—Simplemente soy gnóstico.
—¿Buscas el conocimiento?
—Así es, el conocimiento de la realidad última de las cosas.
—Los cristianos afirman que eso es una herejía —insistió Hipatia.
—Soy tan cristiano como quienes afirman que somos herejes; nos detestan y pretenden silenciarnos, porque ser cristiano es sentirse discípulo de Cristo. Lo que ocurre es que el Cristo en el que yo creo es diferente al de ellos.
—Me gustaría que me explicases eso.
—Yo creo en un Cristo de amor y de iluminación, no de pecado y arrepentimiento. No lo considero como un Hijo de Dios distinto de la humanidad, sino que forma parte de la humanidad. Uno de sus discípulos más próximos dejó escrito que Jesús dijo —Papías cerró los ojos como si le ayudase a recordar las palabras exactas—: «Yo no soy tu amo. Porque has bebido, te has emborrachado del arroyo burbujeante que yo he medido. Aquel que beba de mi boca se volverá como yo. Yo mismo me volveré él y las cosas que están escondidas le serán reveladas».
—Eres un ser extraño, Papías. Mi padre me ha contado que eras un excelente escriba, que tenías una clientela selecta y que de la noche a la mañana te retiraste al desierto.
El rostro del monje se iluminó con una sonrisa.
—Tu padre exagera. Es cierto que era escriba y que me ganaba bien la vida, pero la decisión de retirarme del mundo no se produjo de la noche a la mañana, estuvo muy meditada.
—¿Por qué lo hiciste?
—Ya te lo he dicho, busco encontrar la verdad que hay en la raíz de las cosas.
—¡Eso también lo busca la filosofía! —exclamó Hipatia.
Papías se encogió de hombros.
—Puedes llamarlo como quieras.
Ahora Hipatia aceptó la limonada que antes había rechazado. Su padre llenó la copa; ella se mojó los labios y percibió su agradable acidez. Estaba impresionada con aquel monje que parecía un pordiosero. Conocía a algunos cristianos con los que podía discutir sosegadamente, exponer argumentos y rebatirlos. Pero la imagen que tenía de los monjes que vivían en los cenobios del desierto era de gente cerrada, dogmática, incapaz de escuchar. Desgraciadamente ésa era la gente de la que se había valido Atanasio para imponer sus inflexibles puntos de vista y que ahora Teófilo utilizaba para sus propósitos. Esperaba que Papías respondería a ese esquema, pero acababa de comprobar que estaba en un error.
—Hay otra cosa que me ha llamado la atención.
—¿Qué?
—En uno de esos… ¿evangelios?
—Evangelios —ratificó el monje.
—Creo recordar que su autor es un tal Felipe.
—Entre esos textos hay un Evangelio de Felipe.
—En ese Evangelio aparece una mujer al lado de vuestro Cristo que tiene un extraordinario protagonismo.
—Es cierto, se llamaba María Magdalena.
—Sin embargo, por lo que tengo entendido, casi ha desaparecido por completo. Es como un sueño perdido.
Papías dejó escapar un suspiro e Hipatia concluyó:
—Un sueño que no tiene cabida en la religión que predican Teófilo y los suyos. Una religión controlada por los hombres y en la que las mujeres han sido relegadas a un papel casi servil.
—Están empeñados en tergiversar la verdad. Algunos pretendemos preservar ese sueño al que te has referido.
—¿Crees que en ese proceso de eliminación de la mujer ha influido el mitraísmo?
Papías acarició varias veces su larga barba.
—¿Por qué lo dices?
—Porque tengo la impresión de que el cristianismo ha tomado muchos elementos de las creencias de esa religión.
—No sé casi nada de esa religión, sus seguidores hacen todo con mucho secreto. ¿Te basas en algo concreto?
—Mitra murió y resucitó, como vuestro Cristo, y la exclusión de la mujer en sus creencias es total.
—El cristianismo no excluye a la mujer.
—Pero frente al papel que, por lo que he leído, tenía esa María Magdalena, la realidad actual es muy diferente.
—En eso he de darte la razón. Aunque yo no estaría tan seguro de que la causa de ese cambio se deba a influencias de la religión de Mitra, como pareces sugerir. Existen otras diferencias muy importantes con el cristianismo.
—Dame un ejemplo.
—El cristianismo no ve con buenos ojos la astrología, mientras que tengo entendido que los seguidores de Mitra otorgan gran importancia a los astros y su influencia en la vida de las personas.
—¿Es tan importante para los adoradores de Mitra la influencia de los astros? —preguntó Teón.
—Sí.
—He oído tantas cosas… En cualquier caso me parece algo sumamente interesante.
—La Iglesia, por el contrario, rechaza todo lo relacionado con esos asuntos, aunque, quizá, sería mejor decir que los empieza a rechazar. —Papías miró al cielo y comprobó la posición del sol—. En fin, se hace tarde.
El monje se puso de pie y preguntó a Teón:
—¿Has tomado ya una decisión? No puedo permanecer mucho más tiempo en Alejandría.
—¿Una decisión sobre qué? —Hipatia miró a su padre.
—Papías quiere que esos textos, que te han absorbido estos días, queden depositados en nuestra biblioteca.
—¿Los dejarías en nuestra casa? —le preguntó al monje.
—Sí.
—¿Por alguna razón?
—Temo que puedan desaparecer y se pierda su contenido. El patriarca Teófilo sigue la línea de Atanasio y destruye todo escrito que no se acomode a sus planteamientos.
—¡Eso es una locura! —exclamó Hipatia—. No comparto casi nada de lo que se dice en esos papiros, pero quienes aceptan esos principios tienen derecho a hacerlo.
Papías dejó escapar un suspiro.
—Si todos pensásemos como tú, mi querida Hipatia, el mundo sería un lugar más acogedor. Por desgracia, quienes tienen el poder no suelen ser tan abiertos. Los cristianos fuimos salvajemente perseguidos por defender nuestras creencias. Nos crucificaron, nos quemaron, nos arrojaron a las fieras en el circo para tratar de exterminarnos. Hoy, el poder de la Iglesia no para de crecer y lo utiliza para acabar con quienes no comparten sus dogmas.
—Pero en este caso, los textos que destruyen contienen su propia doctrina.
—Quienes ejercen el poder afirman que no es su doctrina. Consideran que su contenido es un veneno mucho peor que los principios de las viejas religiones. Para ellos son textos heréticos y temen más a los herejes que a los paganos. Corre el rumor de que el expurgo realizado por Atanasio en su patriarcado se quiere extender por todas partes. Se habla de una reunión de obispos y patriarcas con ese fin. Algo parecido a lo que se hizo en Nicea para combatir la posición de Arrio acerca de la divinidad de Jesús.
Hipatia miró a su padre.
—¿Tienes alguna duda para satisfacer los deseos de Papías?
—Quiero conocer tu opinión.
Hipatia lo tenía claro, en un asunto como aquél no albergaba dudas. Ella respetaba ideas y creencias alejadas de sus planteamientos. Su padre sabía, por ejemplo, que no compartía sus principios acerca de la influencia de los astros en la vida de las personas, pero los respetaba. Era conocido su rechazo a las creencias de los patriarcas, pero conocía a numerosos cristianos cuyas actitudes eran muy diferentes de las de Atanasio o Teófilo. Algunos de sus alumnos eran cristianos.
—Pienso que esos textos deben ser preservados, y si para ello es necesario que permanezcan en esta casa, formarán parte de nuestra biblioteca.
—¡Tu deseo acaba de cumplirse, Papías! —exclamó Teón poniéndose de pie—. Esos códices se quedarán en esta casa.
—Mi agradecimiento es infinito. No tenía muchas opciones a las que recurrir. Preservadlos como un pequeño tesoro porque son pocas las copias que existen, y procurad que no sean muchos quienes sepan de su existencia.
—Creo que tu agradecimiento debe ser para mi hija. Si ella hubiese opinado en sentido diferente…
—Será un placer ayudar a conservar ese sueño del que hemos hablado.
Papías mostró a Hipatia su agradecimiento y se despidió. Su misión en Alejandría había terminado y en Xenobosquion su presencia era necesaria. Los enfrentamientos habían prendido entre los monjes de su comunidad y las disputas eran cada vez más frecuentes.
Una vez solos, Hipatia preguntó a su padre:
—¿Por qué has condicionado tu respuesta a conocer mi opinión?
—Porque después de tu intervención en el Ágora, en esta casa no se tomarán decisiones que no cuenten con tu asentimiento. ¡Esta casa tiene una dueña por méritos propios!
—¡Padre!
Teón alzó su mano con el dedo índice apuntando hacia arriba y sentenció:
—¡No volará una mosca si tú no lo has decidido!
—Pero…
—¡No hay peros, Hipatia! Esa decisión está tomada.
Su padre pensó que era el momento de decirle algo que llevaba tiempo dando vueltas en su cabeza.
—Tengo que proponerte algo.
A Hipatia la sobresaltó el tono; temió que le dijera que a sus dieciocho años era tiempo de pensar en el matrimonio.
—¿Qué clase de propuesta? —preguntó inquieta.
—¿Te gustaría enseñar matemáticas en el Serapeo?
Hipatia se quedó inmóvil.
—¿Quieres repetirlo?
—¿Te gustaría enseñar en el Serapeo?
No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Dar clase en el Serapeo era la culminación de una carrera, la máxima aspiración de quienes ejercían la docencia en Alejandría. En sus aulas daban clase los más prestigiosos físicos, astrónomos, médicos, filósofos, astrólogos y matemáticos. En aquel monumental santuario fundado por Ptolomeo I hacía casi setecientos años se rendía culto a Serapis, una combinación de dos de las grandes divinidades del panteón egipcio: Osiris y Apis, que los griegos asociaban a Zeus y Hades. Aquel híbrido grecoegipcio, representado por un hombre barbado que sostenía un cesto sobre la cabeza, se convirtió en el dios tutelar de Alejandría, la más griega de las ciudades egipcias y la más egipcia de las ciudades griegas porque en ninguna otra parte del mundo se daban la mano ambas culturas como lo hacían allí.
Sus iniciales funciones religiosas se fueron extendiendo a otros ámbitos. La creación de su biblioteca dio impulso a las actividades culturales y trescientos años después de su fundación era ya un santuario al que se habían añadido múltiples dependencias, donde se impartían enseñanzas y acudían peregrinos de los más apartados lugares. El Serapeo había llenado, en gran parte, el vacío dejado por la destrucción y decadencia de la gran Biblioteca.
Su respuesta fue abrazarlo. A Teón se le escapó una lágrima. Estaba haciéndose viejo.
Londres, 1948
Las calles estaban mojadas y la humedad impregnaba el ambiente. A la lluvia descargada sobre Londres había sucedido la niebla, que era cada vez más densa y a aquellas horas cubría una buena parte de la ciudad. Surgida del Támesis, en pocos minutos se extendió por los barrios próximos al río. En algunas partes la luz de las farolas apenas lograba romper el velo de su espesura.
El profesor Best circulaba en un taxi hacia el número 6 de Bedford Place, poco después de que su contertulio Donald Burton hubiera recibido una llamada que le había instado a ir a dicha dirección. Una invitación tan misteriosa como imposible de rechazar.
Cuando el profesor llegó a Bedford Place el silencio era tan denso como la niebla, tanto que a sus oídos llegó nítido, volando por encima de los tejados, el eco de las campanadas del Big Ben. Estaban dando las diez. Subió con cuidado para no dar un traspié en los peldaños que conducían hasta la puerta y antes de llamar compuso su figura: ajustó el nudo de su corbata y se acomodó los puños de la camisa. Su edad no era obstáculo para que tratase de ofrecer una buena imagen. Prefirió utilizar el timbre; a tales horas, unos aldabonazos con aquella serpiente enroscada hubieran sido de pésima educación. Le llamó la atención el rótulo de la entrada:
THEOLOGICAL SCHOOL
.
WESTMORELAND UNIVERSITY
.
Una doncella le abrió de inmediato.
—¿Profesor Best? —preguntó sonriente.
—Así me llamo.
—Pase, por favor.
La doncella se hizo cargo del abrigo y los guantes, y lo acompañó hasta la biblioteca. Allí estaban, frente a la chimenea, Edward Milton y Henry Eaton.
—Estimado profesor, soy Edward Milton. —Le ofreció su mano—. Sepa que le estamos muy agradecidos por acudir a nuestra llamada.
—Esa llamada me tiene sobre ascuas. —Best estrechó su mano.
Eaton se acercó, en la mano llevaba una copa de brandy.
—Encantado, profesor.
—También yo.
—¿Desea tomar algo? —le preguntó Milton.
—Un whisky, por favor, aunque lo que realmente deseo es que me cuente lo que me ha prometido por teléfono.
—No lo decepcionaré. ¿Hielo?
—Solo, por favor.
Le sirvió el whisky y cogió una delgada carpeta de la mesa. Los tres se acomodaron frente a la chimenea. Milton sacó una fotografía ampliada y se la entregó al profesor, sin decir nada. Best se puso sus gafas y estudió atentamente la fotografía: era excelente. Cuando alzó su rostro se encontró con dos pares de ojos clavados en él.
—¿De dónde han sacado esto?
Milton respondió con otra pregunta:
—¿Qué le parece?
—Este texto es probablemente de finales del siglo
IV
, incluso podría ser del siglo
V
; casi me inclinaría por esta segunda opción. Su contenido es religioso, unas oraciones. Habría que estudiarlas detenidamente para ver si se pueden relacionar con alguna obra conocida. —El profesor devolvió la fotografía y matizó su comentario—: Aunque no me atrevería a afirmar nada hasta ver el original. ¿Lo tienen ustedes?
Milton, en lugar de responder, le entregó otra fotografía.
—Esto… esto… —Best vaciló un momento—. Esto parecen unas líneas del fragmento de un texto llamado «Pseudo Tomás». Pero… pero está escrito… ¡Esto está en copto!
Milton y Eaton se miraron.
—¿Qué quiere decir con que está escrito en copto? —preguntó el primero.
Best se quitó las gafas.
—Bueno, se conoce un texto, en realidad un fragmento de un escrito, denominado, como acabo de decirles, Pseudo Tomás. Fue encontrado por un francés llamado Jean Dórese hace ya más de medio siglo, y estudiado con detalle por Henry Charles Puech, pero se trataba de un texto escrito en griego y se ha fechado como de finales del siglo
II
. Esto es una copia en escritura copta de época posterior, aunque… —El profesor le preguntó por segunda vez, mirándolo a los ojos—: ¿Tiene el original?