En lugar de responderle, Mitón le hizo una petición:
—¿Podría leerme ese texto, por favor?
Best se puso las gafas y miró la foto; solo eran un par de líneas, tan ampliadas, que podían leerse con suma facilidad.
—«Éstas son las palabras secretas que Jesús vivo pronunció y que el mellizo, Judas Tomás, anotó». Ya les he dicho que conozco este párrafo, pero en su versión griega. Algunos han propuesto que Tomás era mellizo de Jesús, pero no hay base para afirmarlo. El texto que ha llegado a nuestros días es un fragmento muy pequeño, pero ha dado lugar a muchas especulaciones.
Se quitó las gafas otra vez y miró a los dos hombres que tenía delante, apuró su whisky y, por tercera vez, formuló la misma pregunta:
—¿Tienen el original?
Una vez más Milton soslayó la pregunta, pero en esta ocasión la información que dio al profesor hacía innecesaria la respuesta.
—Lo que ha visto es solamente un anticipo.
—¿Qué quiere decir usted?
—Que estamos hablando de un códice que contiene varios textos.
Best notó un cosquilleo en el estómago.
—¿Quiere repetir eso que acaba de decir, por favor?
—Tenemos información acerca de un códice en el que aparecen varios textos escritos en copto.
—¿Cuántos son varios?
—Vayamos por partes, profesor.
El profesor sacó su pañuelo y se limpió el sudor que había aparecido en su frente.
—¿Le importaría servirme otro whisky?
Ahora fue Eaton quien llenó generosamente el vaso. Best dio un largo trago y notó el licor de malta bajando por su reseca garganta. Era un whisky excelente.
—¿Quiere usted explicarme qué es todo eso de un códice que contiene varios textos en lengua copta?
—Antes de explicarle detalladamente esa historia, al menos lo que nosotros conocemos de ella, me gustaría que le echase un vistazo a otra fotografía. —Milton sacó la última de las fotos que había en la carpeta y se le entregó. También se trataba de varias líneas escritas en copto, pero había manchas y pérdidas de texto que afectaban a su lectura.
Best volvió a colocarse las gafas y mantuvo un prolongado silencio. Los dos hombres estaban pendientes hasta del más pequeño de sus gestos.
—¿Le importaría leernos el contenido de esas líneas? —pidió Milton.
Best dio otro trago a su whisky y carraspeó en un esfuerzo por aclararse la voz, pero apenas consiguió que sus palabras fuesen un balbuceo:
—«Yo no soy tu…» No se puede ver con claridad la palabra siguiente.
—Sáltesela y prosiga, profesor.
—«Yo no soy tu… Porque has bebido, te has emb…» Hay otro vacío.
—¿Podría hacer la lectura sin interrupciones, por favor?
—«Jesús dijo: Yo no soy tu… Porque has bebido, te has emb… del arroyo burbuj… que yo he… Aquel que beba de mí… se volverá como… Yo mismo me… él y las cosas que… escondidas le… reveladas». —Best resopló con fuerza—. Hay demasiados vacíos en estas líneas, resulta difícil comprender su sentido.
—¿Le importaría leer esto?
Milton le entregó una delgada tira de papel telegráfico.
—¿Qué es esto?
—Un texto que nos ha llegado por telégrafo. ¿Sería tan amable de leerlo?
Al comprobar que el profesor vacilaba, añadió:
—Por favor.
Con voz temblorosa y la frente otra vez perlada por el sudor, Best leyó la delgada tira de papel:
—«Jesús dijo: Yo no soy tu amo. Porque has bebido, te has emborrachado del arroyo burbujeante que yo he medido. Aquel que beba de mi boca se volverá como yo. Yo mismo me volveré él y las cosas que están escondidas le serán reveladas».
Cuando alzó la cabeza, la elegancia había desaparecido de su aspecto. Era como si hubiese envejecido de repente.
—¿Qué clase de tontería es ésta? —Su voz sonaba descompuesta.
—Es la reconstrucción del texto que aparece en la fotografía que ha visto. Se han rellenado los vacíos que tiene el papiro.
—¿Quién ha sido el autor de esta… —Best agitó la fotografía sin el menor cuidado—… esta tontería?
—¿Quiere otro whisky, profesor?
—Gracias, no me vendría mal. —Le ofreció el vaso sin soltarlo—. Pero lo que quiero saber es… es quién…
—¿Ha sido el autor de ese trabajo de composición?
—Sí.
—Ha sido el profesor Scott.
A Best los ojos se le pusieron como platos. Se quitó las gafas y desgranó las palabras:
—¿John… Anthony… Scott…?
—Sí.
—¿Estamos hablando del profesor Scott de la Universidad de Saint Andrews?
—¿Lo conoce?
—¡Claro que lo conozco! ¡Es uno de los filólogos más eminentes de nuestro tiempo! ¡Uno de los mayores expertos del mundo en lengua copta!
—Debe saber que el eminente doctor Scott nos ha indicado que pueden admitirse pequeñas variantes en las palabras que completan el texto, pero afirma que no modificarían la esencia del mensaje construido.
—¿Está seguro de que ha sido el doctor Scott quien ha realizado este trabajo? —preguntó un incrédulo Best.
—¿Quiere comprobarlo? —Milton consultó su reloj, eran las once menos veinticinco—. Es un poco tarde, pero quizá aún esté levantado. Podríamos intentar una llamada telefónica.
Best no lo dudó.
—¡Hágalo!
Milton fue hacia el bufete, consultó un cuaderno y marcó un número. Respondieron al cuarto tono.
—¿Dígame?
—¿Profesor Scott?
—Al aparato, ¿quién llama? —Una tos seca acompañó su pregunta.
—Soy Edward Milton, discúlpeme por la hora, doctor. Sé qué es un poco tarde, pero está con nosotros el profesor Best y le gustaría hablar un momento con usted. ¿Tiene inconveniente?
—¿El viejo Alfred está con ustedes?
—Sí, lo tengo a mi lado.
—¡Pásemelo!
Milton le ofreció el teléfono.
—Scott está al aparato.
El profesor Best dejó su whisky en una mesita y se levantó con dificultad; llevaba la fotografía y la tira de papel.
—Póngase cómodo —le indicó Milton señalando el sillón y ofreciéndole el aparato.
—¡John, viejo amigo! ¿Cómo estás?
—Disimulando la vejez. ¿Y tú?
—Más o menos igual. Disculpa la hora, pero tengo en mis manos un texto reconstruido sobre un supuesto original copto del que he visto una reproducción fotográfica. ¿Qué sabes de eso?
—Yo he realizado esa reconstrucción. —La tos hizo acto de presencia otra vez.
—¿Has trabajado sobre el original?
—No. Sobre una fotografía.
—¿Me estás diciendo que no has visto el original?
—Exacto.
Best tenía fama de ser muy puntilloso en sus trabajos. Jamás daba nada por supuesto y en modo alguno admitía que se sacaran conclusiones si no se tenían todos los elementos disponibles. No comprendía cómo Scott había hecho un trabajo tomando como base una simple fotografía. Eso podía prestarse a toda clase de trucos y montajes.
—Sabes que eso… que eso académicamente es inaceptable. —Estaba sudando copiosamente.
—¿Qué te han contado? —lo interrumpió Scott.
—¡Olvídate de lo que me han contado, John! Lo que quiero es una explicación acerca de lo que has hecho tú.
—Algo muy simple.
—Cuéntamelo.
—El señor Milton y el señor Eaton vinieron a verme hace unos días. Tuvimos una reunión en mi despacho y me mostraron una reproducción fotográfica de lo que afirman es un original copto. Sospeché cuando les pedí ver el original y me dijeron que no podían mostrármelo. Les dije que la fotografía podían haberla hecho sobre un texto confeccionado la semana pasada. —Un nuevo acceso de tos lo obligó a callarse. Best, algo reconfortado con la explicación, aguardó a que su amigo recuperase el resuello—. Solo un original puede permitir establecer la autenticidad de un texto…
—¡Y no siempre! —protestó malhumorado Best.
—Y no siempre —corroboró el escocés—. Sin embargo, ellos no querían que yo me pronunciase sobre la autenticidad, sino que tradujese el texto que aparecía en la fotografía. ¿La has visto?
—La tengo delante de mí.
—Leer el texto no tiene dificultad, pero esa lectura carece de valor y así se lo hice saber.
—Estamos totalmente de acuerdo.
—Les hice una traducción con muchos blancos porque el texto ha desaparecido en varias partes. Por lo que se aprecia en la fotografía, el papiro…
—¿Por qué dices que es un papiro?
—Bueno… es lo que dicen ellos.
—Estás perdiendo facultades… no des nada por supuesto. Disculpa mis interrupciones; continúa, por favor.
—El papiro, si es que se trata de un papiro, está muy deteriorado, aunque también podría tratarse de una argucia de falsificador. Ese deterioro, como habrás comprobado en la fotografía, ha producido pérdida de texto. Mi trabajo ha consistido en reconstruirlo sobre una base filológica y barajando palabras cuya extensión encajase en las zonas dañadas y en el contexto de las palabras que conocemos.
Best comprobó cómo la tos aparecía de nuevo, dificultando la respiración del filólogo.
—¿Estás seguro de esa reconstrucción? ¡Esto sugiere una herejía de proporciones apocalípticas! Pones en boca de Jesús afirmaciones que identifican divinidad con humanidad.
Scott dejó escapar una risilla cansada.
—Posiblemente se trate de un texto gnóstico, viejo gruñón.
—¡Pero esto es solo una fotografía! —protestó Best.
—Es cierto, yo me limito a señalar lo que filológicamente resulta probable. Podríamos quizá admitir alguna variación, utilizando un sinónimo que tenga la misma estructura fonética, pero el contenido del texto no se alteraría sustancialmente.
Se hizo un breve silencio. Las argumentaciones del filólogo le parecían razonables y trataba de aceptarlas.
—Alfred, ¿estás ahí?
—Por supuesto. Reflexiono sobre lo que me has dicho.
Se despidió de su colega, reiterándole sus disculpas por llamarlo a aquellas horas. Se levantó y con paso vacilante se acercó a la chimenea, cogió su vaso y apuró el whisky.
—Me parece, señor Milton, que es la cuarta vez que le pregunto si tienen ustedes el original de ese texto. Si no me responde, emplearé tres segundos en salir por esa puerta.
—No, no lo tenemos.
—¡Entonces, todo esto es basura! —Golpeó con su dedo índice las fotografías esparcidas—. ¡Todo esto, sin el texto original, no sirve para nada! Las fotos pueden estar hechas sobre una falsificación. ¡Carecen de valor!
—No tenemos el original, pero sabemos quién lo tiene.
Best lo miró fijamente.
—¿Quién es su dueño? ¿Dónde está?
—Un anticuario de El Cairo y estamos dispuestos a comprarlo. Supongo que usted ya ha barruntado de qué se trata.
Best resopló y otra vez se pasó el pañuelo por su frente sudorosa.
—Ese texto podría formar parte de… —Al profesor le costaba trabajo pronunciar aquella palabra.
—¿Formar parte de un evangelio? —le ayudó Milton.
Alfred Best asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Siempre han circulado rumores de que hubo otros evangelios, además de los llamados apócrifos. Pero nunca se ha tenido una prueba material de su existencia.
—Puede que haya aparecido uno.
—¿Están ustedes hablando de un evangelio perdido? —exclamó Best, pasándose el dedo por el interior del cuello de su camisa. Estaba sudoroso y agobiado.
—Por eso precisamente lo hemos llamado.
—No comprendo.
—Es muy fácil, profesor. Usted es la máxima autoridad que hay sobre la historia de los coptos del antiguo Egipto. Sus estudios sobre el origen del monacato en Egipto y los textos coptos que se escribieron en esos monasterios es lo mejor que se ha publicado.
—¿Qué quieren ustedes exactamente?
—Nos gustaría que viajase a El Cairo por cuenta del Centro de Estudios Teológicos.
—¿A mis años? ¿A una ciudad que no he pisado en mi vida? ¡Usted está loco!
Milton pasó por alto el último comentario.
—Por eso le hemos buscado al mejor de los acompañantes.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que, además de viajar con toda comodidad y alojarse en uno de los mejores hoteles de El Cairo, irá con usted Donald Burton.
Best recordó la llamada que sacó al periodista de la reunión del Isabella Club y llegó a sus propias conclusiones. Aquellos dos individuos ya se habían reunido con él. Por eso su cita era a las diez.
—Supongo que el señor Burton está ya al corriente de todo este asunto.
—En lo concerniente a un posible viaje a El Cairo sí, pero apenas lo hemos informado acerca de la existencia de ese códice.
—¿Qué significa «apenas lo hemos informado»?
—Tiene un vago conocimiento de que este asunto puede levantar una gran polvareda informativa. Pero no ha visto esas fotografías.
—¿Ninguna?
—Ninguna.
—¿Qué papel tendría Burton en todo este asunto?
—Su misión es acompañarlo; conoce la ciudad como la palma de su mano y tiene excelentes contactos. Si usted no aceptase, sus servicios no nos serían necesarios.
—¿Qué gana él con esto?
—Cinco mil libras esterlinas, más gastos.
Best apretó los labios e hizo ligeros movimientos de cabeza.
—No está nada mal. ¿Alguna preferencia de carácter periodístico?
Aunque Milton sabía por lo que estaba preguntándole, quiso que el profesor fuese más explícito.
—¿A qué se refiere?
—A que si el señor Burton tendrá alguna exclusiva informativa sobre este asunto.
—Eso está por negociarse, al igual que con usted. Sabemos que su programa de la BBC goza de una elevada audiencia.
—A mí me interesan mucho más los aspectos científicos.
—Usted tendrá la exclusiva académica. Será quien dé a conocer el descubrimiento al mundo científico.
Best se acarició el mentón.
—¿Por qué no le han propuesto el viaje a Scott?
Encontró la respuesta en la mirada de Milton y comprendió que acababa de decir una tontería. Su viejo amigo estaba limitado por una grave enfermedad.
—Exactamente, ¿cuál sería mi misión en El Cairo?
—Autentificar la originalidad de esos textos.
—Por supuesto usted sería compensado con otras cinco mil libras —señaló Eaton, que había permanecido en silencio hasta entonces.
—Ése es un buen argumento para Burton, pero no lo es tanto para mí. El dinero nunca ha sido una prioridad en mi vida y ahora, con mis años, todavía menos.