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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (35 page)

BOOK: El símbolo perdido
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«He vuelto a nacer.»

Andros se compró una enorme villa en la isla de Syros y empezó a codearse con la
bella gente
del exclusivo pueblo de Posidonia. La comunidad de ese nuevo mundo no sólo era rica, sino también perfecta cultural y físicamente. Sus vecinos se enorgullecían de sus cuerpos y de sus mentes, lo que resultó contagioso. Al poco, el recién llegado empezó a hacer
footing
por la playa, a broncear su pálido cuerpo y a leer libros. Andros leyó la
Odisea,
de Homero, cautivado por las imágenes de poderosos y bronceados hombres que luchaban en esas islas. Al día siguiente empezó a levantar pesas, y le sorprendió comprobar lo rápidamente que crecían sus pectorales y sus brazos. Poco a poco, comenzó a advertir que las mujeres lo miraban, y esa admiración resultaba embriagadora. Sintió el deseo de hacerse todavía más fuerte. Y lo hizo. Con la ayuda de largos ciclos de esteroides mezclados con hormonas de crecimiento compradas en el mercado negro e interminables horas levantando pesas, Andros se transformó en algo que nunca hubiera imaginado que podría llegar a ser: un perfecto espécimen masculino. Aumentó tanto la altura como la musculatura, desarrollando unos pectorales perfectos y unas enormes y poderosas piernas, que él mantenía perfectamente bronceadas.

Para entonces, todo el mundo lo miraba.

Tal y como le habían advertido, el gran consumo de esferoides y hormonas le cambió no sólo el cuerpo, sino también la voz, que se volvió un inquietante susurro, lo que lo hacía todavía más misterioso. Esa suave y enigmática voz, combinada con su nuevo cuerpo, su riqueza y la negativa a hablar de su misterioso pasado, terminaba por conquistar a las mujeres que conocía. Se entregaban a él sin reservas, y él las satisfacía a todas: de las modelos de visita a las islas para una sesión fotográfica, a nubiles universitarias norteamericanas de vacaciones, pasando por las solitarias esposas de sus vecinos, o incluso algún joven ocasional.

«Soy una obra maestra.»

Al pasar de los años, sin embargo, las aventuras sexuales de Andros empezaron a perder emoción. Y lo mismo sucedía con todo lo demás. La suntuosa cocina de la isla perdió su sabor, los libros su interés, e incluso las deslumbrantes puestas de sol que podía ver desde su villa comenzaron a parecerle insulsas. ¿A qué se debía? No había cumplido los treinta y ya se sentía viejo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Había esculpido su cuerpo hasta convertirlo en una obra maestra; se había educado a sí mismo y había nutrido su mente con cultura; vivía en el paraíso, y tenía el amor de todo aquel que deseaba.

Y, sin embargo, por increíble que pareciera, se sentía tan vacío como cuando estaba en la prisión turca.

«¿Qué es lo que me falta?»

Obtuvo la respuesta unos meses después. Andros estaba solo en su villa, cambiando distraídamente de canal en medio de la noche, cuando de repente dio con un programa acerca de los secretos de la francmasonería. No era un documental muy bueno, y ofrecía más preguntas que respuestas, pero Andros no pudo evitar sentirse intrigado por la plétora de teorías conspiratorias que rodeaban la hermandad. El narrador iba describiendo leyenda tras leyenda.

«Los francmasones y el Nuevo Orden Mundial...»

«El Gran Sello masónico de Estados Unidos...»

«La logia masónica P2...»

«El secreto perdido de la francmasonería...»

«La pirámide masónica...»

Andros se incorporó, sobresaltado. «Pirámide». El narrador empezó a contar la historia de una misteriosa pirámide de piedra cuya inscripción encriptada prometía otorgar un saber perdido y un inconmensurable poder. A pesar de su aparente inverosimilitud, la historia trajo a su mente un lejano recuerdo... de una época mucho más oscura. Andros recordó lo que Zachary Solomon había oído de su padre acerca de una misteriosa pirámide.

«¿Es posible?» Andros se esforzó para recordar los detalles.

Cuando el programa terminó, salió al balcón para dejar que el aire fresco le aclarara las ideas. Empezó a recordar más cosas, y a medida que todo iba volviendo a él, tuvo la sensación de que quizá detrás de la leyenda se ocultaba una verdad. Y si ése era el caso, Zachary Solomon —aunque muerto hacía mucho— todavía tenía algo que ofrecerle.

«¿Qué tengo que perder?»

Tan sólo tres semanas después, tras planear cuidadosamente el momento oportuno, Andros se encontraba delante del invernadero de la finca que los Solomon tenían en Potomac. A través del cristal pudo ver a Peter Solomon charlando y riendo con su hermana, Katherine. «No parece que les haya costado demasiado olvidarse de Zachary», pensó.

Antes de ponerse un pasamontañas en la cabeza, Andros tomó un poco de cocaína. Era la primera que probaba desde hacía mucho. Sintió el familiar subidón y la ausencia de miedo. Sacó una pistola, abrió la puerta con una vieja llave y entró.

—Hola, familia Solomon.

Lamentablemente, la noche no fue como Andros había planeado. En vez de obtener la pirámide a por la que había ido, le dispararon una perdigonada y tuvo que huir por el césped cubierto de nieve en dirección al bosque. Para su sorpresa, tras él fue Peter Solomon, en cuya mano pudo vislumbrar además el brillo de una pistola. Andros corrió hacia los árboles y cogió un sendero que seguía el borde de un profundo barranco. Abajo, el ruido de una cascada resonaba en el límpido aire invernal. Pasó por delante de un grupo de robles y dobló un recodo hacia la izquierda. Segundos después, el repentino final del sendero hizo que tuviera que detenerse en seco, escapando por poco de la muerte.

«¡Dios mío!»

A unos pocos metros tenía la pendiente del barranco, bajo la cual se podía ver el río congelado. En la roca que había a un lado del camino, una torpe mano infantil había tallado una inscripción:

Al otro lado del barranco el sendero continuaba. «¡¿Dónde está el puente?! —El efecto de la cocaína se le había pasado—. ¡Estoy atrapado!» Dejándose llevar por el pánico, Andros se volvió para recorrer de vuelta el sendero, pero se encontró de cara con Peter Solomon, que permanecía de pie ante él, sin aliento y con una pistola.

Andros miró el arma y retrocedió un paso. La caída que tenía detrás era de al menos quince metros y daba a un río cubierto de hielo. La neblina de la cascada que los rodeaba le había helado hasta los huesos.

—El puente de Zach se pudrió hace mucho —dijo Solomon, jadeante—. Él era el único que venía hasta aquí. —Solomon mantenía la pistola sorprendentemente firme—. ¿Por qué mató a mi hijo?

—No era nadie —respondió Andros—. Un drogadicto. Le hice un favor.

Solomon se acercó, apuntando la pistola directamente al pecho de Andros.

—Quizá yo debería hacerle a usted el mismo favor —su tono era especialmente virulento—. Mató a mi hijo de una paliza..., ¿cómo puede un hombre hacer algo así?

—Los hombres hacen cosas impensables cuando están al límite.

—¡Asesinó a mi hijo!

—No —respondió Andros, acalorándose—.
Usted
asesinó a su hijo. ¿Qué tipo de hombre deja a su hijo en prisión cuando tiene la opción de sacarlo de ahí? ¡Usted asesinó a su hijo! No yo.

—¡No sabe nada! —exclamó Solomon, con dolor en la voz.

«Está equivocado —pensó Andros—. Lo sé todo.»

Peter Solomon se acercó todavía más, estaba apenas a cinco metros, con la pistola en alto. A Andros le ardía el pecho, y podía notar que estaba sangrando profusamente. La calidez se extendía hasta su estómago. Miró la caída por encima del hombro. Imposible. Se volvió hacia Solomon.

—Sé mucho más de lo que piensa —susurró—. Sé que no es usted el tipo de persona que asesina a sangre fría.

Solomon dio un paso adelante y lo apuntó con el arma.

—Se lo advierto —dijo Andros—, si aprieta ese gatillo, lo atormentaré el resto de su vida.

—Ya lo hace.

Y tras decir eso, Solomon disparó.

Mientras conducía a toda velocidad de vuelta a Kalorama Heights, el que se llamaba a sí mismo Mal'akh reflexionó acerca de los milagrosos acontecimientos que lo salvaron de una muerte segura en lo alto de aquel barranco helado. Lo transformaron para siempre. El disparo apenas resonó un instante, pero sus efectos reverberarían durante décadas. Su cuerpo, antaño bronceado y perfecto, estaba ahora lleno de cicatrices de aquella noche..., cicatrices que ocultaba bajo los símbolos tatuados de su nueva identidad.

«Soy Mal'akh.

»Ése fue siempre mi destino.»

Había atravesado el fuego, había sido reducido a cenizas, para finalmente volver a emerger, transformado una vez más. Esa noche daría el último paso de su largo y magnífico viaje.

Capítulo 58

El explosivo
Key 4
había sido desarrollado por las fuerzas especiales para abrir puertas cerradas con el mínimo daño colateral. Consistente básicamente en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil, se trataba en realidad de un pedazo de C-4 comprimido hasta formar láminas del grosor de un papel para poder así insertarlo en las jambas de una puerta. En el caso de las de la sala de lectura de la biblioteca, el explosivo había funcionado a la perfección.

El agente Turner Simkins, jefe de la operación, pasó por entre los escombros de las puertas y examinó la enorme sala octogonal en busca de algún movimiento. Nada.

—Apaga las luces —dijo Simkins.

Un segundo agente encontró el panel de interruptores y sumió la sala en la oscuridad. Al mismo tiempo, los cuatro hombres se pusieron sus cascos de visión nocturna y se ajustaron los visores a los ojos. Permanecieron inmóviles, inspeccionando la sala de lectura, que ahora veían en luminiscentes formas verdes.

La escena siguió siendo la misma.

Nadie se movió en la oscuridad.

Seguramente los fugitivos iban desarmados, y sin embargo el equipo había entrado en la sala con sus fusiles en alto. En la oscuridad, sus armas de fuego proyectaban cuatro amenazadores haces de luz láser. Los hombres los apuntaban en todas direcciones, buscando en la negrura: el suelo, lo más alto de las paredes, los balcones. A menudo, la mera visión de un arma con punto de mira láser en la oscuridad era suficiente para provocar una rendición inmediata.

«Al parecer, esta noche no.»

El agente Simkins levantó la mano y les hizo un gesto a sus hombres. Silenciosamente, éstos se dispersaron. Mientras avanzaba con cautela por el pasillo central, Simkins se llevó la mano al visor y activó la última adición al arsenal de la CIA. Hacía años que existían los visores termales, pero recientes avances en miniaturización, sensibilidad diferencial e integración dual habían facilitado la aparición de una nueva generación de equipos que proporcionaban a los agentes una visión que rayaba lo sobrehumano.

«Podemos ver en la oscuridad. Podemos ver a través de las paredes. Y ahora... podemos ver además el pasado.»

Los equipos de visualización termal se habían vuelto tan sensibles a los cambios térmicos que no sólo podían detectar la ubicación actual de una persona, sino también sus ubicaciones anteriores. Con frecuencia, la capacidad de ver el pasado había demostrado ser la más valiosa de todas. Y esa noche, una vez más, estaba demostrando su valía. El agente Simkins examinó las señales térmicas que había en una de las mesas de lectura. Las dos sillas de madera aparecían en su visor con un color rojizo-purpúreo, lo que le indicaba que esas sillas estaban más calientes que las otras de la sala. La lámpara de la mesa emitía un color naranja. Estaba claro que los dos hombres habían estado sentados a esa mesa, pero la pregunta ahora era saber qué dirección habían tomado.

Encontró la respuesta en el mostrador central que rodeaba la gran consola de madera del centro de la sala. En ella podía ver el brillo de una fantasmal huella carmesí.

Con el arma en alto, Simkins se dirigió hacia el armario octogonal, apuntando su punto de mira láser a su superficie. Lo rodeó hasta que vio una abertura a un lado. «¿De verdad se han encerrado dentro de un armario?» El agente examinó el reborde que había alrededor de la abertura y vio otra huella brillante. Alguien se había cogido a la jamba mientras se metía en la consola.

El silencio había terminado.

—¡Señal térmica! —exclamó Simkins, apuntando hacia la abertura—. ¡Convergencia de flancos!

Sus dos flancos se acercaron por lados opuestos, rodeando la consola octogonal.

Simkins se acercó a la abertura. A tres metros de distancia pudo ver que dentro había una fuente de luz.

—¡Hay luz en la consola! —gritó, esperando que el sonido de su voz convenciera al señor Bellamy y al señor Langdon de que salieran del armario con los brazos en alto.

No pasó nada.

«Está bien, lo haremos del otro modo.»

Al acercarse a la abertura, oyó un inesperado zumbido que provenía de su interior. Parecía una maquinaria. Se detuvo, intentando imaginar qué podía hacer un ruido semejante dentro de un espacio tan pequeño. Se acercó más y pudo oír unas voces por encima del ruido de la maquinaria. Entonces, justo cuando llegó a la abertura, las luces del interior desaparecieron.

«Gracias —pensó, ajustándose el casco de visión nocturna—. La ventaja es nuestra.»

Ya en el umbral, Simkins miró por la abertura. Lo que vio dentro no se lo esperaba. La consola no era tanto un armario como el techo elevado de una empinada escalera que descendía a una habitación inferior. El agente apuntó su arma hacia la escalera y empezó a bajarla. El zumbido de la maquinaria se iba haciendo más fuerte a cada peldaño que descendía.

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