El sol sangriento (47 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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—Tú, lleva a todos los bebés y los pequeños a la habitación más segura, atranca las puertas y no las abras mientras no escuches mi voz o la de Janella. —La mujer no se movió, sino que siguió sollozando. Kindra le dijo con aspereza—: ¡Muévete! ¡No te quedes ahí como el conejo congelado en la nieve! ¡Maldición,
muévete
, o te dejaré sin sentido de un golpe!

Hizo un gesto amenazante y la mujer se sobresaltó; luego empezó a conducir a los niños escaleras arriba; alzó a uno de los más pequeños y dio prisa a los otros para que subieran con cuidado y sin armar jaleo.

Kindra estudió al resto de las mujeres. Janella era imposible. Era gorda y no tenía coraje. Miraba a Kindra con resentimiento, furiosa de que la hubieran dejado a cargo de la defensa. Lo que es más, temblaba, al borde de un pánico que infectaría a todas; pero, si tuviera algo que hacer, tal vez se calmara.

—Janella, ve a la cocina y prepara un ponche de vino caliente —le ordenó—. Los hombres lo necesitarán cuando regresen y seguramente se lo merecerán. Después busca algunas vendas de lino, por si hay algún herido. No te preocupes, no llegarán aquí mientras estemos. Y llévate a ésa —añadió, señalando a la idiota Lilla, que se aferraba aterrada a la falda de Janella, con los ojos enormes por el terror y gimiendo—. Nos estorbará aquí.

Cuando Janella se hubo ido, gruñendo, con la tonta siguiéndole los talones, Kindra miró a las fuertes jóvenes que habían quedado.

—Vamos, todas a los establos. Apilemos fardos de heno alrededor de los caballos, para que no puedan sacar los caballos ni provocar una estampida. No, deja la lámpara ahí. Si Cara Cortada y sus hombres entran, incendiaremos un par de fardos, eso asustará a los caballos que pueden incluso matar a uno o dos bandidos a coces. Aunque sea así, las mujeres podrán escapar mientras ellos juntan los caballos; al contrario de lo que seguramente os han dicho, los bandidos se fijan primero en los caballos y en los botines; las mujeres no son el primer punto de interés de su lista. Y ninguna de vosotras tenéis joyas o hermosas prendas que puedan despertar su codicia.

Kindra sabía que cualquier hombre que intentara ponerle la mano encima, intentando violarla, tendría rápidos motivos para lamentarlo; incluso si la superaban en número, había aprendido maneras de sobrevivir a la experiencia indemne. Pero estas mujeres no habían recibido ese entrenamiento. No era justo acusarlas por sus miedos.

Podría enseñarles. Pero las leyes de nuestra Carta me lo prohíben, y he jurado cumplir esas leyes, leyes que no fueron hechas por nuestras madres del Gremio, ¡sino por hombres que temen lo que podamos decirles a sus mujeres!

Bien, tal vez encuentren motivo de orgullo en poder defender su casa de los invasores.

Kindra fue a emplear su propia fuerza en la tarea de apilar los pesados fardos alrededor de los caballos; las mujeres trabajaban, olvidando su temor gracias al duro esfuerzo. Hubo una que gruñó, de manera suficientemente audible como para que Kindra escuchara:

—¡Todo esto está bien para
ella
! ¡Fue entrenada como guerrera y está acostumbrada a esta clase de trabajo! ¡Yo no!

Como no era momento para discutir la ética de la Casa del Gremio, Kindra sólo preguntó con suavidad:

—¿Estás orgullosa de que no te hayan enseñado a defenderte por ti misma, niña?

Pero la muchacha no respondió y siguió intentando alzar su pesado fardo de heno.

A Kindra no le resultó difícil seguir su pensamiento: de no haber sido por Brydar, cada hombre de la aldea podría haberse encargado de proteger a sus propias mujeres.

Kindra pensó, con absoluto disgusto, que ésa era la clase de idea que había incendiado aldeas, año tras año, porque ningún hombre debía lealtad a otro ni quería proteger ninguna casa que no fuera la suya. Había sido necesaria la amenaza de Cara Cortada para que estos aldeanos se organizaran como para contratar los servicios de unos mercenarios, ¡y ahora sus mujeres refunfuñaban porque sus hombres no podían quedarse, cada uno en su propia puerta, protegiendo a su mujer y su propiedad!

Una vez que los caballos estuvieron detrás de la barricada, las mujeres se apiñaron nerviosamente en el patio. Hasta Janella salió a mirar desde la puerta de la cocina. Kindra fue hasta la puerta atrancada, con el cuchillo listo en la vaina. Las otras muchachas y mujeres permanecieron bajo el alero de la cocina. Sólo una joven, la misma que había ayudado a Kindra a cerrar la puerta, se agachó, se recogió con decisión la falda alrededor de las rodillas y, después, fue a buscar un hacha grande y se quedó con ella en la mano, ocupando un lugar ante la puerta, junto a Kindra.

—¡Annelys! —llamó Janella—. ¡Regresa aquí! ¡Conmigo!

La muchacha lanzó una mirada de desprecio a su madre y dijo:

—Si los bandidos escalan este muro, no me pondrán las manos encima, ni tampoco a mi hermanita, sin tener que enfrentarse al frío acero. No es una espada, pero creo que incluso en manos de una muchacha este acero podría hacerlos cambiar rápidamente de idea. —Miró a Kindra de manera desafiante y agregó—: ¡Estoy avergonzada de todas, por dejar que una mujer sola nos proteja! ¡Hasta un conejo astado protege a su cría!

Kindra le dedicó una amable sonrisa de compañerismo.

—Si tienes la mitad de habilidad que coraje con esa cosa, hermanita, prefiero tenerte a ti a mi lado antes que a cualquier hombre. Sostén el hacha con las manos juntas, si llega el momento de usarla, y no intentes ninguna fantasía; simplemente tírale un buen golpe a las piernas, como si estuvieras talando un árbol. El asunto es que él no lo esperará, ¿te das cuenta?

La noche transcurrió lentamente. Las mujeres se acurrucaron entre los fardos de heno, escuchando con aprensión y soltando ocasionales sollozos al escuchar el entrechocar de las espadas, gritos y exclamaciones. Sólo Annelys permaneció seria junto a Kindra, aferrando su hacha.

—No es necesario que la aferres tanto —le dijo ésta, sentándose sobre un fardo—; sólo conseguirás cansarte antes de un posible ataque. Apóyala contra el fardo, para que puedas blandirla con rapidez si se presenta la ocasión.

—¿Cómo sabes tan bien lo que hay que hacer? —le preguntó Annelys en voz baja—. ¿Son así todas las Amazonas Libres? Tú las llamas de otra manera, ¿verdad? ¿Cómo aprenden las mujeres del Gremio? ¿Son todas guerreras y mercenarias?

—No, ni siquiera hay muchas que lo sean —respondió Kindra—. Solamente ocurre que no tengo otros talentos; no sé hilar ni bordar muy bien, y mi habilidad para la jardinería sólo sirve en verano. Mi madrina de juramento es partera, que es nuestra profesión más respetada; hasta aquellos que desprecian a las Renunciantes confiesan que con frecuencia podemos salvar a los bebés con los que fracasan las curanderas de las aldeas. Ella hubiera querido enseñarme su oficio, pero yo tampoco tenía talento para eso. Y no es que me guste ver sangre…

De pronto, miró su largo cuchillo, recordando sus muchas batallas, y se rió; y Annelys se rió con ella, un sonido extraño que contrastaba con los asustados gemidos de las otras mujeres.


¿Tú
tienes miedo de ver sangre?

—Es diferente —dijo Kindra—. No puedo tolerar el sufrimiento cuando no puedo hacer nada para aliviarlo. Si un bebé nace con facilidad, rara vez llaman a la partera; sólo acudimos cuando los casos son desesperados. Prefiero luchar con hombres o bestias, que no por la vida de un bebé o de una mujer indefensa…

—Creo que yo también lo preferiría —repuso Annelys.

Ahora, si no estuviera limitada por las leyes del Gremio, podría decirle qué somos. Y ella sería, un crédito para la Hermandad…
, pensó Kindra.

Pero su juramento la condenaba al silencio. Suspiró y miró a Annelys, sintiéndose frustrada.

Empezaba a pensar que todas sus precauciones habían sido innecesarias, que los hombres de Cara Cortada nunca se aproximarían al lugar, cuando una de las mujeres chilló y Kindra vio la punta de una rústica gorra tejida que se asomaba por encima del muro; enseguida aparecieron dos hombres, con los cuchillos entre los dientes para tener las manos libres para la escalada.

—De modo que aquí ocultaron todo: las mujeres, los caballos, todo… —gruñó uno de ellos—. Tú ocúpate de los caballos; yo me ocuparé de… Oh, no te atrevas… —gritó cuando Kindra corrió hacia él con el cuchillo desenvainado.

Era más alto que ella; cuando lucharon, ella sólo pudo defenderse, retrocediendo paso a paso hacia los establos. ¿Dónde estaban los hombres? ¿Por qué los bandidos habrían logrado llegar hasta aquí? ¿Serían ellas los últimos defensores de la aldea? Por el rabillo del ojo vio que el otro bandido se acercaba por detrás de ella con su espada; giró y retrocedió cuidadosamente para poder hacer frente a ambos.

Entonces chilló Annelys, el hacha centelleó y el segundo bandido cayó, aullando y con la pierna ensangrentada. El oponente de Kindra vaciló al escuchar el grito; Kindra blandió el cuchillo y se lo clavó en el hombro, arrebatando su arma de su mano laxa. El hombre cayó hacia atrás, y ella saltó por encima.

—¡Annelys! —gritó—. ¡Mujeres! Traigan cuerdas, hilo, cualquier cosa que sirva para maniatarlo. Pueden venir otros…

Janella se acercó trayendo cuerdas y permaneció allí mientras Kindra maniataba al hombre. Luego, dando un paso atrás, observó al bandido, que yacía en un charco de su propia sangre. Tenía la pierna prácticamente cortada a la altura de la rodilla. Todavía respiraba, pero ya no tenía fuerzas ni para gemir. Mientras las mujeres lo observaban, expiró. Janella miró horrorizada a Annelys, como si su joven hija tuviera de repente dos cabezas.

—Tú lo mataste —jadeó—. ¡Tú le cortaste la pierna!

—¿Hubieras preferido que él me cortara la mía, madre? —preguntó Annelys y se agachó para observar al otro bandido—. Éste sólo está herido en el hombro. Vivirá para que lo cuelguen.

Respirando rápido, Kindra se incorporó y dio a la cuerda un tirón final. Miró a Annelys y dijo:

—Me salvaste la vida, hermanita.

La muchacha le sonrió, excitada, con el pelo caído y alborotado sobre los ojos. En el patio empezó a caer una helada llovizna. Todas tenían la cara húmeda. De repente, Annelys abrazó a Kindra, que la estrechó contra sí, sin prestar atención a la expresión perturbada de la madre.

—Una de las nuestras no lo hubiera hecho mejor. ¡Mi agradecimiento, pequeña!

¡Maldita sea! La muchacha se había
ganado
su agradecimiento y su aprobación. Si Janella las miraba como si Kindra fuera una perversa seductora de jóvenes, ¡peor para Janella! Dejó el brazo de la joven sobre sus hombros y dijo:

—Escuchad, creo que regresan los hombres.

En cuanto oyeron el grito de Brydar, todas unieron sus fuerzas para levantar la pesada tranca que obstruía la puerta.

Los hombres traían con ellos más de una docena de buenos caballos.

—Los hombres de Cara Cortada ya no los necesitarán… —dijo Brydar entre risas—. ¡Así que estamos bien pagados! Veo que las mujeres dieron cuenta de los últimos.

Miró al bandido que yacía muerto y al otro, atado.

—¡Buen trabajo,
mestra
, veo que tienes parte en el botín!

—La muchacha me ayudó —replicó Kindra—. Sin ella, yo estaría muerta.

—Uno de ellos mató a mi padre —repuso la muchacha ferozmente—; de modo que me he cobrado la deuda, eso es todo. —Se volvió hacia Janella y ordenó—: ¡Madre, trae a nuestros defensores un poco de ese ponche de vino, de inmediato!

Los hombres de Brydar se sentaron en la sala común y bebieron con agradecimiento el vino caliente. Brydar dejó su copa y se restregó los ojos soltando una exclamación de cansancio.

—Algunos de mis hombres —dijo— están heridos, dama Janella. ¿Alguna de tus mujeres tiene habilidad para curar? Necesitaremos vendas y tal vez algún ungüento o hierbas. Yo… —Se interrumpió cuando uno de sus hombres le hizo señas urgentes desde la puerta. Fue corriendo.

Annelys trajo una copa a Kindra y se la puso tímidamente en la mano. Kindra bebió; no era el ponche de vino preparado por Janella, sino un claro, fino y dorado vino de las montañas. Kindra lo sorbió despacio, sabiendo que la joven quería decirle algo. Se sentó frente a ella y fue bebiendo de tanto en tanto un poco de vino caliente. Ninguna de las dos deseaba separarse.

¡Maldita sea esa tonta ley que me impide decir algo acerca de la Hermandad! Ella es demasiado buena para este sitio y para esa tonta madre que tiene; la idiota Lilla es más bien lo que la madre necesita para ayudarla a manejar la posada; y supongo que Janella la casará rápidamente con algún patán, sólo para que le ayuden a manejar este lugar.

El honor le exigía que permaneciera en silencio. Sin embargo, observando a Annelys, pensando en la vida que la joven llevaría aquí, se preguntó, perturbada, qué clase de honor sería pedirle que dejara a una muchacha así en un lugar como ése.

Sin embargo, suponía que la ley era sabia; de todos modos, había sido creada por mentes más sabias que la suya. Suponía que, de otra manera, algunas jóvenes, seducidas por la idea de una vida llena de excitación y aventura, podían unirse a la Hermandad sin ser plenamente conscientes de las penurias y la renuncia que les esperaban. El nombre de Renunciante no se tomaba con facilidad; no era una vida fácil. Y, considerando la manera en que la joven la miraba, era posible que sólo la siguiera por simple veneración del heroísmo. Eso no era bueno. Suspiró y dijo:

—Bien, supongo que la excitación ha terminado por esta noche. Debo irme a la cama; tengo una larga cabalgata mañana. ¡Escucha ese barullo! No sabía que algún hombre de Brydar estuviera seriamente herido.

—Suena más a una pelea que a alguien muy dolorido —replicó Annelys, escuchando los gritos y las protestas—. ¿Estarán peleando por el botín?

La puerta se abrió de repente y Brydar de Fen Hill entró a la habitación.


Mestra
, perdóname, sé que estás cansada…

—Bastante —dijo ella—. Pero con todo este escándalo no es probable que pueda dormir mucho. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Te ruego… ¿Podrías venir? Es el muchacho, el joven Marco… Está gravemente herido, pero no nos permite atender sus heridas si no habla contigo. Dice que es un mensaje urgente, muy urgente, que debe comunicarte antes de morir…

—Por la misericordia —exclamó Kindra, consternada—. ¿Se está muriendo, entonces?

—No podría decirlo; no nos deja acercarnos lo suficiente para ver la herida. Si fuera razonable y nos permitiera atenderlo… Pero está sangrando como una caprina en el matadero y ha amenazado con degollar a cualquier hombre que se le acerque. Tratamos de sujetarlo y atenderlo a la fuerza, pero eso hizo que sangrara tanto al debatirse que no nos atrevimos… ¿Vendrás,
mestra
?

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