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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (40 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—Estaba que me caía de hambre, así que me puse a buscar algo de comer, pero no había nada. Entonces, cuando llegué a la playa de la Espina, poco antes del templo de Manígulat, te vi tirado junto a la pared y a ese individuo amenazándote con la espada. Y ya está.

—¿No has encontrado a ningún otro superviviente entre las ruinas?

El Mazo negó con la cabeza.

—Supongo que, si alguien más se ha salvado, debe haber huido de la ciudad.

Derguín suspiró, desconcertado. ¿Cómo se habría salvado también Agmadán,
precisamente
Agmadán? No podía ser casualidad. Seguro que tenía algo que ver con el viaje hasta allí de Ziyam, Ariel y...

Un momento. Justo antes de que apareciera El Mazo, Agmadán había dicho algo que a Derguín le había llamado la atención. ¿Qué era?

«Vino con la madre de la niña. Ella parece conocerte. Se llama...»

¿Qué nombre había dicho? Juraría que empezaba como el de Tríane, o sonaba parecido. ¿Tríane? ¿Qué podía pintar Tríane con ellas en Narak?

Sacudió la cabeza para ahuyentar aquel pensamiento. Si trataba de relacionarlo y comprenderlo todo se iba a volver loco. Necesitaba proceder paso a paso, descomponer los hechos en partes manejables para analizarlos y afrontar primero lo más urgente.

—No creo que en Narak encontremos comida, a no ser que pretendamos alimentarnos de cenizas y huesos calcinados —dijo, apartándose de la pared y de la entrada a la cueva—. Con mis provisiones tenemos para comer dos veces.

—¿Dos veces? —gruñó El Mazo, incrédulo.

—Yo últimamente como poco. Venga, marchémonos de aquí.

—¿Adónde?

Derguín se quedó pensativo.

—Si tomamos la Costana del Norte, a unas tres horas de camino está Arubak. Es un pueblo pesquero, así que seguro que podrán darnos una cena tardía.

—Si es que los gusanos de fuego no han tomado esa dirección...

—Tengo la esperanza de que se hayan conformado con destruir Narak.

—¿Por qué?

Derguín se encogió de hombros. Era difícil explicar su intuición. Sospechaba que esas criaturas habían surgido del barro primordial convocadas por alguien muy poderoso y muy enfadado después de largos siglos de encierro. La bahía de Narak había sido su cárcel, y como tal cárcel había recibido su castigo.

Prefería pensar que era así, y no que unos seres de inconcebible poder destructor vagaban por la isla de Narak abrasando y quemando todo a su paso.

—Si en Arubak nos alquilan una barca, podríamos ir a Nahúr —sugirió El Mazo.

Su amigo se había construido una casa en aquel lugar, una pequeña isla frente a la costa sur de Narak. Derguín asintió por no discutir. Ya hablarían después, pero sospechaba que Nahúr no sería su destino.

¿Y cuál era su destino ahora mismo? Estaban ocurriendo muchas cosas y todas escapaban a su control. No sabía nada de Mikha. Tampoco tenía la menor idea de dónde buscarlo, así que era mejor no preocuparse por él de momento.

Ariel y la Espada. Eso le urgía más. Si la niña se había salvado, y esperaba de todo corazón que sí, seguramente habría huido de Narak. Puesto que el pueblo más cercano era Arubak, parecía también el lugar más apropiado para empezar a buscarla.

Mientras bajaban hacia los restos del puerto de la Seda para tomar la calzada del norte, El Mazo le dijo:

—Creo que ahora te toca hablar a ti, Derguín. ¿Qué demonios está pasando en el mundo? ¿Por qué hay una cara en la luna? ¿Por qué no llevas encima la Espada de Fuego?

Derguín se preguntó si era posible que ambos hechos guardaran relación. Pero, como no lo sabía, se limitó a narrar por orden todo lo que había sucedido desde la aparente muerte del Mazo. Al fin y al cabo, tres horas de camino daban para un largo relato.

Junto a las ruinas de Mígranz

L
os dioses no me doblegarán
, se repitió Togul Barok. ¡
No a mí, que llevo su sangre!

Casi tres años antes, la diosa Himíe se le había aparecido en sueños para revelarle que era su madre.

La mayoría de los sueños salen a través de una gran puerta de marfil y son engañosos. Algunos, en cambio, provienen de una estrecha puerta de cuerno tallado y cuentan la verdad. Togul Barok se convenció de que el ensueño que le mandó Himíe era veraz, porque en él vio una imagen que luego se cumplió: la torre en forma de huso donde había luchado con Derguín Gorión por
Zemal
.

Si por sus venas corría sangre de los Yúgaroi, eso explicaría sus pupilas dobles y su sobrehumana fuerza física. En la torre de Arak había recibido una confirmación más dramática. Derguín lo había atravesado de parte a parte con su espada. En aquel momento, Togul Barok sintió cómo todo se volvía frío y oscuro, cerró los ojos y pensó:
Conque es así como acaba todo
.

Pero luego los abrió y se tocó bajo el esternón, donde se había clavado el acero de Derguín. Bajo sus propios dedos, la herida se estaba cerrando. Notó bajo la piel una vibración que lo recorría de lado a lado, como si un ejército de diminutos cirujanos estuvieran remendando su herida por dentro. La milagrosa curación fue tan rápida que todavía pudo perseguir a Derguín, y si no lo alcanzó antes de que cogiera la Espada de Fuego fue por una fracción de segundo.

Después de la lucha tuvo tiempo de sobra para pensar, cuando se hundió en las profundidades de la torre y empezó una peregrinación de varios meses por las entrañas de la tierra.

Y cuanto más reflexionaba, más dificultades encontraba para aceptar la revelación de Himíe. Sí, sus ojos tenían pupilas dobles y sus heridas se curaban por arte de magia. Pero ¿cómo compaginar la historia de su concepción con lo que sabía de su nacimiento? Su madre, la segunda esposa del emperador Mihir Barok, había muerto días después de dar a luz. Había un médico y tres comadronas para testificarlo. Todos ellos le habían confirmado a Togul Barok que, incluso antes de cortarle el cordón umbilical, descubrieron que en cada uno de sus ojos había dos pupilas.

Por supuesto, era posible que le mintieran. Pero ¿de qué otra manera podrían haber ocurrido las cosas? ¿Se había quedado la diosa Himíe encinta de Mihir Barok? ¿Dónde había pasado su embarazo, en el Bardaliut? ¿Había llevado al bebé luego al palacio imperial para dar el cambiazo? Tanto disimulo y ocultación no parecían propios de una divinidad.

Empezó a obtener algunas respuestas mucho más tarde. Antes, conoció al extraño pueblo que se hacía llamar simplemente la Tribu. Su caída por el pozo interior de la torre de Arak había durado una eternidad, entre tinieblas en las que ni siquiera él alcanzaba a atisbar más que vagas sombras. Esperaba aplastarse contra el suelo en cualquier momento y se preguntaba si su poder de curación recién descubierto podría salvarlo cuando se convirtiera en una pulpa de carne macerada y huesos rotos.

Por suerte, el fondo del pozo contenía un vasto lago subterráneo. Togul Barok se hundió en sus aguas gélidas como una bola de plomo, pero su cuerpo resistió el impacto y sus pulmones la larga ascensión hasta la superficie.

En aquella caverna había encontrado a la Tribu. Un pueblo formado por ciento diecisiete miembros, número que para ellos era importante mantener. Sus grandes ojos, todo pupilas, eran capaces de penetrar en las tinieblas. Gracias a ellos se orientaban en su peregrinación por un laberinto de túneles. Buscaban una luz primordial que habían perdido y que no se encontraba en la superficie de Tramórea, sino en las más remotas profundidades.

Con ellos viajó durante meses. Finalmente, le robó al Sabio Cantor la lanza negra, escapó de la Tribu y salió al aire libre en una de las islas de la Barrera, al norte de Malirie. En un mapa comprobó que había recorrido a vuelo de pájaro, o más bien a horadar de topo, novecientos kilómetros. Pero caracoleando por aquellos inacabables túneles que subían, bajaban y se revolvían sobre sí mismos, la distancia debía de haber sido el doble o el triple.

En aquella isla se enteró de que todos lo daban por muerto. Prefirió que así siguiera siendo y regresó a Áinar de incógnito. No resultó tarea fácil. Primero tuvo que conseguir dinero, para lo cual el príncipe actuó como un vulgar ladrón, ayudado por el poder asesino de la lanza negra. Después, permaneció oculto en su camarote durante toda la travesía hasta Simas, en la costa sur de Áinar, y también durante el viaje río arriba en una chalana.

Llegado a Koras, se disfrazó con un manto harapiento, un bastón y una gasa gris que tapaba sus ojos pero le dejaba ver lo suficiente, y recorrió las calles encorvado y haciéndose pasar por ciego. Las estrictas ordenanzas instauradas por consejo de su maestro Brauntas impedían pasar de un distrito a otro sin salvoconducto, de modo que había tenido que abrirse paso hasta la ciudadela central escalando tapias como un gato noctámbulo.

Una vez que subió a la Mesa, el monte sobre el que se asentaba la ciudadela, decidió que era el momento de dejar de ocultarse y pasar a la acción. En esa noche, se dijo, moriría —si eran capaces de matarlo— o se convertiría en emperador. Para alguien que conocía la Urtahitéi y se cansaba mucho menos con ella que cualquier otro Tahedorán, no fue complicado llegar hasta el palacio y entrar en él desembarazándose de cuantos guardias le salieron al paso, recurriendo a veces a la espada y a veces a la lanza negra.

Su sorpresa vino cuando llegó a los aposentos privados de Mihir Barok, en el corazón del palacio imperial. Nunca había penetrado más allá de la sala de audiencias, donde su padre le hacía arrodillarse en el centro de un círculo de antorchas mientras él le hablaba desde fuera, de tal manera que el calor de las llamas ofuscaba su visión doble.

Al irrumpir en la alcoba del emperador, vio a Mendile tumbada en la cama. Desnuda y con las piernas abiertas, la tercera esposa de Mihir Barok se dejaba cabalgar por un hombre de espalda y nalgas velludas. Sólo cuando se dio la vuelta para mirar al intruso reconoció Togul Barok que aquel trasero tan hirsuto pertenecía a su severo preceptor, Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas.

Muchos adúlteros sorprendidos en pleno fornicio arguyen «Esto no es lo que parece». En el caso de Brauntas y Mendile era cierto. Antes de matarlos, Togul Barok les sonsacó abundante información. Así averiguó la razón de que el emperador llevara tanto tiempo ocultándose de sus súbditos: lupus. Había contraído la enfermedad hacía doce años y, cuando los síntomas resultaron muy evidentes, se escondió en el corazón del palacio.

La enfermedad había acabado matándolo en el 997, dos años antes del certamen por
Zemal
. Como Mihir Barok llevaba tanto tiempo recluido, a la camarilla que lo rodeaba le resultó sencillo fingir que seguía vivo y gobernar en su nombre sin tener que entregar el trono a Togul Barok.

Al príncipe le resultó muy satisfactorio torturar a Brauntas hasta la muerte. El Numerista era un hombre que jamás se reía y condenaba todos los placeres ajenos, y cuando Togul Barok era niño le había aplicado generosamente la vieja receta de la verdasca de olivo. Ahora le tocó a Brauntas sufrir los refinamientos de la lanza negra, un instrumento muy dúctil que podía herir como el hierro, quemar como el fuego o enviar por el cuerpo atroces corrientes de dolor que hacían que los dientes castañetearan hasta astillarse y los miembros se convulsionaran hasta que los huesos terminaban quebrándose.

Con Mendile no se empleó tan a fondo. No por respeto a su sexo, sino porque apenas conocía a la tercera esposa del emperador y no guardaba cuentas pendientes con ella. Además, Mendile no necesitó ver la punta de la lanza negra demasiado cerca de sus ojos para desembuchar toda la información que le solicitó el príncipe. Así descubrió detalles sobre su concepción y nacimiento que hasta entonces le habían ocultado. En agradecimiento concedió a Mendile una muerte rápida.

La historia que reconstruyó fue la siguiente: en el año 960, su padre se había casado con Rhiom, una hermosa aristócrata natural de Pashkri de la que, al parecer, Mihir estaba muy enamorado. Durante seis años intentó en vano dejarla embarazada. Por fin lo consiguió, pero Rhiom murió desangrada en el parto y el bebé nació muerto. Afortunadamente, según las comadronas, pues sufría malformaciones que lo habrían convertido en un monstruo incapacitado para el trono.

Tras un tiempo de luto, Mihir Barok volvió a casarse, esta vez con una noble Ainari. Su nueva esposa Ilizia no tardó en quedar encinta, pero la carcomía la obsesión por la muerte de Rhiom y las deformidades de su bebé. ¿Le ocurriría lo mismo a ella? En el tercer mes de gravidez, soñó que una mujer muy alta y de piel fosforescente se aparecía a los pies de su cama. Ilizia comprendió que se trataba de Himíe, la diosa que concede los hijos y protege a las mujeres en los partos.

—Conozco y comprendo tus temores —dijo la diosa—. Para que tu embarazo llegue a buen puerto, debes acudir mañana al templo de Tarimán, entrar sola en la cella donde se encuentra su estatua, arrodillarte ante él y rogarle que te ayude.

—Mi señora —contestó la mujer—, ¿cómo es que me pides que vaya a pedir ayuda a un dios varón en lugar de ir a tu propio templo?

—Mujer de débil fe, ¿no entiendes que Tarimán es el más ingenioso de entre los dioses y también el que más entiende de medicina? Él te ayudará ahora, y yo te auxiliaré cuando llegue el momento del parto.

—Perdóname, mi señora Himíe. ¡Qué contento se pondrá mi marido el emperador cuando sepa que has venido a visitarme, pues ansía sobre todas las cosas tener un hijo varón!

—Escúchame, Ilizia. Si quieres salir con bien de este embarazo, no debes decirle nada a tu esposo. Cuando llegue el momento, sabrá lo que tenga que saber, y no antes.

Tras estas palabras, la diosa desapareció de la alcoba. Al despertar a la mañana siguiente, Ilizia obedeció sus instrucciones sin decirle nada a su esposo. Apenas había amanecido cuando ya estaba ante las puertas del templo de Tarimán. Una vez allí, ordenó a los sacerdotes que le abrieran la cella y volvieran a cerrarla cuando ella hubiera entrado.

Pero el emperador Mihir Barok, que era de sueño ligero, había seguido a su esposa a cierta distancia, acompañado por Barim, un Tahedorán con nueve marcas que con el tiempo se convertiría en Gran Maestre de Uhdanfiún. Cuando entró en el templo, los sacerdotes le dijeron que Ilizia había mandado expresamente que no dejaran pasar a nadie. Obviamente, el emperador podría haberles obligado a que le abrieran la cella, pero prefirió asomarse por el ojo de la cerradura.

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