia. Teo se avino a responder.

—En el colegio. —Y lo dijo en un tono que parecía evidenciar todas las miserias y el aburrimiento que la actividad escolar comportaba.

—Pues estupendo, ¿no? —rematé mi más que fallida intervención.

—¿Y tú? —inquirió entonces Hugo con un claro deje de interés latente. Ya no me cupo la menor duda de que Marina les había contado algo sobre la llamada del convento.

—En la comisaría —respondí muy en su estilo.

—¿Y todo bien en la comisaría? —lo intentó Teo.

—Bien, normal, la rutina diaria.

—Y eso que estás metida en muchos problemas, ¿verdad? —llevó la cosa al límite Hugo. Pero yo estaba dispuesta a resistir.

—No más que de costumbre.

Entonces Marina, que había permanecido callada y formal, comentó con toda naturalidad:

—Quieren saber cosas sobre el crimen del convento.

A raíz de aquel gong de sinceridad, una cascada de preguntas malamente inhibidas hasta el momento se abatió sobre mí.

—¿Han matado a una monja? —pregunta de Hugo.

—¿Ha sido un psicópata, Petra? —pregunta de Teo.

—¿Tenéis muchas pistas? —nueva pregunta de Hugo.

—¿Habéis hecho un retrato robot del asesino? —nueva pregunta de Teo.

—¡De los psicópatas no se hace un retrato robot, tonto, se hace un retrato psicológico! —exclamó Marina cargada de razón.

Salté literalmente de la silla.

—¿Pero qué diantre estáis diciendo, os habéis vuelto locos?

—Marina nos dijo que te llamaron ayer y papá nos ha dicho que encontraron a alguien muerto. Le preguntamos a quién y contestó que no lo sabía; o sea, que seguro que lo sabe y no ha querido soltar nada.

—Vayamos por partes. En primer lugar tenéis que confiar en lo que se os dice, porque si no es así, entonces no merece la pena que volváis a preguntar nada.

Cabecearon, entre la aceptación y el escepticismo. Continué, aparentando un auto control que distaba mucho de poseer.

—Es verdad que ha aparecido una persona asesinada en el convento de las corazonianas, un fraile. Pero no sé nada más. Y tampoco lo sabré más adelante, el caso lo llevarán los Mossos d'Esquadra.

—Ya nos enteraremos por la tele —comentó Teo con desprecio.

—No creo que debierais perder el tiempo preocupándoos de esas cosas, pero en fin, vosotros veréis.

—Seguro que tú te enterarás de más cosas que la tele. ¿Podremos hacerte preguntas concretas?

—No, no podréis y si lo hacéis yo no os contestaré, porque de verdad lo más probable es que no sepa nada.

—¡Pues vaya! —exclamó Hugo, decepcionado.

—Yo no te preguntaré. —terció Marina, y le agradecí la declaración de intenciones con una sonrisa. Pero lo estropeó enseguida.

—Sólo contesta a una cosa más: ¿a que es verdad que de los psicópatas se hace un retrato psicológico?

—Sí, es verdad, suelen requerirse los servicios de un psiquiatra.

—¿Lo ves? —Fulguraron los ojos de Marina en dirección a su hermano.

—Eres idiota —apostrofó éste como toda respuesta.

—¡Tengamos la fiesta en paz! —solté aparentando autoridad. En ese momento entró Marcos.

—¿Aún estáis en la mesa? Tomad una ducha y vestíos, luego os llevaré a vuestro partido de fútbol.

—Yo también quiero ir —pidió la niña.

—Estupendo, también vendrás. ¡Ah!, y se me había olvidado deciros que esta noche Petra y yo tenemos que asistir a una cena, de modo que vendrá Sandra a cuidaros.

—Sandra es un muermo —subrayó Teo.

—Sí, ya lo sé, si quisiera que os cuidara alguien más divertido hubiera contratado a un equipo de
majorettes
.

Hugo se echó a reír ruidosamente. Teo le enseñó los dientes en plan perro amenazador y yo comprendí que, para tener hijos, se necesita una sangre fría mucho mayor que la que permite cazar asesinos.

Cuando los niños hubieron despejado el campo le pregunté a Marcos:

—¿Qué es eso de una cena?

—Pero bueno, Petra, ya te lo dije, es la cena anual del colegio de arquitectos.

—Es la primera noticia que tengo.

—En absoluto, te lo comenté, estoy seguro.

—Pues yo estoy segura de que no.

—¿Vamos a discutir por eso?

—Me parece un buen motivo.

—¿Por qué?

—Está bien, dejémoslo; pero deberías procurar no ser tan despistado.

—Y tú no estar siempre tan ensimismada cuando te hablo.

Me quedé sola frente a un café que ya estaba frío. La fragilidad de la armonía doméstica es llamativa, pensé, y acto seguido me pregunté cómo me vestiría aquella noche.

Mientras íbamos a la fiesta en nuestro coche, Marcos me sacó de mi oscuro mutismo.

—Hueles a naranjas verdes.

—Sí, es un nuevo perfume. Sueños de Levante o Brisas de Levante... no sé, nunca acierto con los nombres. De todas maneras tengo la sensación de que huele a chinches de campo.

—¿Por qué estás enfadada, Petra?

—No estoy enfadada, estoy preocupada.

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