«Dios, por favor, dame fuerzas», imploró la joven.
Pero Dios, el verdadero, si es que existía, se hallaba muy lejos de aquel lugar.
Víctor sabía dónde estaba ella. El ser despiadado que había tomado el control de su conciencia y de su voluntad podía verla allí detrás y escuchar el sonido agitado de su corazón y de su aliento. Apareció de pronto en la habitación, agachado y raudo. Bárbara descargó su brazo contra el aire. Al darse cuenta de que había fallado retrocedió hasta una esquina, que detuvo su atropellado movimiento.
Aún aferraba el cuchillo entre sus manos, pero las notaba flojas y apenas capaces de sostenerlo. Supo que estaba perdida. Jamás conseguiría vencer a Víctor en una lucha cara a cara. Sólo un esfuerzo sobrehumano le permitió obligarse a no mirar a Clara y delatar su escondite. Se movió muy despacio hacia el lado opuesto, para atraer toda la atención de Víctor.
—¿Qué es lo que te pasa? Confiaba en ti…
Su voz vibraba de angustia. La boca se le llenó de un sabor desagradable, que anunciaba el miedo más agudo que se puede experimentar. El miedo a la muerte.
Frente a ella, Víctor se mantuvo en silencio y quieto un momento. Bárbara no podía ver su rostro, ni siquiera distinguir su silueta más que como una sombra entre sombras. Pero notó que empezaba a acercarse. Lentamente, como una criatura sedienta de sangre e imposible de frenar.
—No lo hagas, Víctor. No…
—Debes morir, debes morir, debes morir… —dijo el joven, con voz ausente y una larga pausa entre cada palabra.
Sólo repetía el mandato que resonaba dentro de su cabeza como un mantra. Pero algo cambió. La Doctora, desde su caseta de control, había cambiado de idea. Le ordenó que sólo golpeara a la chica para dejarla sin sentido.
—¡NOOO…!
Fue el último grito de Bárbara antes de recibir un terrible puñetazo de Víctor en pleno rostro, que le hizo perder el conocimiento. Había intentado golpearle de nuevo con el cuchillo, pero él lo agarró por la base entre las manos y se lo arrancó como a una niña pequeña.
Clara había escuchado los gritos en silencio. Se había sentado en el suelo, llorando y con el pulgar en la boca, como un bebé. Su mente no era capaz de comprender lo que estaba sucediendo. Pero notaba el peligro y sentía que su hermana ya no podría ayudarla.
La voz interior de Víctor le reveló el lugar donde se hallaba escondida. No tardó en situarse frente a ella. Guardó la navaja en un bolsillo y se agachó despacio. Alargó los brazos hacia la chica y le rodeó el cuello con las manos. Los ojos de Clara se abrían a medida que la presión le cortaba el aire. No trató de resistirse. Murió de un modo tan silencioso como había vivido sus últimos años.
Después, Víctor se incorporó de nuevo y regresó hasta el lugar donde había dejado a Bárbara. La voz interior le ordenó que la cogiera en brazos y bajara con ella hasta el piso inferior. El experimento estaba a punto de finalizar. Y lo haría con la prueba definitiva de que el ser humano puede convertirse en un juguete dirigido por control remoto.
Como si fuera un agente secreto, Eduardo estuvo varias horas trazando su plan. El Cementerio Civil tenía una tapia de unos tres metros de altura. Demasiada para encaramarse a ella y saltarla. La verja de la puerta era también demasiado alta. Pero la parte de atrás daba a la calle de Nicolás Salmerón, una vía poco concurrida y apenas iluminada, que limitaba con un pequeño parque y una depresión del terreno. Estudió el plano e hizo un croquis con indicaciones de cada paso a seguir. No es que pensara consultarlo cuando se pusiera en acción, pero hacerlo le ayudaba a pensar y a memorizar cada movimiento. No debía cometer errores.
También preparó el equipo: ropa negra, un gorro de lana del mismo color, guantes para evitar rasparse las manos y un cinturón con bolsa, de cuero también negro. Dentro de ésta puso un martillo, un escoplo y una palanca. Por último, sacó de un armario una escalera plegable. Bajó a una droguería próxima y compró un bote de pintura de color negro mate y secado rápido. Pintó la escalera para evitar que el metal desnudo pudiera emitir algún reflejo que alertara a la policía. Por esa misma razón desechó la idea de llevar consigo una linterna. Tendría que conformarse con la poca luz ambiental. A fin de cuentas, no iba a hacer un trabajo fino, sino únicamente reventar un columbario.
Había perdido su gabardina en el episodio de la clínica, cuando la cambió por una bata de médico con la que se introdujo en la habitación en la que se había entrevistado con Víctor Gozalo. Le hubiera venido muy bien ahora, para llegar al cementerio sin parecer un comando motorizado de los Boinas Verdes. Rebuscó en el caótico interior de un armario en busca de un sustituto para su gabardina, hasta encontrar un abrigo largo que había dado por perdido. Era bastante feo, con cuello de piel y pasado de moda, pero serviría.
Llegó la hora. El cementerio cerraba sus puertas al público a las siete de la tarde. A esa hora ya era de noche. Esperó hasta las ocho para salir de casa. Envolvió la escalera en un plástico con cinta de embalar y, en el garaje, se la colocó a la espalda con ayuda de dos pulpos de goma, que aseguró a su cinturón y al colín de la moto. Era de aluminio y no pesaba demasiado, aunque resultaba algo aparatosa, a pesar de ser plegable.
Para elegir el punto idóneo por el que franquear la tapia, Eduardo dio una vuelta en torno al Cementerio Civil, reconociendo el terreno. Por la parte de atrás había, efectivamente, una zona oscura, disimulada tras unos árboles. Daba a un parquecito y, como sabía por el plano, en la parte más baja comunicaba con el área del cementerio en la que antiguamente se celebraran los entierros hebreos. Dejó la moto y el abrigo detrás de un árbol de follaje bajo y se colocó entre las sombras. Agachado, retiró el plástico de la escalera y lo escondió, hecho una bola, en medio de un arbusto.
Comprobó la situación general antes de seguir. No parecía haber nadie cerca. Los coches pasaban de cuando en cuando, a unos diez metros de distancia, pero él estaba fuera del ángulo de visión de los conductores. Fue hasta el muro con la escalera y la apoyó en el lugar más alejado de las luces de la calle. Antes de empezar a subir pensó que tendría que dejarla allí hasta que volviera, pero entonces se dio cuenta, repentinamente, de su necedad. ¿Cómo saltaría el muro en sentido inverso, una vez terminada su misión, o si alguien le descubría?
No era momento de lamentaciones ni de pausas. Estaba resuelto a entrar. Ya vería cómo salir después. La solución a cada problema en su momento. «Calma —se dijo—. Hazlo y no pienses más.»
La escalera desplegada tenía sólo tres peldaños. Demasiado pequeña, aunque suficiente para pasar los brazos por encima de la pared de ladrillos e izarse sobre ella. Le costó un esfuerzo tremendo. Tantos excesos le cobraban ahora su parte. Notó cómo la piel de sus brazos se arañaba por debajo de la ropa.
Al otro lado, el sudor empezó a enfriarse rápidamente. Eduardo ni siquiera notó que una gota de lluvia le cayó en la frente. Creyó que era su propio sudor. Pero tardó poco en darse cuenta de que estaba empezando a llover. Cada vez con más intensidad. «Mierda», susurró entre dientes.
Le vino a la mente el
Titanic
, y la famosa frase: «Ni Dios podría hundir este barco». No debía haber tentado a Dios con sus ideas de aquella mañana, ante la tumba de Gregorio Gozalo. Ahora parecía dispuesto a ponerle obstáculos. Pero necesitaría algo más que un chaparrón para detenerlo. Avanzó con cautela entre montones de tierra removida y escombros. Estaban reformando esa parte del cementerio. Al fondo había otra tapia. Caminó hacia ella, tratando de vislumbrar un modo de superarla, una puerta o un hueco, cuando pisó un cascote y se torció la rodilla mala. Cayó al mojado suelo con un dolor lacerante. En un primer momento pensó que se la había roto. Oyó perfectamente un crujido al caer. Sin embargo, al poco tiempo, comprobó que podía moverla. Le dolía mucho, pero no estaba rota. Eso sólo le consoló en parte. Podría seguir, aunque más despacio.
Era mejor esperar un poco allí quieto, hasta que el dolor remitiera. Se sentó en el mismo cascote que le había hecho caer y se concedió unos minutos. Repasó de nuevo el resto del plan, más para olvidar el dolor que por necesitarlo. Al levantarse, el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda le provocó una mueca de sufrimiento. Pero podía continuar.
Necesitaba
continuar.
Recorrió cojeando el muro que tenía enfrente. A la izquierda había una puerta de metal oxidado. Estaba cerrada con una cadena y un candado. Sacó la palanca de la bolsa y trató de forzarla en vano. El muro era más bajo que el principal, pero aun así demasiado alto para saltarlo, y más con la rodilla como la tenía. Su única opción era encontrar algo en lo que encaramarse. Buscó entre las sombras sin éxito. Allí no había una escalera ni nada que pudiera servirle. ¿O sí…?
La idea quizá fuera descabellada, pero no había más opciones. Eduardo empezó a mover cascotes de piedra y a colocarlos formando un montón junto a la tapia. Los fue situando del modo más estable posible y luego subió a ellos con extremo cuidado. No quería caerse otra vez y terminar de destrozarse la rodilla. Miró el reloj. Llevaba ahí dentro casi una hora. Estaba calado hasta los huesos. La lluvia seguía su ritmo imperturbable. Al menos, pensó, no iba a más.
Desde lo alto del segundo muro, Eduardo oteó el otro lado. Se deslizó lentamente colgado de los brazos hasta el preciso momento de soltarse, con la pierna izquierda encogida. La derecha soportó todo su peso al caer, pero la altura era pequeña, y no se hizo daño, aunque sí perdió el equilibrio y cayó. Esta vez no fue grave, sólo un golpe en la cadera y en un codo. Por fin lo había logrado. Los columbarios estaban a su alcance, ya sin más obstáculos.
Caminó como un anciano hacia ellos, en el lado opuesto del cementerio, por una leve cuesta que a él le pareció la ladera de una empinada montaña. El aspecto del lugar era tétrico, apabullante. Siguió avanzando entre las mudas tumbas, que sólo emitían el ruido de la lluvia al golpearlas. Olía a tierra mojada y hacía frío. Los columbarios parecían ahora mucho más sombríos que durante el día. Eduardo sintió un estremecimiento, no sabía si por el frío y la humedad de sus ropas o por la imagen que se dibujaba ante él. Había llegado a la lápida 308, la tumba sin nombre de Gregorio Gozalo. Allí detrás estaba el secreto. Todo el esfuerzo habría valido la pena cuando lo revelara por fin.
Sacó de su bolsa el escoplo, el martillo y la palanca. La lápida estaba fijada con cemento, de un modo más bien tosco. Primero arañó las comisuras con el filo del escoplo. Apretó todo lo que pudo para ir horadando el cemento. No era demasiado resistente. Con cuidado, cubrió con un pañuelo el extremo del escoplo y, con golpes secos, usó el martillo. Tardó poco en dejar los bordes despejados casi por completo. En más de una ocasión estuvo tentado de lanzar el martillo contra el centro del mármol para romperlo de una vez por todas. Se contuvo por el ruido que podría causar y por cierto respeto al difunto. Una cosa era abrir su tumba y otra muy distinta destrozarla.
Dejó a un lado el escoplo y el martillo y cogió la palanca. Empujó por uno de los laterales hasta que se hincó lo suficiente entre la lápida y el ladrillo del muro. Después la giró fuertemente hasta oír un crujido. Se estaba moviendo. Repitió la operación por el otro lado y, finalmente, por la zona superior. La lápida cedió. Pesaba más de lo que había imaginado. La cogió con ambas manos y la dejó apoyada en el suelo.
No se veía nada en el interior del hueco abierto. Eduardo metió dentro uno de sus brazos y fue palpando hasta tocar algo. Era la urna funeraria con las cenizas de Gregorio Gozalo. La sacó con cuidado y la puso junto a la lápida. Siguió palpando. No parecía haber nada más. Pero sí que lo había. Tocó una especie de cordón y, al tirar de él, se dio cuenta de que era el asa de una especie de bolsa de cuero con cremallera. La abrió con expectación y examinó su exterior. Dentro había una libreta y una pequeña caja metálica. A despecho de la desapacible noche, Eduardo sonrió.
Volvió a dejarlo todo en la bolsa y comprobó de nuevo el interior del columbario. Eso era todo. Devolvió la urna funeraria a su lugar y después la lápida, algo inclinada para evitar que se desprendiera y pudiera romperse.
Un leve ruido le hizo detenerse. Creía haber oído algo dentro del cementerio. Miró en todas direcciones. Le pareció ver una sombra que se movía hacia él. No estaba seguro de que fuera más que eso, pero tampoco iba a quedarse allí para averiguarlo. Apretó los dientes y corrió tan rápido como pudo hacia el lado contrario de la tapia. Entonces pudo oír con claridad, a su espalda, unos pasos, amplificados por el barro mojado. Le habían descubierto. No podía saber si era la policía, los vigilantes del cementerio o los hombres de Garganta Profunda. Pero el hecho de que no le hubieran dado el alto o encendido alguna linterna, no presagiaba nada bueno. Un policía o un vigilante de la Almudena no se acercaría a él con tanto sigilo.
Tenía que salir de allí a toda prisa. Cogió la bolsa de cuero y se lanzó al abrigo de las tumbas, entre los pequeños pasillos que las rodeaban. Antes de llegar a la mitad del recinto, un golpe sordo precedió a la explosión en pedazos de una virgen que adornaba una tumba. Estaban disparándole. Con balas de verdad. Apretó el paso sin sentir el dolor de su rodilla. Notó en su torrente sanguíneo el calor del miedo.
Escuchó otro golpe sordo. Esta vez el proyectil alcanzó la pared del fondo. Eduardo estaba ya cerca del muro en el que se hallaba la puerta principal del cementerio, que daba a la avenida de Daroca. Pero estaba cerrada. ¿Qué podía hacer? Iban a matarle para luego arrancar de sus manos crispadas el secreto de Víctor Gozalo. No podía permitirlo, aunque era incapaz de pensar con claridad. Estaba acorralándose a sí mismo, corriendo hacia la esquina del recinto. El rencoroso Dios se saldría al final con la suya.
Un destello de luz le hizo agacharse. Venía del punto hacia el que se dirigía alocadamente. Creyó que era el fogonazo de otro disparo, pero se equivocaba. Era el reflejo de algún objeto metálico. Al aproximarse pudo distinguir lo que era, una pequeña excavadora que los sepultureros debían de utilizar para abrir las fosas. No era muy grande, pero la parte superior llegaba hasta la mitad de la altura del muro. Eduardo apretó aún más el paso. Un nuevo disparo silbó a su lado. La rodilla volvía a dolerle como el demonio. Tenía que olvidarse de aquel dolor. Se aferró con ambas manos al chasis de la excavadora y subió sobre ella, primero a la pala y luego a la cabina y al techo. Con los brazos llegaba al borde superior de la tapia, pero no le bastaba para tomar impulso y encaramarse a ella. La gruesa rama de un árbol cruzaba por delante de él. Ésa era su última esperanza. Se garró a ella con una mano, y con la otra firmemente asida a un saliente, pudo al fin alcanzar la parte superior.