El sol sangriento (16 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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El primer impulso de Kerwin, romperle a Auster los dientes de un golpe, murió antes de empezar. Permaneció en su sitio gracias a un esfuerzo de su voluntad, apretando los puños para mantener el control.

—Conduce la condenada nave, tú —dijo en cahuenga—. Si te mueres por pelear, espera hasta que aterricemos, y con gusto te complaceré.

La cabeza de Kennard apareció en el estrecho hueco que separaba la cabina de control de la trasera y habló algo, inquisitivo y preocupado, en un idioma que Kerwin no entendía.

—¡Entonces —ladró Auster— haz que deje quietas sus zarpas de cocodrilo, maldita sea!

Kerwin abrió la boca —había sido el movimiento brusco de Auster el que lo había arrojado contra él—, pero enseguida volvió a cerrarla. ¡No había hecho nada de lo que debiera disculparse! Kennard dijo en tono conciliatorio:

—Kerwin, tal vez no sabías que cualquier movimiento brusco puede alterar el curso de la aeronave, cuando se la opera por medio de control de matriz. —Le miró pensativamente y luego se encogió de hombros—. De todas maneras, aterrizaremos en un minuto.

La pequeña nave descendió con suavidad en un pequeño campo de aterrizaje en el que titilaban unas pocas luces. Auster abrió una puerta y un darkovano moreno, con chaqueta y pantalones de cuero, colocó una escalera.

—Bienvenidos,
vai dom'yn
—saludó, extendiendo una mano en un gesto cortés vagamente semejante a un saludo.

Auster descendió por la escalera, indicando a Kerwin que le siguiera; repitieron el saludo para él. Kennard también bajó, buscando cada peldaño con pies torpes. Kerwin no había advertido hasta qué punto era inválido aquel hombre mayor; uno de los asistentes, con deferencia, se acercó a ayudar a Kennard, quien aceptó su brazo con gracia. Sólo un leve endurecimiento del mentón demostró a Kerwin lo que Kennard pensaba en realidad de la aceptación de la ayuda que le había ofrecido el otro. Taniquel descendió, con aspecto somnoliento e irritado; le dijo algo a Auster con el ceño fruncido, y ambos permanecieron hablando en voz baja. Kerwin se preguntó si estarían casados o serían amantes: mostraban esa clase de cómoda intimidad que él asociaba solamente con parejas establecidas. Entonces la joven levantó la vista y le miró, meneando la cabeza.

—Tienes sangre en la boca. ¿Ya habéis estado peleando Auster y tú?

Había en su voz cierta malicia y burla; inclinó la cabeza hacia un lado, mirando primero a uno y luego a otro. Auster se puso rojo.

—Un accidente y un malentendido —dijo Kennard con suavidad.


Terrano
—masculló Auster.

—¿Cómo podrías esperar que fuera otra cosa? ¿Y quién tiene la culpa de que no conozca nada de nuestras leyes? —preguntó Kennard. Luego señaló con el dedo, atrayendo la mirada de Kerwin con ese gesto—. Allí está: la Torre de Arilinn.

Se erguía recta, compacta, aunque, si se la miraba por segunda vez, parecía increíblemente alta, hecha de una piedra parda y opaca. La visión pareció producir de nuevo en Kerwin un sentimiento oculto de
déjà vu
, al contemplar esa Torre que se elevaba contra el cielo.

—¿Yo… estuve aquí antes, señor? —inquirió con voz trémula.

Kennard meneó la cabeza.

—No, no lo creo —dijo—. Tal vez la matriz… No lo sé. ¿Te resulta familiar? —Apoyó brevemente la mano sobre el hombro de Kerwin. Un gesto que sorprendió al joven, que ya conocía el tabú que parecía rodear a cualquier contacto azaroso entre estas personas. Kennard retiró la mano con presteza y agregó—: No es la más antigua, ni siquiera la más poderosa de las Torres del Comyn. Pero durante más de cien generaciones nuestras Celadoras han manejado la Torre de Arilinn en una exclusiva sucesión de sangre Comyn.

—¡Y con la centésima primera generación —intervino Auster desde detrás de ellos— traemos aquí al hijo de un terrano y de una
leronis
renegada!

Taniquel se volvió contra él, enfurecida:

—¿Pretendes desafiar la palabra de Elorie de Arilinn?

Con furia, Kerwin giró hacia Auster. Ya lo había soportado bastante… ¡Ahora se atrevía a ofenderle con sus padres!
El hijo de un terrano y de una
leronis
renegada…

—Auster, basta ya —reprendió Kennard con voz profunda y áspera—. Lo dije antes de que viniéramos y ahora lo diré por última vez. Este hombre no es responsable por sus padres ni por sus supuestos pecados. ¡Y te recuerdo que Cleindori fue
mi
hermana de crianza y
mi
Celadora! ¡Si vuelves a hablar de ella en ese tono, no tendrás que responder de ello ante su hijo, sino ante

!

Auster bajó la cabeza y masculló algo, que sonó como una disculpa. Taniquel se acercó a Kerwin y le indicó:

—¡Vayamos adentro, no podemos quedarnos en la pista todo el día!

Kerwin sintió sobre él algunos ojos curiosos mientras atravesaba la pista.

El aire era húmedo y frío, por lo que se le ocurrió que sería agradable estar bajo techo, donde calentarse y descansar, y que le gustaría mucho tomar un baño y un poco de alimento… ¡Demonios, el desayuno! De todas maneras, había pasado despierto toda la noche.

—Todo a su tiempo —dijo Kennard. Kerwin pegó un salto, advirtiendo que tendría que acostumbrarse a ese truco de Kennard de leerle el pensamiento—. Me temo que primero tendrás que conocer a los otros; naturalmente, estamos ansiosos por saberlo todo de ti, sobre todo aquéllos que todavía no han tenido oportunidad de conocerte en persona.

Kerwin se enjugó la sangre que todavía le manaba del labio. Deseó que le permitieran asearse antes de presentarlo a más desconocidos. Todavía no había aprendido que los telépatas rara vez prestaban atención al aspecto exterior de un hombre. Caminó a través de un patio con paredes de ladrillos, un edificio que parecía una barraca, y a través de un largo corredor cerrado por una puerta de madera. Un olor familiar le dijo que los caballos se hallaban cerca, en el establo. Sólo cuando se acercaron a la Torre advirtió la manera en que el limpio diseño de su arquitectura se veía arruinado por el apiñamiento de edificios bajos a sus pies. Cruzaron dos patios más y finalmente llegaron a una arcada tallada en la que centelleaba una leve niebla, como un arco iris.

Allí Kennard se detuvo un momento y dijo a Kerwin:

—Ningún ser humano, salvo los que tienen pura sangre Comyn, ha cruzado jamás este Velo.

Kerwin se encogió de hombros. Sintió que debería impresionarse, o algo así, pero no le quedaba mucha energía para sorprenderse. Estaba cansado y hambriento, no había dormido nada durante cuarenta y ocho horas y le ponía nervioso advertir que todos ellos, incluso Auster, le observaban para ver qué decía o hacía en esa situación.

—¿Qué es esto, una prueba? —preguntó irritado—. Acabo de quedarme sin conejos que sacar del sombrero y, de todas maneras, yo no soy el que escribe el guión. ¿Iremos por aquí?

Ellos permanecieron inmóviles. Él se preparó y pasó a través del trémulo arco iris.

Sintió algo así como una leve descarga eléctrica, como miles de agujas y alfileres, como si todo el cuerpo se le hubiera dormido como un pie, y, cuando miró atrás, no pudo ver a los otros, convertidos en vaguísimas sombras. De repente, empezó a temblar… ¿Habría sido todo esto la elaborada preparación de alguna clase de trampa?

Permaneció solo en un diminuto cubículo sin ventanas, un cul-de-sac, en el que solamente el arco iris arrojaba una luz levísima.

Entonces, Taniquel traspuso el resplandor del arco iris, y Auster y Kennard la siguieron. Kerwin exhaló un necio suspiro de alivio… Si hubieran querido hacerle daño, ¡no hubieran necesitado traerlo tan lejos!

Taniquel hizo gestos con los dedos, semejantes a los que había hecho Auster para controlar la aeronave, y el cubículo salió disparado hacia arriba de manera tan súbita que Kerwin se tambaleó y casi volvió a caer. El cuartito se estremeció y se detuvo. Salieron a través de otra arcada abierta a un cuarto iluminado que daba, a su vez, a una amplia terraza.

La habitación era enorme, con altura suficiente como para que hubiera eco, y, sin embargo, daba impresión de calidez e intimidad. El suelo era de viejos mosaicos muy desgastados por el uso, como si muchos pies hubieran caminado sobre ellos. En el otro extremo del cuarto había encendido un fuego que olía a humo fragante y a incienso; algo peludo y oscuro y no humano se veía agachado allí, haciéndole algo al fuego con un fuelle largo y de forma extraña. Cuando Kerwin entró, aquello posó sobre él sus grandes ojos verdes, sin pupilas, lanzándole una inteligente mirada inquisitiva.

A la derecha del fuego había una pesada mesa tallada de una madera reluciente, unos pocos sillones dispersos y una gran tarima o diván cubierto con pilas de cojines. Hermosos tapices pendían sobre los muros. Una mujer de edad mediana se incorporó de una de las sillas y se acercó a ellos. Se detuvo a un paso de distancia de Kerwin, observándole con inteligentes y fríos ojos grises.

—El bárbaro —dijo—. Bien, eso parece, con sangre en el rostro. Una pelea más, Auster, y tal vez regreses a la Casa de Penitencia de Nevarsin por una larga temporada. —Y agregó, reflexionando—: En invierno.

Tenía una voz ronca y áspera; había amplias cantidades de gris esparcidos en su pelo, que había sido alguna vez rojizo dorado. Tenía un cuerpo grueso y compacto debajo de las múltiples capas de faldas y chales que llevaba, pero era demasiado dura para parecer gorda. Su rostro estaba colmado de humor e inteligencia, con arrugas alrededor de los ojos.

—Bien, ¿qué nombre te dieron los terranos?

Kerwin le dijo su nombre, y ella lo repitió, arrugando ligeramente el labio superior.

—Jeff Kerwin. Supongo que era de esperar. Mi nombre es Mesyr Aillard, y soy tu prima lejana. No creas que ese parentesco me enorgullece. No es así.

Entre telépatas, las corteses mentiras sociales serían inútiles. No juzgues sus modales con parámetros terranos.

Kerwin pensó que, a pesar de su rudeza, había algo en esta vigorosa dama mayor que le agradaba.

—Tal vez algún día logre que cambies de idea, Madre —replicó cortésmente.

Usó la palabra darkovana que no significaba precisamente
madre
, ni tampoco
madre adoptiva
, sino que era un término general que se aplicaba a cualquier pariente mujer de la generación de una madre.

—Oh, puedes llamarme Mesyr —le espetó ella—. ¡No soy
tan
vieja! ¡Y cierra la boca, Auster, que podrías tragarte una
banshee
! No tiene la menor idea de que ha sido ofensivo; no conoce nuestras costumbres… ¿Cómo podría conocerlas?

—Si he sido ofensivo cuando sólo pretendía ser cortés… —empezó a decir Kerwin.

—Por lo demás puedes llamarme
Madre
si lo deseas —dijo Mesyr—. Ya no me ocupo de las pantallas; al menos no desde que Corus, mi cachorro, se hizo suficientemente mayor como para trabajar en ellas. Hasta ese punto observo el tabú. Mi hijo, Corus… ¿Cómo te llamas…,
Jefferson…?
—Tuvo cierta dificultad para pronunciar el nombre—. ¿Jeff?

Un joven adolescente, de miembros largos, se acercó y dio la mano a Kerwin, como si fuera un gesto formal de desafío. Esbozó una sonrisa traviesa, que de algún modo a Kerwin le hizo recordar a Taniquel, y dijo:

—Corus Ridenow. ¿Has estado fuera del planeta, en el espacio?

—Cuatro veces. En otros tres planetas, incluyendo Terra.

—Suena interesante —replicó Corus, casi anhelante—. Yo nunca he estado más allá de Nevarsin.

Mesyr puso mala cara a Corus.

—Éste es Rannirl. Nuestro técnico.

Rannirl tenía más o menos la misma edad de Kerwin y era un hombre alto y delgado, de aspecto competente, con una sombra de barba roja y grandes manos encallecidas y musculosas. No ofreció a Kerwin la mano sino que hizo una reverencia formal y dijo:

—De modo que te encontraron. No lo esperaba, ni tampoco esperaba que pudieras trasponer el Velo. Kennard, te debo cuatro botellas de vino de Ravnet.

—Las beberemos juntos en las próximas vacaciones… —respondió Kennard, con sonrisa cordial—, todos nosotros. Según creo, también le hiciste una apuesta a Elorie, ¿verdad? Tu pasión por el juego será tu ruina algún día, amigo mío. ¿Y dónde está Elorie? Al menos debería estar aquí para reclamar el halcón que lanzó.

—Bajará dentro de unos minutos —terció una mujer alta que, según decidió Kerwin, debería de tener la edad de Mesyr—. Soy Neryssa.

También era pelirroja; había reflejos rojos en su pelo castaño cobrizo, y era alta y angulosa y nada bella. Cruzó con Jeff una mirada rápida y directa. No parecía amistosa, pero tampoco resultaba hostil.

—¿Trabajarás como monitor aquí? A mí no me gusta trabajar fuera del círculo; es una manera de perder el tiempo.

—Todavía no lo hemos probado, Rissa —dijo Kennard, pero la mujer mayor se encogió de hombros.

—Tiene el pelo rojo y pasó a través del Velo sin sufrir daño. Eso es suficiente para mí: es Comyn. Aunque supongo que tendremos que averiguar qué
donas
posee. Quiera Cassilda que él sea Alton o Ardais; necesitamos ese poder. Tenemos un exceso de dones Ridenow…

—Eso me ofende —repuso Taniquel con alegría—. ¿Vas a quedarte ahí, permitiéndole que diga eso, Corus?

El adolescente se rió y dijo:

—En esta época no podemos permitirnos tantas susceptibilidades. Se trata de eso, ¿verdad? No encontramos suficientes personas para trabajar en Arilinn. Si tiene los talentos de Cleindori, será espléndido, pero no olvidemos que también tiene sangre Ridenow.

—Por un tiempo no sabremos si servirá como monitor, mecánico o incluso técnico —replicó Kennard—. Eso le corresponderá decidirlo a Elorie. Aquí llega precisamente.

Todos se volvieron hacia la puerta. Kerwin advirtió muy pronto que el silencio que invadió el cuarto había sido imaginación suya, pues Mesyr, Rannirl y Neryssa todavía estaban hablando; sólo en su mente un silencio rodeó a la muchacha cuya figura se recortaba en el vano de la puerta. En ese instante, cuando los ojos de ella se cruzaron con los suyos, Kerwin reconoció el rostro que había visto en el cristal matriz.

Era pequeña y de contextura delicada. Kerwin advirtió que era muy joven, tal vez incluso más que Taniquel. Su cabello color cobre, dorado como el amanecer, caía lacio y pálido alrededor de sus mejillas bronceadas por el sol. Llevaba puesto un vestido normal de color carmesí, sostenido en los hombros con broches de metal pesado; tanto el vestido como los broches parecían demasiado pesados para su delgadez, como si los hombros delicados se vieran agobiados por la carga: era una niña sobrecargada por el atavío de una princesa o de una sacerdotisa. Caminaba como una niña de piernas muy largas y tenía el labio inferior enfurruñado, como una criatura; sus ojos, sombreados por largas pestañas, eran grises y soñadores.

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