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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (56 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—Así es. Derguín me habló de ellos. Llegó a la península de Iyam por un pasadizo subterráneo. Después, cuando acompañó al ejército de la reina Tanaquil, atravesó varios túneles más que los llevaron hasta Malabashi.

—Entonces, para utilizarlos tendríamos que pedir permiso a las Atagairas —dijo Aidé.

—No puedo hablarte de esos túneles.
Noshir
—contestó Baoyim cuando la trajeron a presencia de Kratos. Debían haberla despertado del primer sueño: tenía los ojos desenfocados y dos rayas en la mejilla izquierda dejadas por el doblez de la manta.

—No hace falta que me hables de ellos. Ya lo hizo Derguín —repuso Kratos—. Sé que existen, y que podríamos atravesar toda la cordillera pasando de valle en valle a través de esas galerías.

—El Zemalnit ha sido el único extranjero en la historia de Atagaira al que se ha permitido conocer nuestros secretos.

—Pues ahora tendréis que revelárselos a unos cuantos más, si queréis que Atagaira y el resto de los reinos sigan teniendo historia.

—Entiendo tus palabras,
tah
Kratos. Pero las Atagairas siempre hemos recelado de los extranjeros. No es fácil luchar contra nuestra propia naturaleza.

—En los días venideros tendremos que hacer muchas cosas más difíciles que vencer desconfianzas mutuas.

Baoyim asintió.

—Haré lo que esté en mi mano. Por desgracia, en los últimos tiempos no gozo de gran popularidad en la corte.

—No te voy a pedir que actúes como diplomática. Ya he mandado un mensaje a la reina o a quien gobierne en su nombre.

—No te lo has pensado dos veces,
tah
Kratos.

—Me temo que pensarse las cosas dos veces se ha convertido en un lujo. He pedido a las Atagairas que honren la alianza que hemos firmado permitiéndonos el paso bajo las montañas. También les he dicho que, si quieren hacerles la guerra a los dioses celestiales de los que tanto desconfían, aceptaremos gustosos su compañía.

—Puesto que no me necesitas como intermediaria, ¿qué quieres de mí,
tah
Kratos?

—Que seas nuestra guía. Te pido que nos lleves hasta las montañas y nos enseñes el camino más corto.

—Soy la portaestandarte del Zemalnit. No pertenezco a la Horda Roja,
tah
Kratos.

—Por eso te lo pido y no te lo ordeno. No sabemos dónde está Derguín, pero partió con Mikhon Tiq. Ambos son más que capaces de cuidarse solos. ¿Qué podrías hacer tú aquí, en Nikastu?

—No sé...

Al ver que titubeaba, Kratos apoyó ambas manos en los hombros de la Atagaira. Para su desgracia, no vio que Aidé los estaba observando desde detrás de una cortina.

—Te pido que vengas a la guerra conmigo, Baoyim. Y no a una guerra cualquiera. Ésta será la madre de todas las guerras. ¿Qué me dices?

La Atagaira levantó la barbilla y sonrió mostrando sus dientes de nácar.

—Que mientras el Zemalnit no regrese para reclamar mis servicios, mi espada es tuya,
tah
Kratos.

Arubak, isla de Narak

U
n gigante! ¡Hay un gigante en los acantilados!

Derguín intentó incorporarse. A la primera no lo consiguió. Le dolía el cuerpo entero, sobre todo el pecho y la espalda. Para el segundo intento, en lugar de tirar de los músculos abdominales, rodó trabajosamente sobre sí mismo, empujó con los brazos para arrodillarse y a partir de esa postura se puso en pie. En cada movimiento sus costillas se quejaron del trato cruel a que las sometía, pero intentó no hacerles caso.

Como cada vez que se despertaba, buscó a su alrededor. No,
Zemal
no estaba. No podía acariciar su empuñadura para sentir esa corriente de energía que tanto alteraba sus nervios, pero sin la que no podía vivir.

Al menos, recordó, había recuperado a
Brauna
.

—¡Un gigante, señor! ¡Yo lo he visto!

Derguín bajó la mirada. Un chico de ocho o nueve años, muy flaco y atezado, le tiraba de la manga de la almilla. El Mazo se revolvió, envuelto en la lona que habían utilizado a modo de manta, y el entablado del cobertizo crujió por su peso.

Derguín se frotó los brazos y tiritó. La luz que entraba por la puerta y las rendijas de las paredes indicaba que ya había amanecido hacía al menos una hora, de modo que no debía tratarse de ese frío desapacible que precede al alba. Era la gelidez que se le había incrustado en el cuerpo desde que perdiera la Espada de Fuego y que sólo desaparecía a ratos, sustituida por sofocos que le hacían sudar como una mujer menopáusica.

Despertó al Mazo clavándole el pie en la espalda. El gigante de las Kremnas gruñó, pero Derguín insistió. Era su pequeña venganza por haberlo destapado.

El cobertizo en el que habían dormido unas pocas horas —tres o cuatro como mucho— pertenecía al padre del chico. Derguín y El Mazo habían llegado al pueblo ya entrada la noche. Por suerte, la desaparición de las lunas los sorprendió cuando ya estaban en la larga playa situada al oeste de la aldea. Durante más de una hora caminaron en una oscuridad casi total, orientados por el son de la marea y el brillo fantasmal de la espuma en las crestas de las olas que rompían contra la arena a su izquierda. De haberles ocurrido en el tortuoso sendero que unía la ciudad de Narak con Arubak, habrían tenido que detenerse a pernoctar allí mismo o correr el riesgo de despeñarse por los farallones.

Al final de aquel prolongado paseo encontraron un promontorio que, según recordaba Derguín de sus visitas a la zona, se internaba en el mar como un espolón. Treparon por él casi a gatas. Al otro lado se abría una bahía arenosa protegida de las olas por una bocana natural. Allí estaba el pueblo de Arubak.

Sus habitantes habían encendido hogueras y antorchas en la playa y hacían rogativas junto al fuego para que regresaran las lunas. Algunos hombres se mesaban los cabellos y se hacían cortes en la cara como si estuvieran en un bárbaro funeral.

Al principio, la llegada de Derguín y El Mazo suscitó recelos. Normalmente, toda la isla vivía en paz, pues la flota de la ciudad garantizaba que no se produjeran ataques desde el mar. Pero aquella noche reinaba un ánimo diferente. Durante el día, aunque el cielo estaba despejado, los moradores de Arubak habían oído truenos distantes que provenían del oeste. Aquella extraña tormenta había durado un par de horas. Después el viento trajo pavesas y olor a quemado. A media tarde, los pescadores y mejilloneros que iban a pie a Narak a vender sus productos regresaron para contar a los demás que la orgullosa capital de la isla era una ruina humeante.

Como aldeanos, sentían una mezcla de desconfianza y envidia por los refinados habitantes de la ciudad. Por eso, la destrucción de la flota les consternó mucho más que la pérdida de tantas vidas y tanta belleza. Sin los barcos de guerra, ¿quién impediría ahora las incursiones de los piratas?

Para colmo, la noche había estado plagada de portentos que culminaron con la desaparición de las lunas. Era comprensible que no recibiesen con los brazos abiertos a dos extranjeros salidos de la oscuridad, uno de ellos ataviado con una armadura de aspecto amenazador y el otro un tipo barbudo casi tan grande como un corueco.

No obstante, al final triunfaron los preceptos de la hospitalidad. Además, Derguín traía monedas de cobre y de plata —las de oro prefirió no enseñarlas—. Un pescador llamado Foltar preparó una parrilla y les asó dos lubinas que acompañaron con cerveza y verduras crujientes. El Mazo se zampó pieza y media, más un pulpo a la brasa como propina.

—¡Cuánto hacía que no comía como los dioses mandan!

Incluso Derguín, que apenas disfrutaba de la comida desde que le habían robado la Espada de Fuego, encontró que aquel pescado jugoso y con sabor a brasa estaba delicioso. Mientras daban cuenta de la cena, respondieron a las preguntas de los aldeanos. No, ellos no habían presenciado la destrucción de Narak. Habían llegado en un barco; su capitán, al ver el estado de la ciudad y sus puertos, había decidido dar media vuelta y regresar a la isla de Beliz, situada al este. Pero antes los había desembarcado a ellos, que venían buscando a unas mujeres. ¿Por qué? Porque tenían algo que les pertenecía y querían recuperarlo.

Esas mujeres, les contaron los aldeanos, habían llegado a media mañana, poco después de que cesaran los truenos en la ciudad. Eran ocho y viajaban solas, sin la compañía de ningún hombre, algo que extrañó sumamente a los vecinos de Arubak. Cinco de ellas se tapaban la cabeza para que no les diera el sol.

—Atagairas, sin duda —dijo Derguín.

De las tres que llevaban la cabeza descubierta, dos eran mujeres adultas y extraordinariamente hermosas, aunque vinieran tan sucias de polvo y hollín y despeinadas como todas las demás. Los aldeanos se las describieron con todo detalle. Una, la que parecía más joven —aunque se comportaba a ratos como si fuera la jefa del grupo— tenía el cabello negro, los ojos rasgados y oscuros y el cutis blanco. La otra era más alta, casi uno ochenta, y también tenía los cabellos negros; pero su tez era cobriza y los iris de ámbar destacaban en su rostro como gotas de oro líquido. La ropa que llevaba encima parecía la más cara y la menos apropiada para viajar.

A Derguín se le aceleró el corazón cuando escuchó la descripción de la segunda mujer. Sólo podía ser Neerya. ¡De modo que se había salvado de la catástrofe! Eso explicaría en parte que otro de los supervivientes, aunque por pocas horas, hubiese sido Agmadán. Derguín no alcanzaba a comprender por qué el politarca no estaba con la bella cortesana Bazu, pero carecía de importancia. Lo importante era que Neerya seguía viva.

Al pensar en ello, aferró con fuerza la empuñadura de
Brauna
. Tal vez las tornas cambiasen. Había recuperado la espada de su padre. Agmadán estaba muerto y Neerya viva. Sólo faltaba encontrarla..., y recuperar la Espada de Fuego.

—¿Quién era la tercera mujer? —preguntó a su anfitrión.

—Una niña de once o doce años. Guapa también, aunque no tanto como esas dos mujeres.

—¿Cómo era la niña? ¿Morena, con los ojos muy verdes?

—Sí, has acertado, señor.

—¿No estarán aquí todavía, en la aldea?

—No. Querían viajar hacia el norte. Preguntaron por alguien que las llevara a Tíshipan, en Áinar, pero eso está muy lejos para nuestras barcas.

—¿Y entonces adónde fueron?

—Embarcaron con Gorasmas, que tiene un atunero. Le pagaron para que las llevara a Lantria.

Lantria era un puerto Ritión, situado al sur de Zirna, su ciudad natal. Derguín reflexionó y examinó mentalmente el mapa. ¿Adónde se dirigían las ocho mujeres? Al principio habían querido navegar hasta Tíshipan. Eso significaba que su lugar de destino debía de encontrarse al oeste de Zirna. Si desembarcaban en Lantria, tendrían que viajar al norte hasta Zirna, dejar atrás ésta y atravesar el desfiladero de Agros, siguiendo la Ruta de la Seda.

—¿Puedes llevarnos tú a Lantria? —le preguntó a Foltar.

El pescador se resistió: para cruzar hasta el continente tardarían dos o tres días, les explicó, dependiendo de la mar y del viento, y él no estaba acostumbrado a alejarse tanto de la costa. Derguín, impaciente, le ofreció ocho imbriales, más de lo que aquel hombre debía ver en medio año de trabajo.

Fue el mismo Foltar quien los alojó en un cobertizo donde él y sus parientes guardaban los aparejos. Olía a sal, a brea y a humedad. Pero estaban tan cansados que incluso Derguín acabó durmiéndose. Como era de esperar, soñó con Ariel y
Zemal
. Pero las imágenes eran confusas. Ariel se convertía en Mikhon Tiq y le ponía unas esmeraldas a
Zemal
en el puño. «Así está mucho más bonita, ¿ves? Puedes ofrecérsela a Tríane como regalo de bodas.» «Yo no me quiero casar con Tríane, sino con Neerya», contestó Derguín.

Le parecía que acababa de cerrar los ojos cuando el crío lo despertó. Después de espabilar al Mazo, tarea que se demostró ímproba, salieron a la playa. Allí ardían todavía un par de hogueras; las demás habían quedado reducidas a rescoldos. Muchos de los aldeanos dormían alrededor de las brasas, formando círculos. Algunos seguían rogando a los dioses de rodillas, haciendo zalemas una y otra vez hasta tocar con la frente en la arena e implorando con tonos gimoteantes.

Derguín no los culpaba por sentir miedo. Levantó la mirada y buscó a Taniar en el cielo. Debería haberse vislumbrado como un tenue círculo rojizo al oeste, pero no estaba allí. La desaparición de las lunas no era una de esas pesadillas que se desvanecen al despertar.

—Llévanos adonde has visto a ese gigante —le dijo al crío, ofreciéndole una moneda de cobre.

Antes de ponerse en camino, Derguín volvió a embutirse en la armadura. Si en verdad había un gigante en los acantilados, podía tratarse del mismo que lo lanzó por los aires. En tal caso, Derguín no pensaba acercarse a él. Pero, por si acaso, mejor protegerse con el blindaje que le había salvado la vida.

Anduvieron hasta el extremo oriental de la bahía, dejando atrás las casas de la aldea, que formaban una especie de herradura pegada a la playa. Una vez allí, siguieron caminando entre las piedras bajo un acantilado oscuro lleno de nidos de cormoranes que se zambullían ruidosamente en el mar.

Doblaron otro pequeño promontorio y continuaron hacia el sureste, siempre al pie del farallón. Aunque el sol ya había subido lo suficiente como para verse blanco, seguía mostrando un tono entre rojizo y anaranjado. ¿Otro portento? Su luz se reflejaba en la pátina de agua que bañaba la parte superior de las piedras y las teñía de cobre.

—¿Falta mucho, chico? —protestó El Mazo. La víspera había caminado descalzo. Ahora llevaba unas sandalias que le había improvisado Foltar con dos trozos de cuero y cuerdas de cáñamo, ya que nadie en la aldea tenía calzado para pies tan grandes. No era el mejor equipo para moverse entre aquellas piedras resbaladizas y puntiagudas.

—No, señor. Enseguida llegamos.

Pasaron entre el acantilado y un peñón negro en forma de dedo. Al otro lado había una playa de apenas diez metros de longitud, cerrada en su extremo oriental por una roca oscura.

Sentada sobre ella estaba el gigante.

—Yo os dejo aquí, señores —dijo el niño con gesto asustado, y se marchó por donde había venido.

Derguín observó al supuesto gigante antes de acercarse. Su inmovilidad era tan absoluta que más parecía una estatua. De haber estado de pie, habría medido unos cuatro metros. Tenía las manos apoyadas en las rodillas en un gesto extrañamente humano.

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