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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (17 page)

BOOK: El sol de Breda
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Pusiera allí a los tudescos

y dijérales: «El dique

que veis se derribe luego,

o moriremos ahogados»,

que yo aseguro que ellos,

por no beber agua, vayan

a derribarlo al momento.

También fue por esos días cuando el capitán Alatriste recibió orden de presentarse en la tienda de campaña del maestre de campo don Pedro de la Daga. Acudió allí avanzada la tarde, cuando el sol descendía hacia el llano horizonte y enrojecía la ribera de los diques donde se recortaban, lejanas, las siluetas de los molinos y las arboledas que se extendían junto a los pantanos del noroeste. Para la ocasión, Alatriste adecentó sus ropas en lo posible: el coleto de piel de búfalo disimulaba los remiendos de la camisa, sus armas estaban aún más pulidas que de costumbre y los correajes recién engrasados con sebo. Entró en la tienda descubierto, el ajado sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada, y se tuvo allí quieto y erguido sin abrir la boca hasta que don Pedro de la Daga, que departía con otros oficiales entre los que se hallaba el capitán Bragado, resolvió concederle su atención.

—Así que es éste —dijo el maestre de campo.

No mostró Alatriste inquietud ni curiosidad por la extraña convocatoria, aunque sus ojos atentos no pasaron por alto la sonrisa discreta, tranquilizadora, que Bragado le dirigía a espaldas del coronel del tercio. Había cuatro militares más en la tienda, y a todos los conocía de vista: don Hernán Torralba, capitán de otra de las banderas, el sargento mayor Idiáquez y dos caballeros jóvenes de los llamados guzmanes o entretenidos del maestre, afectos a su plana mayor, aristócratas o hidalgos de buena sangre que servían sin paga en los tercios por amor a la gloria, o —lo que era más corriente— por hacerse una reputación antes de volver a España a disfrutar de prebendas que les vendrían dadas por influencias, amistades o familia. Bebían, en copas de cristal, vino procedente de unas botellas que estaban sobre la mesa, junto a libros y mapas. Alatriste no había visto una copa de cristal desde el saqueo de Oudkerk. Reunión de pastores y vino de por medio, se dijo, oveja muerta.

—¿Gusta de un poco, señor soldado?

Jiñalasoga mostraba una mueca que se pretendía amable cuando indicó, con gesto desenvuelto de la mano, botellas y copas.

—Es vino dulce de Pedro Ximénez —añadió—. Acaba de llegarnos de Málaga.

Tragó saliva Alatriste, procurando no se le notara. Al mediodía, sus camaradas y él habían tenido pan con aceite de nabos y un poco de agua sucia como único yantar en las trincheras. Justo por eso, suspiró, cada cual debía seguir siendo cada cual. Tan conveniente era tener a distancia a los superiores, como ellos, a su conveniencia, tenían a los inferiores.

—Con la licencia de usía —dijo tras meditarlo un poco—, beberé en otro momento.

Se había cuadrado ligeramente al hablar, procurando hacerlo con el respeto debido. Aun así el maestre enarcó una ceja y después de uninstante volvióle la espalda, desentendiéndose de él como si estuviera muy ocupado con los mapas de la mesa. Los entretenidos miraban a Alatriste de arriba abajo, con curiosidad. En cuanto a Carmelo Bragado, que se hallaba en segundo término junto al capitán Torralba, había acentuado un poco la sonrisa, mas ésta desapareció cuando el sargento mayor Idiáquez tomó la palabra. Ramiro Idiáquez era un veterano de mostacho gris y pelo blanco, que llevaba muy rapado. Su nariz tenía una cicatriz que parecía dividirla en la punta, recuerdo del asalto y saco de Calais al filo del siglo viejo, en tiempos de nuestro buen rey, el segundo Felipe.

—Hay un desafío —dijo con la brusquedad que usaba para dar órdenes y para todo lo demás—. Mañana por la mañana. Cinco contra cinco, en la puerta de Bolduque.

En esos años, tales lances iban de oficio. No satisfechos con los vulgares flujos y reflujos de la guerra, a veces los contendientes la llevaban al terreno personal, con bravuconerias y rodomontadas en las que se cifraba el honor de las naciones y las banderas. Incluso en tiempos del gran emperador Carlos, y para regocijo de la Europa entera, éste había desafiado a su enemigo Francisco I a combate singular; aunque el francés, tras mucho darle vueltas, declinó el ofrecimiento. De cualquier modo, la Historia terminó cobrándole gentil factura al gabacho, cuando en Pavía vio sus tropas deshechas, la flor de su nobleza aniquilada, y a él mismo en tierra, con la espada de Juan de Urbieta, vecino de Hernani, apoyada en su real gaznate.

Sobrevino un breve silencio. Alatriste permanecía impasible, en espera de que se dijese algo más. Y al cabo vino a decirlo uno de los entretenidos.

—Ayer salieron a pregonarlo, muy pagados de sí, dos caballeros holandeses de Breda… Por lo visto, uno de nuestros arcabuceros les mató a alguien conocido en las trincheras de la plaza. Pedían una hora en campo abierto, cinco contra cinco, a dos pistolas y espada. Por supuesto, se les recogió el guante.

—Por supuesto —repitió el segundo entretenido.

—Los del tercio italiano de Látaro piden estar en la ocasión; pero se ha decidido que todos los nuestros sean españoles.

—Cosa natural —apostilló el otro.

Mirólos muy despacioso Alatriste. El primero que había hablado debía de frisar los treinta años, vestía con ropas que delataban su calidad, y el tahalí de la toledana era de buen tafilete pasado de oro. Por alguna razón, pese a la guerra, se las arreglaba para llevar muy rizado el bigote. Era displicente y altanero. El otro, más ancho y más bajo, era también más joven, vestido un poco a la italiana con jubón corto de terciopelo acuchillado de raso y una rica valona de Bruselas. Ambos llevaban borlas doradas en la banda roja y botas de buen cuero con espuelas, muy distintas a las que Alatriste calzaba en ese momento, con los pies envueltos en trapos para que no le asomaran los dedos. Imaginó a aquellos dos gozando de la intimidad del maestre de campo, que a su vez afianzaría a través de ellos sus influencias en Bruselas y Madrid; riéndose unos a otros las gracias y los vuesamerced como perros de la misma traílla. Por lo demás, sólo conocía de oídas el nombre del primero, un burgalés llamado don Carlos del Arco, hijo de un marqués o hijo de algo. Lo había visto reñir un par de veces, y era opinado de valiente.

—Don Luis de Bobadilla y yo sumamos dos —prosiguió éste—. Y nos faltan tres hombres de hígados, a fin de andar parejos.

—En realidad sólo falta uno —corrigió el sargento mayor Idiáquez—. Para acompañar a estos caballeros he pensado ya en Pedro Martín, un bravo de la bandera del capitán Gómez Coloma. Y probablemente el cuarto será Eguiluz, de la gente de don Hernán Torralba.

—Buen cartel para darle una mala comida al Nassau —concluyó el entretenido.

Alatriste digería todo aquello en silencio. Conocía a Martín y a Eguiluz, ambos soldados viejos y muy de fiar a la hora de menear las manos con holandeses o con quien les pusieran delante. Ni uno ni otro harían mal tercio en la fiesta.

—Vos seréis el quinto —dijo don Carlos del Arco.

Inmóvil como estaba, con el sombrero en una mano y la otra en la empuñadura de su espada, Alatriste frunció el ceño. No le placía el tono con que aquel caballerete daba por sentada su concurrencia, en particular porque se trataba de un entretenido y no exactamente de un oficial; y tampoco le gustaban las borlas doradas de su banda roja, ni el aire petulante de quien tiene buena provisión de felipes de oro en el bolsillo y un padre marqués en Burgos. Tampoco le gustaba que su jefe natural, que era el capitán Bragado, estuviese allí sin decir esta boca es mía. Bragado era buen militar y sabía compaginar eso con la fina diplomacia, lo que resultaba conveniente para su carrera; pero a Diego Alatriste y Tenorio no le cuadraba recibir órdenes de pisaverdes arrogantes, por muy arriscados que se mostraran de hechos o de palabras, y por mucho que se bebieran en copas de cristal el vino de su maestre de campo. Eso hizo que la respuesta afirmativa que estaba a punto de dar se le demorase en la boca. Y el titubeo fue mal interpretado por Del Arco.

—Naturalmente —dijo éste, con un soplo de desdén— si veis la cuestión demasiado expuesta…

Dejó las palabras en el aire y miró alrededor, mientras su compañero esbozaba una sonrisa. Ignorando las ojeadas de advertencia que lanzaba desde atrás el capitán Bragado, Alatriste llevó la mano del pomo de la espada al mostacho, atusándoselo con mucha flema. Era un modo como otro cualquiera de contener la cólera que le subía del estómago al pecho, haciéndole batir despacio, muy acompasada, la sangre en la cabeza. Fijó sus ojos helados en un entretenido, y luego en el otro durante un tiempo larguísimo; tanto que el maestre de campo, que había permanecido todo el rato de espaldas cual si nada de aquello le concerniera, giróse a observarlo. Pero Alatriste ya estaba vuelto hacia Carmelo Bragado.

—Entiendo que se trata de una orden vuestra, mi capitán.

Bragado se llevó despacio la mano a la nuca, frotándosela sin responder, y luego miró al sargento mayor Idiáquez, que fulminaba a los dos entretenidos con ojos furiosos. Pero entonces tomó la palabra el propio don Pedro de la Daga:

—En cuestiones de honor no hay órdenes —dijo con grosero despecho—. Allá cada cual con su reputación y su vergüenza.

Palideció Alatriste al oír aquello, y su mano derecha volvió a bajar despacio hasta el puño de la toledana. La mirada que le dirigía Bragado rozó la súplica: asomar aunque fuere una pulgada de hoja significaba la horca. Pero él pensaba en algo más que una pulgada. De hecho, en ese momento calculaba con mucha frialdad de cuánto tiempo dispondría si le daba una cuchillada al maestre de campo y luego se revolvía rápido contra los entretenidos. Quizá tuviera tiempo de llevarse a uno de ellos por delante, con preferencia al tal Carlos del Arco, antes de que Idiáquez y Bragado lo mataran a él como a un perro.

El sargento mayor carraspeó, visiblemente molesto. Era el único que, por su grado y privilegios en el tercio, podía contradecir a Jiñalasoga. También conocía a Diego Alatriste desde que,veintitantos años atrás, en Amiens, siendo el uno muchacho y el otro mozo al que apenas espesaba el bigote, salieron juntos del revellín de Montrecurt con la compañía del capitán don Diego de Villalobos, y durante cuatro horas enclavaron la artillería enemiga y pasaron a cuchillo hasta al último de los ochocientos franceses que guarnecían las trincheras, a cambio de las vidas de setenta camaradas. Lo que no era mal balance de cuenta, pardiez, once por barba y me llevo treinta de barato, si no fallaba la aritmética.

—Con todo el respeto debido a usía —apuntó Idiáquez—, debo decir que Diego Alatriste es soldado viejo. Todos saben que su reputación es intachable. Estoy seguro de que…

El maestre lo interrumpió con un gesto desabrido.

—Las reputaciones intachables no son vitalicias.

—Diego Alatriste es un buen soldado —aventuró desde atrás el capitán Bragado, que se avergonzaba de su propio silencio.

Don Pedro de la Daga lo acalló con otro gesto brusco.

—Cualquier buen soldado, y en mi tercio los hay a espuertas, daria un brazo por estar mañana en la puerta de Bolduque.

Diego Alatriste miró directamente a los ojos del maestre de campo. A poco su voz sonó lenta y fría, en un tono muy bajo, tan seca como la cuchillada que le bailaba en la punta de los dedos.

—Yo uso mis dos brazos para cumplir con lo que debo al rey, que es quien me paga… cuando me paga —hizo una pausa infinitamente larga—… En cuanto a mi honor y mi reputación, puede estarse usía muy desembarazado. Que de eso cuido yo, sin necesitar que nadie me ofrezca lances ni me dé lecciones.

El maestre de campo lo miraba como si pretendiera recordarlo el resto de su vida. Saltaba a la vista que repasaba de cabeza cuanto venía de oír, letra por letra, a la búsqueda de una palabra, un tono, un matiz que le permitiera cebar una soga en el árbol más próximo. Eso era tan obvio que, como al descuido, Alatriste llevó la mano, disimulándola con el sombrero, hacia la cadera izquierda, cerca del mango de su daga. Al primer indicio, pensaba con resignada flema, le meto la daga por la gola, echo mano a la herreruza y que Dios o el diablo provean.

—Que este hombre vuelva a las trincheras —dijo por fin jiñalasoga.

Sin duda, el recuerdo del reciente motín templaba la natural afición del maestre a servirse del esparto. Bragado e Idiáquez, a quienes no había pasado inadvertido el ademán de Diego Alatriste, parecieron relajarse con no poco alivio. Procurando que nada traicionase el alivio que también él sentia, Alatriste saludó con una respetuosa inclinación de cabeza, dio media vuelta y salió de la tienda, al aire libre, deteniéndose junto a las alabardas de los centinelas tudescos que podían estar en ese momento llevándolo muy lindamente camino de la horca. Quedóse allí un rato inmóvil, observando agradeciendo el sol que ya tocaba el horizonte tras los diques, y al que ahora tenía la seguridad de ver alzarse de nuevo al día siguiente. Luego se puso el sombrero y echó a andar hacia los parapetos que conducían al revellín del Cementerio.

Aquella noche el capitán Alatriste permaneció despierto hasta el alba, acostado bajo su capote y mirando las estrellas. No eran el desfavor del maestre de campo ni el miedo a la deshonra lo que lo mantenía en vela mientras sus camaradas roncaban alrededor; se le daba un ardite la versión que corriese por el tercio, pues Idiáquez y Bragado lo conocían bien e iban a referir el episodio cual era debido. Además, como le había dicho a don Pedro de la Daga, él contaba con medios propios para hacerse respetar, tanto entre sus iguales como entre quienes no lo eran.Lo que le negaba el sueño era otra cosa. Y a ese particular, se halló deseando que al menos uno de los entretenidos sobreviviera al día siguiente en la puerta de Bolduque. Con preferencia, el tal Carlos del Arco. Porque luego, se dijo sin apartar los ojos del firmamento, el tiempo pasa, la vida da muchas vueltas, y nunca sabe uno con qué viejos conocidos puede tropezarse en un callejón adecuado, tranquilo y oscuro, sin vecinos que asomen al oír ruido de espadas.

Al día siguiente, con los nuestros mirando desde sus trincheras y el enemigo desde las suyas y lo alto de las murallas, cinco hombres se adelantaron desde las líneas del rey nuestro señor, yendo al encuentro de otros cinco que salían por la puerta de Bolduque. Eran éstos, según rumor que corrió por el campo, tres holandeses, un escocés y un francés. En cuanto a los nuestros, el capitán Bragado había elegido como quinto de la partida al sotalférez Minaya, un soriano de treinta y pocos años, muy cabal y de fiar, con buenas piernas y mejor mano. Acudían unos y otros con dos pistolas al cinto y espada, sin daga; y decíase que los de enfrente dejaban esta última fuera del lance porque de todos era sabido el mucho peligro que en distancias cortas teníamos con esa arma blanca los españoles.

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