En la reunión del día 28 de diciembre, después de consumir un turno explicando al gobernador el plan de involucrar a un banco español en la forma que quedó anteriormente descrita, lo cierto es que me di cuenta de que el problema era yo. Y así lo formulé sin reservas. Y también sin reservas recibí la respuesta de que ese era exactamente el problema. Fue el subgobernador quien lo dijo con toda claridad.
Yo comprendo —les expuse— que mi posición es complicada porque soy el primer accionista individual de Banesto y con mis características va a ser difícil que cualquier banco español quiera adoptar una posición en Banesto sin que previamente yo haya vendido mis acciones. Miguel Martín fue terminante y claro: «Eso es exactamente así —dijo sin ningún tipo de reserva—. Precisamente por ello —añadió—, de lo que se trata es de que vendas tus acciones».
No quiero entretener al lector en detalles que pueden ser más o menos interesantes pero que resultan irrelevantes a los efectos del propósito que me he marcado a mí mismo con este libro. Lo que sí me parece importante es que en esos momentos se estuviera hablando de la venta de mis acciones sugiriendo, además, el comprador. Ante todo por una cosa: porque en el seno del Banco de España, por sus dos máximos representantes, se estaba proponiendo una transacción que, de haberse efectuado, podría haber supuesto claramente la utilización de información privilegiada, porque solamente el gobernador, el subgobernador y yo conocíamos en aquellos momentos —teóricamente, al menos— que era posible una intervención de Banesto y, consiguientemente, el vender unas acciones en esas circunstancias hubiera sido grave. La verdad es que ni siquiera se me había pasado por la cabeza tal posibilidad. Quiero pensar que no es eso a lo que se refería el presidente del Gobierno cuando esa misma mañana me insistía en que me pusiera de acuerdo con el gobernador.
Yo no podía vender mis acciones. Primero, como expliqué a los dos máximos responsables del Banco de España, porque tenía un contrato con J. P. Morgan que me imposibilitaba vender sin previo acuerdo con ellos, dado que había asumido el compromiso de mantenerme al frente de la gestión de Banesto mientras ellos permanecieran en el capital del banco. No solo se trataba de un compromiso jurídico, sino que, además, era un compromiso moral. Por otro lado, los representantes de J. P. Morgan, como anuncié al Banco de España, estaban ese día viajando hacia Madrid y, por tanto, con solo esperar unas horas, podría discutir con ellos ese asunto.
Pero había otro factor: yo había pedido a los accionistas de Banesto y al mercado que acudieran a la ampliación de capital. Por tanto, no tenía presentación en el terreno moral que yo vendiera ahora mis acciones sin que todos los accionistas dispusieran de la misma oportunidad. Así se lo dije claramente al Banco de España. Solo aceptaría como hipótesis hablar de esa posibilidad si se planteaba una opa por otro banco español de forma que todos los accionistas de Banesto estuviéramos en la misma posición para poder adoptar las decisiones que nos parecieran más convenientes para nuestro patrimonio.
Tengo que reconocer que los representantes del Banco de España no insistieron más a la vista de mi razonamiento: se cambió de actitud y se pasó a hablar de que yo pidiera expresamente al Banco de España la intervención de Banesto. Para ser más exacto, primero se me dijo que por qué no delegaba los derechos políticos de mis acciones en el Fondo de Garantía de Depósitos. Ante mi respuesta negativa a una petición tan indudablemente extravagante, se me sugirió que fuera yo mismo quien por escrito pidiera al Banco de España mi relevo al frente de Banesto, lo cual me pareció igual de insólito que las demás proposiciones que estaba escuchando aquella mañana.
Era la segunda vez en mi vida en que un asunto de Banesto me situaba en la encrucijada de vender o no mis acciones. La primera ocasión surgió con motivo de la opa del Banco de Bilbao. En un momento en el que la situación se complicaba diariamente, recibí la oferta de vender mi paquete. Ello tenía un valor emblemático, puesto que si yo vendía mis acciones, las posibilidades de defensa de Banesto se verían ciertamente mermadas y, consiguientemente, era previsible que se hubiera acabado por aceptar la opa del Banco de Bilbao de una u otra manera. Por tanto, a la vista de la magnitud económica y política del asunto, el lector puede fácilmente comprender que el problema fundamental no era el precio. Estoy seguro de que si hubiera entrado en la negociación hubiera sido magnífico. Y es lógico: piense el lector que, en aquellos momentos, estaba en juego el apoyo político del Gobierno a la opa presentada por el Banco de Bilbao. Un fracaso de la misma tendría consecuencias políticas, afectaría a la imagen del propio Banco de Bilbao, podría producir ceses y dimisiones de sus máximos órganos gestores... Era un clima fantástico para negociar unas acciones que se habían convertido en la llave de una solución ordenada para todos esos aspectos. Pero no vendí. Creía en el proyecto y eso era todo. Además, hubiera defraudado la confianza de quienes me habían encomendado la relación Banesto-Bilbao en aquellos momentos.
La segunda ocasión se me planteaba ese mismo día 28 de diciembre. Ante un asunto de la enorme trascendencia que tiene una intervención, parece lógico pensar que la venta de mis acciones volvía a tener un valor emblemático y, por consiguiente, cualquier coste económico hubiera sido aceptable, porque mi salida en esas condiciones hubiera favorecido extraordinariamente las cosas. Piense el lector que, independientemente de otras consideraciones, se hubiera buscado destruir un mito. Imaginemos que yo lo fuera y que se trataba de eliminarlo. La venta facilitaba extraordinariamente esta labor. Imaginemos un titular de prensa al día siguiente de más o menos el siguiente tenor: «Mario Conde vende sus acciones y pide al Banco de España que nombre un nuevo presidente de Banesto». No solo la intervención no habría tenido costes políticos sino que los «efectos secundarios» se habrían conseguido de modo automático.
Por eso era lógico que se me planteara esta posibilidad. Pero tampoco vendí. Por razones jurídicas y morales y, sobre todo, por mí mismo. Porque no podía hacerlo. Es curioso que el director general de la Inspección del Banco de España dijera, días después de la intervención, a uno de los antiguos administradores de Banesto, que esa decisión mía de no vender la había adoptado «pensando en mi futuro». Es posible que tenga razón, pero no fue eso lo que motivó mi negativa, sino algo tan simple como la pura conciencia de que eso no se podía hacer. Es cierto que existen mentes a quienes este tipo de razonamiento les resulta ininteligible. No fue una decisión tomada pensando en mi futuro, sino exactamente al contrario: pensando en mi pasado.
Soy consciente cuando escribo estas páginas de que el señor subgobernador ha negado ante el Parlamento que se me ofreciera comprar mis acciones. Yo solo puedo añadir que es cierto. En la reunión del día 22 de diciembre Roberto Mendoza y Violy Harper escucharon cómo me proponía «soluciones para mi dinero». El mismo día de la intervención, Alfredo Sáenz, nombrado presidente interventor de Banesto, le manifestaba al anterior consejero delegado su extrañeza por el hecho de que yo no hubiera aceptado vender, en términos elogiosos, por supuesto. El director general de la Inspección, señor Pérez, le decía también al consejero delegado Enrique Lasarte que mi decisión de no vender había sido tomada pensando en mi futuro. El propio Miguel Martín, en alguna o quizá en todas las conversaciones que ha mantenido con el señor Lasarte, le ha reconocido expresamente que el día 28 él tenía la solución preparada para la venta de mis acciones. Emilio Ybarra reconoció a Enrique Lasarte que en los días previos a la intervención el Banco de España le propuso la conveniencia de comprarme mis acciones. ¿Por qué Martín dice otra cosa? No lo sé.
El día 28, cuando comuniqué a los miembros de la Comisión Ejecutiva la situación creada en torno al Banco de España, cada uno de nosotros intentó, por su cuenta, averiguar lo que estaba pasando. Uno de los miembros habló con una persona altamente caracterizada de la estructura directiva del Partido Popular, con quien mantiene un tipo de relación tan especial que garantiza la veracidad. Tal persona no estaba enterada del asunto, por lo que efectuó sus propias averiguaciones. Al cabo de un rato, el consejero de Banesto obtuvo la respuesta: «Según Aznar, si Mario Conde acepta vender sus acciones al BBV, no pasa nada». Claro que, aunque hubiera vendido, muchas cosas hubieran ocurrido. Pero creo que se trata de un dato de gran importancia para el lector.
¿Por qué el empeño en que yo vendiera? Una primera explicación parece obvia: porque de esta manera se evitaba cualquier actuación futura que yo pudiera llevar a cabo ante el acto de intervención, como explicaba anteriormente, además de que mi propia posición personal ante la opinión pública y los accionistas de Banesto habría sufrido un daño irreparable.
Pero, en el fondo, creo que hay algo más. El Sistema siempre trata de operar con «legitimidad formal». Crea las condiciones necesarias para que opere la fuerza, pero si puede evitarla lo hace refugiándose en una legitimidad formal. El Banco de España ha cambiado muchas veces a los presidentes de los grandes bancos españoles. De hecho, el señor Ybarra, presidente del BBV, fue nombrado como consecuencia de una resolución directa de Mariano Rubio. Claudio Boada y José María Amusátegui entran en banca, a nivel de presidente y vicepresidente, como consecuencia de una decisión de Mariano Rubio, quien previamente había sustituido a Luis Usera por Alejandro Albert y posteriormente a este último por Claudio Boada. Hay una constante en todos estos casos: ninguno de los nombrados o sustituidos era accionista significativo del banco en cuestión. Yo sí, y esto introducía un factor diferencial muy importante, puesto que la resolución debía afectar al derecho de propiedad privada.
En aquellos momentos Banesto era el único banco en que el Consejo de Administración tenía una parte muy significativa del capital social. Nosotros prácticamente llegábamos al 20 por ciento después de la ampliación. Era, por consiguiente, digámoslo así, un banco de propietarios. Por ello la decisión era algo más compleja para el Banco de España y si yo vendía, aparte del valor emblemático de la salida de un presidente tan caracterizado como yo, se evitaba, en una parte sustancial, tener que afectar al derecho de propiedad. Se disponía de una legitimidad formal que el Banco de España parecía buscar afanosamente. Recuerdo —y obviamente lejos de mí pretender ningún tipo de comparación— que Napoleón había situado a su hermano José en el trono de España y sus ejércitos dominaban la península Ibérica. Parecía innecesario algo más. Sin embargo, el propio Napoleón negoció personalmente casi hasta la extenuación, e incluso —según dicen algunos historiadores— con amenazas de muerte, la cesión de los derechos de Carlos IV en favor de Fernando VII y de este último en favor de la nueva dinastía napoleónica que, de esta manera, sustituiría a la borbónica que había regido España desde el advenimiento de Felipe V. Napoleón tenía la fuerza, pero quería sobre todo la legitimidad formal.
Es muy posible que el razonamiento de algunas personas de la estructura del Banco de España y del Sistema fuera del siguiente tenor: en el mismo momento en que el presidente de Banesto compruebe de forma directa que tenemos decidido intervenir, procederá a aceptar el ofrecimiento de venta de las acciones y con ello la parte más problemática del asunto se habrá solucionado. No tengo constancia de que eso fuera así, pero, a la vista de lo sucedido, me parece altamente probable.
¿Qué hubiera ocurrido si yo hubiera vendido? En cuanto a Banesto, me lo explicó muy bien Miguel Martín: al vender solicitaba al Banco de España mi relevo al frente de Banesto, y el Banco de España —me dijo el señor Martín— procedería a nombrar a otra persona como presidente («un banquero», dijo literalmente), quien introduciría los cambios en el equipo de gestión y en el Consejo que estimara oportunos, de acuerdo con el Banco de España. El Banco de España conseguía un objetivo: no tendría que «justificar» la intervención puesto que la venta de mis acciones y mi solicitud de sustitución eran un argumento definitivo. Podía, en consecuencia, intervenir sin asumir costes políticos, puesto que mi actitud se los habría evitado de raíz.
Por otro lado, mi posición hubiera resultado inexplicable para el Consejo de Administración de Banesto, para los accionistas y para la opinión pública en general. El estereotipo sería el de un individuo que ante una situación problemática, después de haber comprometido a su Consejo y accionistas en la ampliación de capital, decide vender sus acciones por motivos puramente egoístas y abandonar a todo el mundo a la suerte del Banco de España, que se presentaría como una especie de «salvador» frente a la irresponsabilidad de un sujeto para quien lo único importante era coger el dinero e irse. La argumentación hubiera sido difícilmente rebatible, pero, en todo caso, no fue eso lo que pensé: sencillamente, no podía hacerlo y eso era lo único importante.
No es del todo correcto razonar diciendo que eso demuestra que el único problema era Mario Conde. Es verdad que contribuye a aclarar que el principal problema era Mario Conde, pero no el único, puesto que el proceso habría continuado de forma sustancialmente similar, aunque, eso sí, la figura de Mario Conde asumiría toda la responsabilidad de lo sucedido. Eso es exactamente lo que se ha pretendido desde los medios de comunicación social del Sistema, pero si hubieran dispuesto de ese dato, de ese hecho, hubieran tenido que consumir muchos menos esfuerzos en tratar de presentar el asunto a la opinión pública como un problema de estricta responsabilidad de una persona concreta.
No pensé en mi futuro, como decía el director general de la Inspección, sino más bien en mi pasado, en mi forma de actuar, en lo que había sido una constante en mis relaciones con el Banco de España. Si querían intervenir Banesto, yo no podía evitarlo. Lo que sí podía hacer es que ese acto, cuyas consecuencias seguirán vivas mucho tiempo, fuera asumido como lo que era: una respuesta política del Sistema. Por ello tuvo tanta razón Miguel Martín cuando le dijo al anterior consejero delegado de Banesto que lo que habían hecho era una «expropiación de poder». En tal expropiación, la «justa causa» es el interés y la utilidad del Sistema.
El presidente del Gobierno no había aceptado mi propuesta de una reunión con J. P. Morgan, Banco de España y yo para analizar las consecuencias políticas y económicas de las distintas alternativas. El Banco de España tampoco quiso conceder a J. P. Morgan la oportunidad que este por escrito le solicitaba. Yo no había aceptado la venta de mis acciones. Sin embargo, a pesar de todo, parece que mis argumentaciones debieron de producir algún efecto puesto que lo cierto es que me fue concedido un plazo de tres días para que, a la vista de lo expuesto, pudiera hablar con J. P. Morgan con el propósito de analizar la situación e iniciar conversaciones con los bancos españoles, eso sí, una vez que el Banco de España, de forma clara y terminante, hubo excluido de esas hipotéticas conversaciones al Banco Central Hispano y al Banco Popular, dejándolo concretado en el Banco de Santander y el BBV, aunque Miguel Martín esclareció que este último era su verdadero candidato, lo cual, por cierto, no era necesario, puesto que yo lo tenía claro cuando hablamos de la venta de mis acciones.