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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (68 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Había algo que los nuevos amigos ignoraban y jamás habrían entendido: los niños estaban convencidos de que Sylvia había caído víctima de las maldiciones de Joshua. Si ella hubiera estado allí para decir: «Oh, ¿cómo podéis pensar esa tontería?», no le habrían creído, pero se habrían sentido menos culpables. De hecho, los sentimientos de culpa los atormentaban hasta un punto insoportable. Por lo tanto, como hacemos todos con el dolor más intenso y profundo, comenzaron a olvidar.

Mantenían vivo en su memoria cada minuto de los largos días en que habían aguardado que Sylvia regresara de Senga para rescatarlos, mientras Rebecca moría y Joshua se negaba a morir hasta que llegase la doctora. La angustia de la ansiedad..., no, no la olvidaban, como tampoco el momento en que ella reapareció, como un pequeño fantasma blanco, para abrazarlos y llevarlos consigo. A partir de ese momento empezaba la bruma: la huesuda mano de Joshua atenazando la muñeca de Sylvia y sus palabras asesinas, el aterrador avión, la llegada a esta casa extraña, la muerte de Sylvia... No, todas esas imágenes se desvanecieron poco a poco, y pronto Sylvia se convirtió en una presencia protectora y amistosa, a la que recordaban arrodillada en el polvo para enyesar una pierna o sentada en el porche entre los dos, enseñándoles a leer.

Entretanto, Frances se despertaba por las noches, con un nudo de ansiedad en el estómago, y Colin decía que también dormía mal. Según Rupert, el problema estribaba en que aquella decisión no se había meditado lo suficiente.

Frances abrió los ojos sobresaltada, gritando, y se encontró entre los brazos de Rupert.

—Baja. Te prepararé una taza de té. —Cuando llegaron a la cocina, Colin ya estaba allí, con una botella de vino delante.

Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad de las cuatro de la madrugada de una noche de invierno. Rupert corrió las cortinas, se sentó junto a Frances y la rodeó con un brazo.

—Bueno, hemos de tomar una decisión. Y decidáis lo que decidáis, ambos tendréis que sacaros la otra opción de la cabeza. De lo contrario, enfermaréis.

—De acuerdo —dijo Colin y extendió un brazo tembloroso para asir la botella de vino.

—Vamos, hijo, sé un buen chico, no bebas más —dijo Rupert.

Frances experimentó la aprensión de una mujer cuya pareja, que no es el padre de su hijo, asume un papel paternal: Rupert había hablado como si se dirigiera a William.

Colin apartó la botella con brusquedad.

—Esta puta situación es irresoluble.

—Sí, lo es —asintió Frances—. ¿En qué nos estamos metiendo? ¿Os dais cuenta de que estaré muerta antes de que ellos terminen de estudiar?

El brazo de Rupert apretó sus hombros.

—Pero no podemos echarlos —replicó Colin con voz agresiva y llorosa, casi suplicante—. Si un par de gatitos tratan de salir del cubo donde los están ahogando, uno no los empuja para que vuelvan a caer. —Hacía años que Frances no veía ni oía al Colin que hablaba en esos momentos; Rupert no había conocido a ese joven apasionado—. Sencillamente no se hace —insistió Colin inclinándose hacia delante y fijando los ojos en los de su madre y luego en los de Rupert—. No los empujas para que vuelvan a caer. —Emitió un gemido, que Frances tampoco había oído en mucho tiempo. Apoyó la cabeza sobre sus brazos, cruzados sobre la mesa. Rupert y Frances se comunicaron en silencio.

—Creo que sólo podéis tomar una decisión —señaló Rupert.

—Sí—dijo Colin, levantando la cabeza.

—Sí —dijo Frances.

—Ya está, pues. Ahora enterrad la otra opción. Olvidadla.

—Supongo que una casa de los sesenta siempre será una casa de los sesenta—sentenció Colin—. No, no es una observación mía, sino de Sophie. A ella le parece maravilloso. Me atreví a hacerle notar que no será ella quien se encargue del trabajo. Pero aseguró que arrimará el hombro, que echará una mano... en todo, según ella. —Rió.

Cuando volvieron a la cama, Rupert dijo:

—Creo que no soportaría que te murieras. Por suerte, las mujeres viven más que los hombres.

—Y yo soy incapaz de imaginar la vida sin ti.

Estas dos personas del mundo de las letras rara vez habían ido más allá de este tipo de comentario. «No nos va mal, ¿verdad?» era una frase que rayaba en el límite. Vivir tan desfasado respecto de los tiempos requiere cierto valor: un hombre y una mujer que se atreven a amarse tanto... en fin, resulta difícil confesarlo, incluso confesárselo el uno al otro.

—¿A qué venía eso de los gatitos?

—Ni idea. Jamás ocurrió en esta casa, y estoy segura de que tampoco en la escuela. En los colegios progresistas no ahogan gatos. Por lo menos delante de los alumnos.

—Pasara donde pasase, es obvio que caló hondo.

—Es la primera vez que lo menciona.

—Cuando era pequeño vi a una pandilla de gamberros torturar a un perro. Eso me enseñó más sobre la naturaleza del mundo que cualquier otra cosa en toda mi vida.

Empezaron las clases. Rupert ayudaba a Listo y a Zebedee con las matemáticas: no sabían más que las tablas de multiplicar, pero eran muy rápidos y se pondrían al día. Frances descubrió que habían hecho lecturas de lo más extraordinarias: recordaban pasajes enteros de
El libro de la selva
,
Rebelión en la granja
y libros de Enid Blyton y Hardy, si bien no habían oído hablar de Shakespeare. Se proponía remediar esta deficiencia; siempre estaban leyendo algo de las estanterías del salón. Colin colaboraba con la geografía y la historia. El pequeño atlas de Sylvia había prestado un buen servicio: los conocimientos que tenían del mundo eran amplios, aunque no profundos; en cuanto a la historia, sólo sabían algo de
Los papas del Renacimiento
, libro procedente de los estantes del padre McGuire. Sophie los llevaría al teatro. Y de repente, sin que se lo pidieran, William empezó a enseñarles cosas de sus viejos libros de texto, y esto fue lo que más les sirvió.

William afirmaba que la aplicación de los chicos lo ponía nervioso: él se empeñaba en hacer las cosas bien, pero comparado con ellos...

—Es como si su vida dependiera de ello —dijo y, tras meditar sus propias palabras añadió—: Bueno, supongo que depende de ello. Al fin y al cabo yo siempre podré ser...

—¿Qué? —preguntaron los adultos, aprovechando la oportunidad para averiguar qué le pasaba realmente por la cabeza.

—Un jardinero en Kew —prosiguió William con seriedad—. Sí, eso me gustaría. O podría ser como Thoreau y vivir solo cerca de un lago, escribiendo sobre la naturaleza.

Puesto que Sylvia había muerto sin otorgar testamento, dijeron los abogados, su dinero iría a parar a su madre, que era el familiar más cercano. Se trataba de una suma considerable, y habría bastado para cubrir los gastos de la educación de los niños. Le pidieron a Andrew que, como antiguo amigo de Phyllida, la visitase cuando pasase por Londres, y así fue como se produjo la siguiente conversación:

—A Sylvia le habría gustado que su dinero sirviese para educar a los dos niños africanos que al parecer adoptó.

—Ah, sí, los niños negros, he oído hablar de ellos.

—Estoy aquí para pedirte formalmente que renuncies a ese dinero, porque estamos seguros de que es justo lo que ella habría deseado.

—No recuerdo que dijese nada al respecto.

—Pero ¿cómo iba a hacerlo, Phyllida?

Ella negó con la cabeza y en su rostro se dibujó una sonrisa triunfal que también tenía algo de divertida, como la de alguien que aplaude los caprichos del destino después de haber ganado una fortuna en las carreras.

—Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Además, creo que me merezco algo bueno.

Hubo una discusión familiar.

A pesar de que Rupert era redactor jefe en su periódico y ganaba bastante dinero, sabía que incluso cuando acabara de pagar la escuela de Margaret (ahora Frances costeaba la de William) tendría que seguir manteniendo a Meriel.

Las inteligentes novelas de Colin, que Rose Trimble había descrito como «novelas elitistas para las clases verbosas», no alcanzarían más que para mantener a la niña y a Sophie, que, como la mayoría de los actores, pasaba largas temporadas en el paro. Él gastaba tan poco en sí mismo que casi no contaba.

Frances se encontró en un conflicto familiar. Le habían ofrecido un empleo para ayudar a dirigir un pequeño teatro experimental: su deseo del alma, mucha diversión y poco dinero. Sus serios y fiables libros, que se vendían por todas las librerías del país, rendían buenos beneficios. Se vería obligada a decir que no al teatro y continuar escribiendo. Se comprometió a responsabilizarse de Listo y sugirió que Andrew se encargase de Zebedee.

Aunque Andrew quería tener hijos, recibía un sueldo tan bueno, que estaba seguro de poder afrontar esos gastos. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban. El matrimonio, que ya atravesaba malos momentos, pronto se disolvería, aunque Mona estaba embarazada. Siguieron años de batallas legales, y cuando Andrew conseguía arrancar a la niña de las garras de su celosa madre, la pequeña pasaba la mayor parte del tiempo con su prima, compartiendo las atenciones de la niñera de turno y del padre de Celia. Como a menudo gimoteaba Sophie, Colin era un padre maravilloso, mientras que ella era una pésima madre. («No importa —balbucía Celia, cuando la oía decir eso—, eres una mamá tan bonita que no nos importa.»)

¿Dónde meterían a todo el mundo?

Listo ocuparía la antigua habitación de Andrew, y Zebedee la de Colin. Éste trabajaría en el salón. La habitación de William estaba en la planta de Frances y su padre. La
au pair
dormía en el cuarto que había pertenecido a Sylvia.

¿Y el apartamento del sótano? Alguien vivía en él: Johnny.

Frances se disponía a tomar el autobús cuando oyó unos pasos presurosos a su espalda y un: «Frances, Frances Lennox.» Se volvió y vio a una mujer con una blanca melena alborotada por el viento que pugnaba por mantener la bufanda en su sitio. Frances no la conocía... o sí, casi: era la camarada Jinny, de los viejos tiempos.

—Ay, no estaba segura de que fueses tú —parloteó ésta—; pero sí, eres tú, bueno, todos hemos envejecido, ¿no? Ay, Señor, sólo quería decirte... Se trata de tu marido, ¿sabes? Estoy muy preocupada por él.

—Mi marido se encontraba perfectamente hace menos de cinco minutos.

—Ay, querida, querida, qué tonta soy, me refería a Johnny, al camarada Johnny, si supierais lo que los dos significabais para mí cuando era joven, cuánto me inspiraron los camaradas Johnny y Frances Lennox...

—Mira, lo siento, pero...

—Espero que esto no te parezca una intromisión.

—¿Qué pasa?

—Está tan viejo, pobrecillo...

—Tiene mi edad.

—Sí, pero algunos envejecen mucho más que otros. Sólo pensé que debías saberlo —dijo y se alejó agitando la mano con una mezcla de aprensión y agresividad.

Frances se lo contó a Colin, que repuso que lo que le ocurriese a su padre lo traía sin cuidado. Y Frances aseguró que ni loca recogería los pedazos de Johnny. Sólo quedaba Andrew, que llegó desde Roma para pasar una tarde en Londres. Encontró a Johnny en una habitación bastante agradable de Highgate, en la casa de una mujer que describió como la sal de la tierra. Se había convertido en un frágil anciano con mechones de pelo plateado alrededor de una brillante calva blanca, la viva imagen del patetismo y vulnerabilidad. Se alegró de ver a Andrew, si bien no estaba dispuesto a demostrarlo.

—Siéntate. Estoy seguro de que la hermana Meg nos hará una taza de té.

Sin embargo, Andrew permaneció de pie y dijo:

—He venido porque nos han dicho que estás pasando una mala racha.

—Cosa que no puede decirse de ti, según me han contado.

—Me alegra decir que lo que te han contado es cierto.

La situación de Johnny no le parecería tan lastimosa a mucha gente, pero al fin y al cabo había pasado las dos terceras partes de su vida en hoteles de lujo de la Unión Soviética, Polonia, China, Checoslovaquia, Yugoslavia, Chile, Angola, Cuba... Allí donde se había celebrado una reunión de compañeros había estado el camarada Johnny, para quien el mundo era un tonel de ostras, un tarro de miel, una lata siempre abierta de caviar de Beluga, y allí estaba ahora, en una habitación, agradable pero sencilla, viviendo de una jubilación.

—Y el pase de autobús para viejos también ayuda.

—Por fin eres un buen miembro del proletariado —observó Andrew, sonriendo con benevolencia a su desposeído padre desde su sinecura.

—Y también me han dicho que te has casado. Empezaba a pensar que eras maricón.

—En estos tiempos, nunca se sabe. Pero olvida todo eso; hemos pensado que quizá te gustaría vivir en el apartamento del sótano.

—Es mi casa, así que no lo pintes como si me hicierais un favor.

No obstante, aceptó gustoso las dos habitaciones con todos los gastos cubiertos.

Colin bajó para ayudarlo a instalarse y le advirtió que no debía pensar que Frances lo atendería.

—¿Cuándo me atendió? Siempre ha sido una pésima ama de casa.

Pero Johnny no necesitaba que su familia le hiciera compañía. Las visitas le traían regalos y flores como si fuese un altar. Johnny iba en vías de convertirse en un santón, siguiendo los pasos de un santón superior, y se le oía decir a menudo: «Sí, en un tiempo fui algo rojillo.» Se sentaba con las piernas cruzadas sobre los cojines de la cama, y su antiguo ademán, con las manos abiertas como ofreciéndose a sí mismo a su público, encajaba perfectamente con su nuevo personaje. Tenía discípulos y enseñaba meditación y el Cuádruple Camino. A cambio le limpiaban el apartamento y le cocinaban platos en los que las lentejas ocupaban un lugar destacado.

Sin embargo, éste era su nuevo yo, o quizá su nuevo papel, en una obra donde las hermanas, los hermanos y las Santas Madres había reemplazado a los camaradas. Su antiguo yo aún salía a la superficie en ocasiones, cuando otros visitantes, los camaradas, acudían para rememorar los viejos tiempos como si el gran fracaso de la Unión Soviética no se hubiera producido, como si ese Imperio siguiese en pie. Aquellos viejos y viejas, cuya vida había estado iluminada por el Gran Sueño, se sentaban a beber vino en un ambiente no muy diferente del de las lejanas veladas combativas, salvo por una cosa: ahora no fumaban, mientras que en el pasado el humo que había pasado primero por sus pulmones imposilitaba la visión de un extremo al otro de la estancia.

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