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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (4 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿Por qué?

—Por todo.

—Ése es un índice alto de preocupación.

—No bromeo. Estoy preocupada por tus hijos, y también por la cena a la que vamos.

—Sí, me imagino que los chicos te han sometido a un tercer grado esta mañana, no tuve más remedio que contarles algo, lo mínimo. Pero ¿la cena?

—Temo que tus colegas me miren con curiosidad malsana. ¿Saben que soy policía?

—Supongo que unos sí, otros no... ¿Eso es importante?

—Desde luego. Pensarán qué hace alguien como tú casado con una tía de la bofia.

Soltó una leve carcajada.

—Mira, Petra, si nos preocupáramos por todo lo que la gente puede pensar o decir nos pasaríamos la vida sumidos en un pozo de angustia. Olvídate, sólo tienes que preocuparte por las cosas que tú puedes controlar.

—¡Joder!, ¿por qué no escribes libros de autoayuda en vez de proyectar casas? Pareces budista o algo así.

Me miró de reojo. No parecía dispuesto a iniciar una discusión conyugal. Yo tampoco. Hubiera sido injusto. Él llevaba razón, no puedes pretender que todas las facetas de tu vida encajen milimétricamente formando un ingenioso
puzle
. Aunque lo cierto era que el matrimonio había complicado mi
puzle
y me sobraban piezas por todos lados. De modo que seguí preocupándome un rato más. Estaba convencida de que muchos de los colegas de mi marido sabían que era policía y me mirarían con expectación. ¿Por qué un policía excita la curiosidad de la gente más que ningún otro oficio? ¿Porque tenemos fama de estar encallecidos y ser un poco cabrones? ¿Porque nos ocupamos del mal? Sería más lógico que la sociedad se intrigara frente a un entomólogo, una cantante de fados, un investigador de células madre. Pero no, en cuestión de interés morboso los polis estamos a la cabeza de la clasificación.

Tras la cena tuve que reconocer que se trató de una velada discreta, con invitados de modales amables y conversaciones anodinas. Todo estaba estudiado para que nadie incomodara a nadie, para que las palabras pasaran como soplos de brisa sin fuerza ninguna. Nadie preguntaba lo que en realidad deseaba saber y las mentes de todos parecían vagar lejos, por cualquier otro lugar. Aquél no era mi mundo, pero ¿dónde estaba mi mundo? Podía afirmar con rotundidad que tampoco en las cenas de comisaría. Quizá no perteneciera a ningún mundo. En cualquier caso, la extrema corrección de las reglas burguesas que allí ejercitábamos permitía decir sin decir, pensar sin pensar, estar sin estar. Un limbo cómodo.

A la vuelta, no pude por menos de comentarle a Marcos:

—Creo que yo no pinto nada en las reuniones de tu vida profesional.

Con gesto contrariado me preguntó:

—¿Y pinto yo algo en las tuyas?

—Tampoco.

—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos?

—Dejar de asistir a los compromisos que el otro tiene.

—Las cosas no funcionan así. Ambos tenemos nuestro trabajo, nuestra historia pasada, pero habrá que compartir algo, ¿no te parece?

—¿Una cena social?

—Me gusta que la gente te conozca. Estoy orgulloso de ti.

—¡Ya compartimos otras cosas!

—¿Cuántas, y quién determina si son suficientes o no?

Estaba compungido, pero firme y sereno. De pronto me vi a mí misma como una niña egoísta y caprichosa.

—Marcos, no quiero que te enfades conmigo.

—No lo estoy.

—Sí lo estás, y te aseguro que no lo soportaré. Si te enfadas me matricularé en tibetano para poder largarme a uno de esos putos santuarios donde no se pega ni golpe.

—Petra, eres una maldita guripa grosera y mal hablada.

—Ah, ¿sí, y qué más?

—Tu perfume huele fatal.

Intercambiamos una mirada sonriente y amorosa.

Dos días de insistencia fueron suficientes. Debió tratarse de una tozudez delirante, o bien fue ejercida sobre los centros neurálgicos de la cuestión; fuera como fuese, dos días más tarde el caso del asesinato en el convento había sido transferido desde la policía autonómica a la Policía Nacional y, una vez allí, se nos había asignado a Garzón y a mí. No podía creerlo, cuando el comisario Coronas nos lo comunicó, como si fuera la cosa más natural del mundo, no supe si atribuir el hecho a los siglos de consecuciones de la Iglesia católica o a la singularidad de la madre Guillermina. Supuse que ambas cosas habían sido copartícipes. Lo más curioso fue que no sabía si alegrarme o no de aquel giro imprevisto. Por una parte, la intriga del asunto no había dejado de ocupar un lugar en mi mente. Por otra, nos enfrentábamos a un asesinato que tenía todo el aspecto de ser endemoniadamente complicado. Por si fuera poco, la peculiaridad del caso, con momia robada incluida, atraería a los medios de comunicación y tampoco era desdeñable como incordio la presión que las comunidades cistercienses y corazonianas ejercerían sobre las pesquisas. Garzón había escuchado el encargo de Coronas como si estuviera sonado. Ni siquiera añadió sus preguntas a las mías cuando planteé:

—Pero, comisario, la investigación ya debe haber comenzado.

—Ahora les daré el nombre de los responsables de los Mossos que la llevan. Tienen que pasarles a ustedes toda la información.

—Pues no estarán precisamente contentos.

—No les quedarán más cáscaras. El pacto se ha gestado en las alturas políticas. No subestimen nunca la fuerza del elemento eclesiástico. Eso sirve también para advertirles de que quiero un trabajo bien hecho y, sobre todo, rápido. Con esta coña del traspaso tendremos a todo el mundo pendiente de nosotros, al margen de lo llamativo que el caso pueda ser.

—Oiga, comisario, ¿y Asercio?

—¿Y quién coño es Asercio?

—La momia desaparecida.

—¡Joder, Petra!, no tenía ni idea de que se llamara así. Pues Asercio... ¿qué es lo que quiere saber exactamente?

—Se trata de un robo. ¿Eso también tenemos que investigarlo nosotros?

—A nadie se le ha ocurrido que pueda estar desvinculado del asesinato de fray Cristóbal; de modo que...

—De modo que la momia va en el lote.

—En estas circunstancias no sé si valoro demasiado su sentido del humor, Petra. ¿Por qué no se ponen a trabajar de una maldita vez? Supongo que no tengo ni que mencionarles que los informes diarios deben estar puntualmente registrados en el ordenador. Piensen que el jefe superior se ha interesado en el caso. ¿Me explico?

Se había explicado bastante bien, pero mientras caminábamos por el pasillo, Garzón no daba síntomas de haber entendido ni sus palabras ni ninguna otra comunicación humana. Decidí ejecutar una intervención de urgencia en su cerebro.

—¿Se encuentra usted mal o anda solidarizándose con la momia?

Se paró en seco y me miró con gesto bobalicón.

—¿Por qué me dice eso?

—Le digo eso porque no da usted síntomas de vida inteligente.

—Sí, es verdad. Pero ¿sabe qué me pasa, Petra?, que este caso no lo entiendo. Normalmente cuando iniciamos una investigación me brotan ideas, suposiciones... a veces he de frenarme a mí mismo porque suelo dar demasiadas cosas por sentadas. Pero aquí... estoy más vacío que el desierto de Gobi.

—¡Ah, es eso!; creí que tenía resaca.

—Un poco de resaca también tengo, la verdad.

—Pues ya puede ir desembarazándose de ella o pediré otro colaborador.

—Hay que ver, inspectora, yo estaba convencido de que cuando fuera una mujer de nuevo casada se convertiría en un ser más tolerante y amable. Pero compruebo que su caparazón sigue siendo tan duro como siempre.

—¿Pretende tocarme las pelotas, subinspector? Por cierto, ¿de dónde ha sacado su cara ese moreno tipo glamour total?

—¿Por cierto? ¿Tiene algo que ver lo que estábamos hablando con mi bronceado?

—Bueno, hablando sobre lo que han comportado nuestros matrimonios, debo decirle que antes, después del fin de semana nunca tenía usted un aspecto tan saludable.

—¡Vaya manera de retorcer la conversación para ir a parar donde usted quería! Pues bien, no tengo nada que ocultar, este bronceado se debe a que estuve el domingo iniciándome en el golf con mi esposa en un club elegante de las afueras. ¿Y sabe qué le digo? Que me gustó, y, según me dijeron, no se me da nada mal.

—¡No me lo puedo creer. El deporte burgués por excelencia! ¡Usted, siempre tan proletario y crítico con la vida muelle!

—Me está bien empleado. A estas alturas debería haber aprendido que en cuestión de tocar las pelotas no hay nadie que le gane. Pero vamos a ver, ¿qué prefiere, que sigamos con las bromas o que le abra mi corazón sinceramente?

—No se mosquee, amado colega, usted sabe que puede abrirme su corazón e incluso su bazo.

—Pues en ese caso le confesaré que estoy preocupado.

—¿Por qué?

—Porque me estoy acostumbrando a la buena vida a pasos de gigante. Al principio de mi matrimonio con Beatriz todo lujo me parecía superfluo, pero después de un corto tiempo, cada vez considero más natural acudir a cenar a un restaurante de primera fila, beber siempre buen vino, asistir a la ópera, salir de compras caras... y ahora, para colmo, ¡jugaré al golf!

—No veo el problema.

—¿Y si sobreviniera una ruptura entre Beatriz y yo? Nos adoramos, pero ésa es una contingencia que no hay que descartar en cualquier matrimonio, como usted sabe bien. Lo he pensado con detenimiento y me doy cuenta de cuánto me costaría regresar a mis sencillos hábitos de antes.

—Voy a hacerle una pregunta: ¿se casó con Beatriz por interés económico?

—Usted sabe que no.

—Correcto. Más preguntas. ¿Acaso no trabaja usted tanto como antes?

—¡Por supuesto!, y seguiré haciéndolo hasta que me llegue la jubilación.

—¿Explota usted a alguien, se ha vuelto presumido, desdeña a los que no llevan una vida como la suya?

—Ni mucho menos.

—Pues entonces no sé por qué se preocupa. Disfrute de lo que tiene. La vida le ha hecho un regalo después de muchos años de negarle alegrías. ¿Y qué tipo de persona rechaza un regalo? Yo se lo diré: los amargados, los tacaños que piensan que deberán devolverlo, los traumatizados por la culpabilidad que inculca la religión católica... en una palabra: los
frikis
de alma; no hay más.

—¡Carajo!, con lo fáciles y convincentes que pone las cosas para los demás y luego siempre anda usted comiéndose el coco cuando se trata de sí misma.

—Ésa es la base de los buenos consejeros, amigo mío; por eso la mayoría de los psiquiatras están desequilibrados y casi ningún cura cree en Dios.

—Dice usted cosas inquietantes, jefa.

—Y no ha oído nada aún. Espere a la pregunta que le tengo lista. A saber: ¿qué coño hacemos usted y yo charlando alegremente cuando un asesino corre suelto por Barcelona y el pobre Asercio anda descarriado?

Como no supo darme una respuesta satisfactoria, nos pusimos en marcha acelerada hacia el cuartel general de los Mossos d'Esquadra. Así fue el comienzo oficial de uno de los casos más extraños y complicados de nuestra carrera.

2

El inspector Palafolls era uno de mis compañeros reconvertidos de policía nacional a mosso d'esquadra. Se puso contento cuando nos vio.

—¡A Dios pongo por testigo!, Tenía el pálpito de que erais tú y el amable Garzón quienes me robaban el caso y he aquí la confirmación. ¡Joder, Petra!, para un caso bonito que pescamos... y encima no es la primera vez. ¿Recuerdas que cuando yo estaba en la Nacional una vez ya me birlasteis un caso que...?

—¡Para el carro, Palafolls, que yo soy una mandada! No he movido un dedo para que nos adjudiquen ese jodido caso.

—Y si lo has movido peor para ti, porque este lío del come curas se las trae.

—¿Tenéis algo?

—Ahora te lo pasaré, pero para los comentarios mejor nos vamos al bar de enfrente y nos tomamos un café.

Allá fuimos los tres. Felizmente el hecho de que nos conociéramos aliviaba cualquier resquemor entre cuerpos policiales. Palafolls era un buen hombre y estaba segura de que nos facilitaría el traspaso. Sentados a una mesa empezamos a enterarnos de los prolegómenos imprescindibles para hacernos cargo del trabajo.

—Vamos a ver —comenzó Palafolls dándole un primer tiento a su café—. Para empezar os diré que la instrucción la lleva el juez Juan Manacor: nuevo, joven, con poca experiencia y, según me han contado, uno de los primeros de su promoción. Es decir, primera cagada.

—¿Por qué? —preguntó Garzón casi por inercia.

—Lo sabéis muy bien. Como todo novato brillante es legalista, formalista, teórico y no pasa una. Por ejemplo, le pedimos que decretara el secreto del sumario y dijo que ni hablar, así que ya tenemos a toda la prensa encantada con esta historia tan divertida: que si asuntos de frailes y monjas, que si la momia perdida... un filón. Y eso que aún no han empezado las filtraciones. Por ejemplo, no se ha filtrado lo del papel.

—¿Qué es lo del papel?

—Agarraos bien a la silla para evitar batacazos. Resulta que el muerto llevaba en el pecho un papel escrito con letra gótica que ponía: «Buscadme donde ya no puedo estar».

—¡No jodas!

—Lo que oyes; así que la cosa va con su enigma y todo. Los del laboratorio están investigando el papel. Y el forense el cuerpo de la víctima, pronto habrá resultados de la autopsia.

—¿Sabéis cómo fue?

—Por lo visto el fraile se quedaba trabajando hasta muy tarde. Le dejaban la puerta sin cerrojo para que pudiera salir cuando acabara. Luego la cerraba él. Pero entraron por la puerta de la capilla que accede a la calle. Él o algún otro la abrió. Le arrearon un golpe en el occipucio.

—¿Iban a por él?

—El robo está descartado, por supuesto; no es que hubiera muchas cosas en la iglesia, pero unos cuantos copones o como se llamen sí que se almacenaban en la sacristía, y todo está tal cual. Sólo ha desaparecido el bacalao.

—¡Coño, inspector, un poco de respeto, que era un beato! —exclamó Garzón entre risas.

—Beato y todo era una momia del siglo XV, así que ya me dirás tú si no estaba tieso como un bacalao. Y lo del cartelito... Para mí que esto es obra de un tío loco de atar, Petra, un fanático religioso o algo así.

—También puede ser que el fraile tuviera un enemigo que con todas estas pistas en plan místico histórico nos quiera despistar —apunté.

—Pues se ha tomado muchas molestias el enemigo en cuestión, porque sacar a la momia con los pies por delante...

—Eso es lo que imaginamos, pero bien la pudo trocear, meterla en una bolsa de basura y en paz.

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