En el sótano de la Universidad Complutense de Madrid se está llevando a cabo un experimento mortal. Un grupo de jóvenes estudiantes ocupa la Facultad de Física de la Universidad Complutense de Madrid. Descubren un lugar con las ventanas enrejadas y las puertas de metal aseguradas con cadenas. Pero no sospechan que esas barreras no están ahí para proteger la entrada sino para impedir la salida. Pronto comienzan a desaparecer uno tras otro… Ese será solo el principio de la pesadilla.
David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tapia
El Sótano
ePUB v1.0
AlexAinhoa01.05.12
Título: El sótano
1ª edición Mayo 2009
@2010, David Zurdo y Ángel Gutiérrez
Editorial: DEBOLSILLO
ISBN: 9788499082646
La tecnología que se menciona en este libro es real.
Las noticias que se recogen dentro del texto son auténticas.
Eso es lo que debería darnos miedo.
Material adicional disponible en
:
www.zurdo-gutierrez.com/elsotano
Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
GEORGE ORWELL,
1984
El ojo miró a través del minúsculo orificio. Casi no había luz, pero aun así logró distinguir la inconfundible forma de un cuerpo humano. De un cuerpo sin vida, que reposaba boca abajo sobre el frío suelo del sótano. No había paz en la postura que había adquirido al morir. Sus brazos estaban encogidos, sus puños apretados y su boca muy abierta. Como si el pánico se hubiera adueñado del alma de aquella cáscara vacía antes de abandonarla para siempre.
Un leve ruido hizo que el ojo cambiara su ángulo de visión. Alguien acababa de abrir la trampilla que daba acceso al sótano. Tan pronto…
La imagen que apareció era muy distinta de la que cabía esperar. No era «él» quien bajaba por la escalera, sino otro. Un joven que caminaba con paso vacilante. Encendió una linterna. El haz de luz penetró las sombras. Aún no había visto el cuerpo de su compañero. Pero tardaría poco en encontrarlo. Eso no era lo que tenía que ocurrir. Era demasiado pronto.
El ojo siguió a la figura y pudo ver su reacción ante el cadáver. Aquello suponía un gran contratiempo. Pero nada había terminado. Arriba, encima de aquel sótano, la voz de Dios volvió a hablar al hombre que había matado al chico a quien ahora su amigo acababa de encontrar.
«Dios escribe recto en renglones torcidos»
, dijo la voz, dentro de su cabeza.
—Sí, escribe recto en renglones torcidos —repitió el hombre en un susurro.
Su mirada, ausente, se perdía en la lejanía a través de una de las ventanas enrejadas. El cielo estaba tan oscuro como el asfalto de las calles, y hacía mucho frío. Esa noche iba a nevar otra vez. Sus huesos se lo decían.
«Ésta es mi voluntad: que los infieles paguen por su maldad con un sacrificio de sangre.»
El hombre sabía lo que eso significaba. No era la primera vez que Dios le pedía un sacrificio de sangre. Ésa era su justicia. La justicia divina. Rebuscó entre sus ropas y agarró fuertemente el mango de su navaja automática.
—Es la voluntad de Dios… —dijo mientras caminaba hacia la puerta del sótano.
¡
Pom
!
El golpe resonó en el interior del edificio abandonado, como el primer latido de un corazón que se pone de nuevo en marcha.
Los edificios, al igual que las personas, también mueren. Nacen con gran esfuerzo e ilusión, se llenan de vida poco a poco, contemplan los sueños cumplidos y los sueños rotos de quienes los habitan, y, por fin, cuando ya nadie los ocupa, languidecen hasta morir. Entonces, los edificios se quedan tan solos como las tumbas en los cementerios y, si no son derribados, se deshacen como los cuerpos y los huesos de un cadáver que roe la podredumbre.
¡
Pom
!
Resonó un nuevo golpe.
Un edificio abandonado se vacía de todo lo que contuvo en otro tiempo. Su boca y sus ojos se tapan. Sólo algunas alimañas se esconden en su interior, frío y oscuro. Cada vez más frío y más oscuro. La suciedad cubre cada rincón, lentamente, como los anillos de un árbol, testimonio del inexorable paso del tiempo. De los ecos de las risas y los llantos que inundaron el aire no queda ya ni el recuerdo. Todas las experiencias y pasiones que albergó, ni siquiera se convierten en polvo.
¡
Pom
!
Resonó un tercer golpe.
Pero a veces —muy pocas—, un viejo edificio revive. La decrepitud se transforma en digna ancianidad. Y nuevos sueños, pasiones, risas y llantos lo invaden de nuevo, le dan vida.
En medio de la negrura, rasgada solamente por la escasa iluminación que se colaba entre las rendijas que ni el olvido podía cubrir, los golpes fueron en aumento. Una madera se quebró, y un haz de mortecina luz invernal penetró el interior del viejo edificio abandonado. Más golpes. Otra madera cedió.
El hueco era ya lo suficientemente grande. Uno a uno, siete muchachos y un perro fueron entrando, como glóbulos de un nuevo torrente de sangre. Al hacerlo, sentían en sus jóvenes venas la fuerza de la vida que se abre paso, que lucha, que, a su modo, sueña con cambiar el mundo. Eran muy distintos entre sí, pero, para todos ellos, abrir la más desprotegida de las entradas del edificio significaba una nueva ilusión.
El hueco también dejó entrar el viento gélido del invierno, que se oía silbar a través de él como queriendo revelar su presencia, mientras los que llevaban las linternas apuntaban con ellas a todos lados. Atravesaron la primera sala y llegaron a otra mayor. Durante un rato observaron en silencio lo que veían bajo los haces luminosos, demasiado débiles para un espacio tan amplio. Las paredes desnudas mostraban fantasmales marcas de humedad y el recuadro oscuro de alguna antigua pizarra. En el suelo, la mugre hacía imposible distinguir el color original de las baldosas. Todas las ventanas estaban tapiadas. La luz del crepúsculo apenas conseguía filtrarse por las estrechas separaciones de las tablas.
Fuera, parecía a punto de nevar otra vez. El edificio se alzaba como una mole de ladrillo en medio de desiertas aceras arboladas. Era muy grande y sobrio, sin adornos de ninguna clase. Quien lo construyó no pensaba en hacerlo hermoso, sino útil y funcional. Pero era eso precisamente lo que ahora le confería cierta dignidad y belleza en su vejez. No languidecía entre retorcidos o quebrados elementos ornamentales, sino firme y sólido como un ejército ante la batalla. Impasible bajo la nieve y la ventisca. A uno de sus lados, un amplio parque de caminos de tierra, setos en torno a pedazos de césped y altos árboles, parecía más solitario y tétrico que nunca. Sin embargo, la vida regresaba a aquel lugar. Retornaba con el ímpetu de la juventud. Por un momento, el edificio pareció sonreír. Pero su sonrisa no fue alegre ni dichosa, sino maligna e insondable.
Todos los chicos eran muy jóvenes. El mayor contaba veintiséis años y la menor sólo diecinueve. A pesar de ello, cada uno de los siete tenía su historia, sus vivencias, su dolor y su alegría. Un pasado y un motivo para estar ahora a punto de ocupar aquel edificio abandonado. Y, cada uno de ellos, tenía también un nombre: Bárbara, Clara, Germán, María del Mar, Alejandro, Víctor y Pau.
Bárbara y Clara eran hermanas. Habían huido de casa cuando su padre violó a la más pequeña, Clara. Bárbara tuvo que defenderla como un animal enfurecido. Se marcharon, llevándose sólo su dolor y sin mirar atrás. La pobre Clara, desde entonces, no había vuelto a pronunciar una palabra.
Germán era hijo de un militar que lo echó de casa cuando vio confirmadas sus sospechas de que era homosexual. No podía soportar algo así y prefirió la injusticia a la vergüenza.
Mar se quedó sola cuando sus padres murieron en un accidente. La acogió su única tía, pero lo hizo por obligación. Le faltó tiempo para internarla en un colegio para señoritas en Francia, donde Mar no encajó. Acabó escapándose para buscar su propio camino.
Alejandro no tenía ninguna tragedia personal a sus espaldas. Su padre era un afamado novelista, demasiado duro con los intentos literarios del muchacho. «Para escribir hay que tener vivencias.» Por eso se fue Alejandro de casa: para experimentar por sí mismo y convertirse en un auténtico escritor.
Víctor se marchó de casa porque su madrastra no le quería. Era el único hijo del matrimonio anterior de su padre y, cuando éste murió, ella empezó a tratarlo a patadas. Una historia sencilla y efectiva, fácil de recordar y con escasos puntos que pudieran provocarle alguna duda.
Pau fue el último que se unió al grupo. Había participado en las luchas callejeras de Barcelona y siempre fanfarroneaba de sus enfrentamientos con la policía. Para él, el movimiento okupa suponía un auténtico modo de vida. A ninguno de los demás les gustaba demasiado, pero estaba con ellos. Era uno más y nadie iba a cuestionarlo, salvo quizá él mismo.
Hacía un año escaso que Germán había conocido a Mar en un edificio ocupado del barrio de Malasaña. Fue allí donde acabó después de que su padre lo hubiera echado de casa. Abandonó sus estudios de bellas artes y se lanzó a la calle en pos de un sueño. Él nunca había tratado de ganarse la vida de un modo convencional. Al principio pasó unas semanas viviendo en el pequeño apartamento de uno de sus amigos de la facultad. Pero las buenas palabras y los deseos no pagan las facturas. Germán se peleó con el otro chico y acabó en la calle, solo y con su maleta, un día soleado de finales de invierno.
Aunque Germán y Mar eran muy diferentes en su forma de ser, congeniaron enseguida. Compartían sueños y sus pulsiones, aunque distintas, no eran lo bastante fuertes como para separarlos. Ella vagabundeó durante algunos años por París, tratando de convertirse en artista urbana y actriz. La realidad fue inmisericorde con Mar. El hambre se impuso al espíritu y tuvo que emplearse en un tugurio poco recomendable, donde servía copas en
topless
y bailaba en la barra para los clientes. Empezó a meterse drogas duras y conoció a un tipo, veinte años mayor que ella, que la usó como un juguete y luego la arrojó al cubo de la basura cuando dejó de divertirle.
Mar regresó entonces a España. Pasó una temporada en Barcelona y otra en Valencia, antes de instalarse en Madrid con unas compañeras okupas. Alguien le habló de un local en la populosa zona de Malasaña donde podría dar rienda suelta a su creatividad. En lugar de eso, Mar se encontró vendiendo los abalorios que ella misma hacía, hasta que conoció a Germán y empezó a recuperar las ilusiones. El chico era un poco ingenuo, pero la ilusión es, al fin y al cabo, el motor de la vida. Hicieron grandes planes. Crear un espacio que sí les permitiera dar rienda suelta a su creatividad y que fuera un espacio de libertad, convivencia e intercambio de ideas.
Alejandro llegó al edificio de Malasaña vestido como un pijo. Al principio quisieron echarle; incluso creyeron que era un periodista camuflado, porque llevaba siempre encima una libreta de notas y un bolígrafo. Su atuendo era más el de un progre neoyorquino que el de un okupa. Él nunca había vivido en la calle. Llegaba directamente de su casa, limpia y caliente, y con todas la comodidades. Tuvo que demostrar que deseaba convertirse en uno de ellos para que lo aceptaran y le permitieran quedarse. Buscaba vivencias. Vivencias reales, propias, más allá de los estrechos límites de un libro o una pantalla de televisión.