El sol sangriento (15 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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—Esperaremos otros veinte si es necesario. Pero, como ahora el catalizador está trabajando, no creo que falte tanto tiempo. Esperemos y veamos.

La pantalla quedó en blanco. Al cabo de un rato, el Legado oprimió otro botón y apareció un código de acceso especial marcado KERWIN.

Parecía satisfecho.

7. REGRESO AL HOGAR

Kerwin, encandilado, permaneció parpadeando bajo la luz y la calidez del espacioso vestíbulo. Volvió a enjugarse la nieve del rostro. Por un momento, todo lo que pudo oír fue el viento que soplaba y la nieve que caía afuera, que golpeaban contra la puerta. Luego, una cristalina cascada de risa quebró el silencio.

—Elorie ha ganado —dijo una voz de mujer, ligera, infantil, que a él le resultó de alguna manera familiar—. Yo os lo advertí.

Justo ante él, se abrió una gruesa cortina de terciopelo y apareció una muchacha: una esbelta mujer joven con pelo rojo, que llevaba un vestido verde de cuello alto y tenía una preciosa cara de duende. Detrás de ella, otros dos hombres aparecieron por el cortinaje. Kerwin se preguntó si no sería un sueño… o una pesadilla. Pues eran los tres pelirrojos del Sky Harbor Hotel: la mujer bonita era Taniquel, y detrás de ella estaban el felino y arrogante Auster y el corpulento y cortés hombre que se había presentado como Kennard. Fue éste quien habló:

—¿Tenías alguna duda, Tani?

—¡El
terrano
! —dijo Auster y se quedó inmóvil y enfurruñado.

Con suavidad, Kennard apartó a Taniquel de su camino y se acercó a Kerwin, quien se hallaba perplejo y se preguntaba si debía disculparse por su irrupción. Kennard se detuvo a uno o dos pasos de Kerwin y le saludó:

—Bienvenido al hogar, muchacho.

Auster murmuró algo sarcástico, plegando los labios en una sonrisa irónica.

Kerwin dijo, meneando la cabeza:

—No comprendo nada de todo esto.

—Dime —le replicó Kennard—, ¿cómo encontraste este lugar?

Kerwin, demasiado desconcertado como para decir algo que no fuera la verdad, respondió:

—No lo sé. Tan sólo vine. Por una corazonada, me imagino.

—No —corrigió Kennard con gravedad—, fue una prueba, y tú la pasaste.

—¿Una
prueba
?

De repente, Kerwin sintió tanto furia como aprensión. Desde que había llegado a Darkover, alguien lo había estado empujando, y ahora, cuando había hecho lo que creía era un movimiento independiente para liberarse, descubría que lo habían conducido hasta aquí.

—Supongo que debería estar agradecido. ¡Pero en este momento lo único que quiero es una explicación! ¿Una prueba? ¿Para qué? ¿Quiénes
son
los tres? ¿Qué quieren de mí? ¿Todavía me siguen confundiendo con otra persona? ¿Quién se supone que soy?

—No quién —dijo Taniquel—, sino qué.

Y Kennard al mismo tiempo:

—No. Todo el tiempo supimos
quién
eras. Lo que teníamos que averiguar…

Ambos se interrumpieron, se miraron y rompieron a reír. Después la muchacha agregó:

—Díselo tú, Ken. Es
tu
pariente.

Kerwin alzó bruscamente la cabeza y los miró con fijeza.

—Si es por eso —aclaró Kennard— todos somos parientes tuyos; yo supe quién eras, o al menos lo supuse, desde el principio. Y si no lo hubiera sabido, tu matriz me lo habría revelado, porque la he visto y trabajado con ella antes. Pero teníamos que probarte, para ver si habías heredado el
laran
, si eras de verdad uno de nosotros.

Kerwin frunció el ceño y dijo:

—¿Qué quieres decir? Soy un terrano.

Kennard negó con la cabeza y agregó:

—No tiene nada que ver. Entre nosotros, los hijos adoptan el rango y los privilegios del progenitor de casta superior. Y tu madre fue una mujer del Comyn, mi hermana adoptiva, Cleindori Aillard.

Se produjo un súbito silencio, mientras Kerwin escuchaba la palabra
Comyn
, que resonaba una y otra vez en la habitación.

—Recuerda —concluyó Kennard—, que te confundimos con uno de los nuestros aquella noche en el Sky Harbor Hotel. No estábamos tan equivocados como creímos… ni tan equivocados como tú nos dijiste que estábamos.

Auster volvió a interrumpir diciendo algo ininteligible. Era raro con cuánta claridad comprendía a Kennard y Taniquel, aunque apenas si captaba alguna palabra de lo que decía Auster.

—¿Tu hermana adoptiva? —preguntó Kerwin—. ¿Quién eres tú?

—Kennard-Gwynn Lanart-Alton, Heredero de Armida —respondió el hombre mayor. Tu madre y yo fuimos criados juntos; también somos parientes consanguíneos, aunque la relación es… complicada. Cuando Cleindori… murió…, alguien se te llevó, clandestinamente y por la noche. Tratamos de rastrear a su hijo, pero había en esa época un… —Una vez más vaciló—. No pretendo ser misterioso, te lo garantizo; sólo que no puedo imaginar de qué manera explicártelo sin endilgarte un largo relato de la historia de las complicaciones políticas de los últimos cuarenta y pico de años de los Dominios. Había… problemas, y, cuando nos enteramos de dónde estabas, decidimos dejarte allí por un tiempo; al menos allí estabas a salvo. Para el momento en que podíamos reclamarte, ya te habían enviado a Terra. Todo lo que podíamos hacer era esperar. La noche del hotel, me sentí razonablemente seguro de quién eras. Después, tu matriz apareció en una de las pantallas monitoras…

—¿Qué?

—No puedo explicártelo en este momento. Al igual que no puedo explicar la estupidez de Auster cuando te encontró en el bar, salvo diciéndote que había estado bebiendo. Por supuesto, tú tampoco te mostraste precisamente cooperativo. —Una vez más Auster explotó en un barboteo ininteligible. Kennard le ordenó silencio con un gesto—. Ahorra saliva, Auster, no entiendo ni una palabra de lo que dices. De todos modos, pasaste la primera prueba; tienes
laran
rudimentario. Y, por ser quien eres y por… algunas otras cosas, vamos a averiguar si tienes suficiente
laran
como para sernos de utilidad. Entiendo que quieres permanecer en Darkover; nosotros te ofrecemos una oportunidad de hacerlo.

Bien, había seguido su corazonada. Si ésta le había sacado del fuego para meterlo en las llamas, sólo podía agradecérselo a sí mismo.

Bien, aquí estoy
, pensó.
El único problema es… ¡que ni siquiera tengo la más mínima idea de dónde es «aquí»!

—¿Qué es este lugar? ¿Es… —preguntó repitiendo la palabra que había escuchado pronunciar a Kennard-Armida?

Kennard meneó la cabeza, riéndose.

—Armida es la Gran Casa del Dominio Alton —dijo—. Está en las Kilghard Hills, a más de un día de marcha de aquí. Ésta es la casa de la ciudad que pertenece a mi familia. Lo más lógico hubiera sido llevarte al Castillo Comyn, pero algunos del Comyn no quisieron tener nada que ver con este… —vaciló— este experimento mientras no supieran, en algún sentido, qué iba a pasar. Era mejor que no permitiéramos que demasiadas personas se enteraran de lo que estaba ocurriendo.

Kerwin observó los ricos tapices que había a su alrededor, las paredes recubiertas con paneles con cortinas. El lugar le resultaba bastante familiar, familiar y extraño, como salido de sus sueños lejanos y casi olvidados. Kennard respondió a la inquietud que él no había llegado a enunciar:

—Es posible que hayas estado aquí una o dos veces. Cuando eras muy pequeño. Aunque dudo que puedas recordarlo. De todas maneras… —echó una mirada a Taniquel y a Auster— debemos irnos tan pronto como nos sea posible. Quiero salir de la ciudad rápidamente. Elorie nos espera. —De pronto su rostro cobró una expresión sombría—. Ni que decir tiene que hay… algunas personas… que no verán todo esto con buenos ojos, y queremos presentarles un hecho consumado. —Sus ojos parecieron atravesar a Kerwin cuando agregó—: Ya te atacaron una vez, ¿verdad?

Kerwin no desperdició tiempo preguntándose cómo lo sabría Kennard.

—Sí.

—Al principio —dijo Kennard aún más sombrío—, pensé que Auster estaba detrás de eso. Pero me juró que no. Yo había esperado… que esos viejos odios, supersticiones, temores… se hubieran aquietado en una generación. —Suspiró y se dirigió a Taniquel—: Iré a dar las buenas noches a los niños. Luego podremos partir.

Una aeronave pequeña, sacudida por los vientos y corrientes traicioneras de la atmósfera por encima de las cumbres, voló a través del alba que enrojecía. Habían dejado atrás la tormenta, pero el accidentado terreno que se veía abajo, a una distancia que producía vértigo, estaba suavizado por varias capas de niebla.

Kerwin estaba incómodamente sentado con las piernas dobladas, observando cómo Auster manipulaba los controles invisibles. De ser por él, no habría elegido compartir con Auster la pequeña cabina delantera del piloto, pero apenas había espacio para Kennard y Taniquel en la pequeña cabina trasera y tampoco le habían consultado respecto a sus preferencias. Todavía estaba un poco confundido por la rapidez con que se habían producido los acontecimientos; casi de inmediato le habían llevado con mucha prisa hasta una pequeña pista de aterrizaje privada en el otro extremo de la ciudad y lo habían embarcado en este avión. Al menos, pensó con picardía, ahora sabía más que el Legado terrano, que no podía comprender qué utilidad daban los darkovanos a las aeronaves.

Kerwin todavía no tenía ni idea de qué querían de él, pero no estaba asustado. No eran exactamente amistosos, pero de alguna manera… lo habían
aceptado
, un poco a la manera de sus abuelos: por nada que tuviera que ver con su carácter o su personalidad, ni porque les agradara —a Auster era claro que
no le gustaba
—, pero lo habían aceptado, como familia. Sí, eso era: como familia. Ni siquiera cuando Kennard lo había interrumpido con brusquedad, diciéndole «¡Más tarde, más tarde!», había resultado ofensivo.

La nave no tenía ningún instrumento visible, salvo unos pequeños diales calibradores. Auster había graduado uno de ellos en cuanto abordaron, disculpándose secamente por la incomodidad: una desagradable vibración que a Kerwin le producía dolor en los dientes y en los oídos. Era necesario, explicó Auster con pocas palabras y enfurruñado, compensar la presencia de un telépata no entrenado dentro de la nave.

Desde ese momento, Auster apenas se había inclinado de tanto en tanto, abandonando su postura de rodillas, para mover una mano lánguidamente, como si señalara algún tablero invisible. O, pensó Kerwin, como si estuviera espantando moscas. Kerwin le había preguntado, una sola vez, qué era lo que impulsaba la nave.

—Cristal matriz —dijo Auster escuetamente.

Eso hizo que Kerwin plegara los labios en un silbido inaudible. Ni por asomo había imaginado que el poder de esos cristales sensibles al pensamiento fuera tan enorme. No era solamente poder
psi
. De eso estaba seguro. Por lo que Ragan le había dicho y por lo poco que había visto, Kerwin supuso que la tecnología de matrices era una de esas ciencias que los terranos agrupaban bajo el nombre general de
ciencias no-causales:
cirílica, electromentría, psicoquinética. Sabía muy poco de ellas. Con frecuencia se las encontraba en mundos no-humanos.

A pesar de la fascinación que experimentaba, se sentía llana e inequívocamente asustado. Sin embargo…, nunca había pensado en sí mismo como terrano, salvo por el accidente de su nacimiento. Darkover era el único hogar que había conocido, y ahora sabía con certeza que pertenecía a él, que de alguna manera estaba emparentado con la nobleza más alta, con el Comyn.

El Comyn. Sabía muy poco de ellos; tan sólo lo que sabía cualquier terrano destinado a Cottman Cuatro, que no era mucho. Eran una casta hereditaria que prefería tener que ver lo menos posible con los terranos, aunque había arrendado el espaciopuerto y los edificios de las Ciudades Comerciales. No eran reyes, autócratas, sacerdotes ni siquiera el gobierno: sabía más qué
no
eran que qué eran. Pero había tenido algún indicio de la fanática reverencia con que se trataba a esos nobles pelirrojos.

Con cautela, intentó estirar un poco sus piernas entumecidas sin golpear nada.

—¿Falta mucho para llegar a esa ciudad? —preguntó a Auster.

Auster no se dignó mirarlo. Era muy delgado, había en sus hombros y en el gesto de su boca arrogante una sugerencia felina, pero resultaba familiar también, en algún sentido que Kerwin no podía precisar. Bien, todos estaban emparentados; Kennard había dicho que todos eran parientes. Tal vez Auster se parecía a Kennard.

—Aquí no hablamos cahuenga —dijo Auster secamente—. No puedo entenderte, ni tú a mí, con el apaciguador telepático conectado. —Hizo un pequeño gesto en dirección al calibrador.

—¿Qué tiene de malo el cahuenga? Tú lo hablas a la perfección… Te escuché hacerlo.

—Somos capaces de aprender cualquier lengua humana conocida —reconoció Auster, con esa inconsciente arrogancia que tanto irritaba a Kerwin—, pero los conceptos de nuestro mundo sólo son expresables en la articulación de nuestra propia simbología semántica; y yo no tengo ganas de conversar en cocodrilo de temas triviales con un mestizo.

Kerwin tuvo que reprimir el impulso de golpearlo. Estaba absolutamente harto de sus despectivas alusiones a los hombres-lagarto y más todavía de que Auster lo agrediera cada vez que abría la boca. Nunca había conocido a un hombre más fácil de odiar que Auster; si es que era su pariente, decidió que las relaciones consanguíneas no significaban tanto como se suponía. Empezó a preguntarse cuán cercano sería el parentesco entre ambos. Esperaba que no demasiado.

El sol rozaba apenas el borde de las montañas, cuando Auster se movió un poco, con su rostro satírico levemente relajado, y señaló entre dos cumbres gemelas.

—Allí es —dijo—. Las llanuras de Arilinn, la ciudad y la torre de Arilinn.

Kerwin movió sus hombros entumecidos, mirando hacia abajo para ver la ciudad de sus ancestros. Desde la altura se veía como cualquier otra ciudad: un diseño de luces, edificios, espacios libres. La pequeña nave empezó a descender como respuesta a uno de esos gestos de las manos de Auster. Kerwin perdió el equilibrio, hizo una contorsión desesperada para recuperarlo e, involuntariamente, cayó contra él.

No estaba preparado en absoluto para la reacción de Auster. El hombre olvidó el manejo de la nave y se echó hacia atrás, describiendo al mismo tiempo un gran arco con el brazo, mientras su codo sobresalía para alejar a Kerwin con un golpe muy duro. Su antebrazo golpeó con fuerza a Kerwin en la boca. El aeroplano se agitó y giró. Detrás de ellos, en la cabina, Taniquel gritó. Auster, recuperándose, hizo algunos rápidos movimientos de control.

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