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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (26 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Óscar caminaba lentamente detrás de Matzerath, del hombre de Neufahrwasser y del finlandés sobrecargado. De vez en cuando me volvía, porque el estibador había dejado la cabeza de caballo bajo el semáforo. Pero ya no podía verse nada de ella, porque las gaviotas la habían empolvado. Un agujero blanco, tenue en el mar verde botella. Una nube recién lavada, que a cada momento podía elevarse limpiamente en el aire, ocultando a gritos una cabeza de caballo que no relinchaba, sino que chillaba.

Cuando me harté, eché a correr dejando atrás a las gaviotas y a Matzerath, y saltando y golpeando el tambor me adelanté al estibador, que ahora fumaba una pipa corta, y alcancé a Jan Bronski y a mamá a la entrada de la escollera. Jan seguía sosteniendo a mamá lo mismo que antes, pero ahora una de sus manos desaparecía bajo la solapa del abrigo de ella. Esto, como tampoco que mamá tenía metida una mano en el bolsillo del pantalón de Jan, Matzerath no podía verlo, porque se había quedado muy atrás y estaba atareado envolviendo en papel de periódico que había recogido entre los bloques de la escollera las cuatro anguilas que el estibador le había dejado aturdidas con una piedra.

Cuando Matzerath nos alcanzó, parecía venir remando con su paquete de anguilas y dijo: —Uno cincuenta quería por ellas, pero yo sólo le di un florín, y basta.

Mamá tenía ya mejor cara y las manos otra vez juntas, y dijo: —No te imagines que voy a comer de esa anguila. Nunca más volveré a comer pescado, y anguilas, ni hablar.

Matzerath se echó a reír: —¡Ah, qué muchachita ésta! Como si no supieras ya cómo se cogen las anguilas, y sin embargo bien que las has comido siempre, incluso crudas. Pero espérate a que este humilde servidor las haya preparado de primera, con todo lo que haga falta y un poquitín de verdura.

Jan Bronski, que había sacado oportunamente su mano del abrigo de mamá, no dijo nada. Y yo me puse a tocar el tambor, para que no volvieran a empezar con las anguilas hasta que estuviéramos en Brösen. Tampoco en la parada del tranvía y en el remolque dejé hablar a los tres adultos. Las anguilas, por su parte, se mantuvieron relativamente quietas. En Saspe no tuvimos que pararnos, porque ya estaba listo el tranvía de vuelta. Poco después del aeropuerto, a pesar de mi tamboreo, Matzerath empezó a hablar de su enorme apetito. Mamá no reaccionó y siguió mirando a lo lejos, hasta que Jan le ofreció uno de sus «Regatta». Al darle fuego y adaptarse ella la boquilla dorada a los labios, miró sonriendo a Matzerath, porque sabía que a éste no le gustaba que fumara en público.

Bajamos en la Plaza Max Halbe, y mamá, contrariamente a lo que yo esperaba, se agarró del brazo de Matzerath y no del de Jan. Este iba a mi lado, me tomó de la mano y siguió fumando hasta acabar el cigarrillo de mamá.

En el Labesweg, las amas de casa católicas seguían sacudiendo todavía sus alfombras. Mientras Matzerath abría nuestra puerta vi a la señora Kater, que vivía en el cuarto piso, junto al trompeta Meyn. Con poderosos brazos amoratados manteníase en equilibrio sobre el hombro derecho una alfombra parda enrollada. En ambos sobacos brillábanle unos pelos rubios que el sudor salaba y enredaba. La alfombra se doblaba hacia adelante y hacia atrás. Con la misma facilidad hubiera cargado al hombro un borracho; pero su marido ya había muerto. Al pasar junto a mí con su masa adiposa envuelta en tafeta negra, alcanzóme un efluvio de amoniaco, pepino y carburo: debía de tener la regla.

Al poco rato oí, viniendo del patio, aquel tableteo uniforme de la alfombra que no me dejaba punto de reposo en el piso, me perseguía, y me llevó finalmente a refugiarme en el armario ropero de nuestro dormitorio, porque allí los abrigos de invierno que estaban colgados absorbían por lo menos la peor parte de aquellos ruidos prepascuales.

Pero no fue sólo la señora Kater con su sacudir la alfombra lo que me hizo refugiarme en el armario. Mamá, Jan y Matzerath no se habían despojado todavía de sus respectivos abrigos, y ya empezaba la pelotera a propósito de la comida de Viernes Santo. La cosa no se limitó a las anguilas, y hasta yo mismo salía otra vez a relucir con mi célebre caída de la escalera de la bodega: Tú tienes la culpa, no, la tienes tú, ahora mismo preparo la sopa de anguilas, no te pongas tan delicada, haz lo que quieras, con tal que no sean anguilas, hay conservas bastantes en la bodega, toma unas cantarelas, pero cierra la trampa, que no vuelva a suceder, acaba de una vez con tus bobadas, habrá anguilas y basta, con leche, mostaza, perejil y patatas al vapor y una hoja de laurel además, y un clavo, pero no, Alfredo, no insistas si ella no quiere, tú no te entrometas, o crees que compré las anguilas por nada, las voy a lavar y limpiar bien, no, no, ya veremos, esperad a que estén sobre la mesa y ya veremos quién come y quién no.

Matzerath cerró violentamente la puerta del salón y desapareció en la cocina, donde le oímos maniobrar en forma particularmente ruidosa. Mató las anguilas con los cortes en cruz a la base de la cabeza, y mamá, que tenía una imaginación excesivamente viva, hubo de tenderse sobre el diván, en lo que Jan Bronski la imitó en seguida; y hételos ahí asidos ya de las manos y susurrando en cachuba.

Cuando los tres adultos se hubieron distribuido por el piso en la forma indicada, no estaba yo sentado todavía en el armario, sino también en el salón. Había allí, junto a la chimenea de azulejos, una silla de niño. Allí estaba yo sentado, bamboleando las piernas, cuando vi que Jan me miraba fijamente y sentí que estorbaba a la pareja, aunque no pudieran hacer gran cosa, ya que Matzerath, si bien invisible, no dejaba de amenazarlos desde el otro lado del tabique en forma suficientemente clara con anguilas medio muertas, agitándolas a manera de látigos. Así que se cambiaban las manos, apretaban y tiraban con veinte dedos a la vez, hacían crujir sus articulaciones y me daban, con estos ruidos, la puntilla. ¿No bastaba con el sacudir de la alfombra de la Kater en el patio? ¿No atravesaba ya éste todas las paredes y parecía ir acercándose, aunque no aumentara en volumen?

Óscar se deslizó de su sillita, se acurrucó un momento al lado de la chimenea de azulejos, para no dar a su salida un carácter demasiado manifiesto, y a continuación se escurrió definitivamente, absorbido por completo en su tambor, fuera del salón y hacia el dormitorio.

Para evitar cualquier ruido, dejé la puerta del dormitorio entreabierta, y vi con satisfacción que nadie me llamaba. Consideré todavía si Óscar debía meterse debajo de la cama o en el armario ropero, y me decidí por este último, ya que debajo de la cama hubiera ensuciado mi traje azul de marinerito, que no era muy sufrido. Llegaba justo hasta la llave del armario; le di una vuelta, abrí las puertas provistas de espejos y, sirviéndome para ello de los palillos, corrí a un lado de la barra las perchas que colgaban de ella con los abrigos y los vestidos de invierno. Para alcanzar y poder mover las pesadas telas tuve que encaramarme sobre mi tambor. Finalmente, el hueco logrado en el centro del armario era, si no grande, al menos suficiente para admitir a Óscar, que subió y se acurrucó en él. No sin trabajos conseguí inclusive coger desde dentro las puertas con espejos y fijarlas, por medio de una estola que encontré en el suelo del armario, de tal manera que, en caso de necesidad, una rendija del ancho de un dedo me proporcionara vista y ventilación. Me puse el tambor sobre las rodillas, pero no lo toqué, ni siquiera bajito, sino que me dejé invadir y penetrar lánguidamente por los efluvios de los abrigos de invierno.

¡Qué suerte que hubiera el armario y telas pesadas que apenas dejaban respirar, para permitirme concentrar mis pensamientos, reunirlos en un manojo y dedicárselos a un ensueño, lo bastante rico para aceptar el regalo con una alegría moderada y apenas perceptible!

Como siempre que me concentraba y quedaba atenido a mi propia capacidad, trasladábame de pensamiento al consultorio del doctor Hollatz, del Brunshöferweg, y saboreaba aquella parte de las visitas de los miércoles de cada semana que a mí me interesaba. Así, pues, dejaba volar mis pensamientos no tanto alrededor del médico que me examinaba en forma cada vez más minuciosa cuanto de la señorita Inge, su ayudante. A ella le consentía yo que me desvistiera y me vistiera, y era ella la única que podía medirme, pesarme y examinarme; en resumen, todos los experimentos que el doctor Hollatz efectuaba conmigo los ejecutaba ella con una corrección que no excluía la reserva, para luego anunciar, no sin mofa, los fracasos que el doctor Hollatz calificaba de éxitos parciales. Rara vez la miraba yo a la cara. Era el blanco limpio y almidonado de su uniforme de enfermera, la ingrávida armazón de su cofia, el broche sencillo adornado con la Cruz Roja lo que daban reposo a mi mirada y a mi corazón, de vez en cuando agitado, de tambor. ¡Cómo me gustaba poder observar la caída siempre renovada de los pliegues de su uniforme de enfermera! ¿Tendría un cuerpo bajo la tela? Su cara, que iba envejeciendo, y sus manos, huesudas a pesar de todos los cuidados, la descubrían sin embargo como mujer. Pero olores que revelaran una consistencia corpórea como la de mamá, por ejemplo, cuando Jan o aun Matzerath la descubrían ante mí, de ésos no los desprendía la señorita Inge. Olía más bien a jabón y a medicamentos soporíferos. ¡Cuántas veces no me sentí invadir por el sueño, mientras ella auscultaba mi cuerpecito que se suponía enfermo! Un sueño ligero, un sueño surgido de los pliegues de tela blanca, un sueño envuelto en ácido fénico, un sueño sin sueño, a menos que, qué sé yo, que a lo lejos, por ejemplo, su broche fuera agrandándose hasta convertirse en un mar de banderas, en una puesta de sol en los Alpes, en un campo de amapolas, maduro para la revuelta, ¿contra quién?, qué sé yo: pieles rojas, cerezas, sangre de la nariz; contra las crestas de los gallos, o los glóbulos rojos a punto de concentración, hasta que un rojo acaparador de la vista entera se convertía en fondo de una pasión que, entonces como hoy, es tan comprensible como imposible de definir, porque con la palabreja rojo nada se ha dicho todavía, y la sangre de la nariz no la define, y el paño de la bandera cambia de color, y si a pesar de todo sólo digo rojo, el rojo no me quiere, vuelve su manto del revés: negro, viene la Bruja Negra, el amarillo me asusta, azul me engaña, azul no lo creo, no me miente, no me hace verde: verde es el ataúd en el que me apaciento, verde me cubre, verde soy yo y, si sol verde, blanco: el blanco me hace negro, el negro me asusta amarillo, el amarillo me engaña azul, el azul no lo quiero verde, el verde florece en rojo, rojo era el broche de la señorita; llevaba una cruz roja y la llevaba, exactamente, en el cuello postizo de su uniforme de enfermera. Pero era raro que yo me atuviera a ésta, la más monocroma de todas las representaciones; y así también en el armario.

Un ruido tornasolado, procedente de la estancia, golpeaba las puertas de mi armario, despertándome de mi duermevela incipiente dedicada a la señorita Inge. En ayunas y con la lengua espesa estaba yo sentado, con el tambor sobre las rodillas, entre abrigos de invierno de diversa traza, y olía el uniforme del Partido de Matzerath, que tenía cinturón y bandolera de cuero, y ya no quedaba nada de los pliegues blancos del uniforme de enfermera: caía la lana, el estambre colgaba, la pana rozaba la franela, y sobre mí cuatro años de sombreros, y a mis pies zapatos, zapatitos, botas y polainas ilustradas, tacones, con y sin herraje, que un rayo de luz venido de fuera permitía distinguir; Óscar lamentaba haber dejado una rendija abierta entre los dos batientes.

¿Qué podían ofrecerme ya los del salón? Tal vez Matzerath había sorprendido a la pareja sobre el sofá, lo que apenas podía creerse, ya que Jan conservaba siempre, y no sólo en el skat, un resto de prudencia. Tal vez, y así era en efecto, Matzerath había colocado sobre la mesa del comedor, en la sopera y a punto de servirse, las anguilas muertas, lavadas, cocidas, condimentadas y desabridas, y había osado, ya que nadie quería tomar asiento, elogiar la sopa enumerando todos los ingredientes que entraban en su receta. Mamá se puso a gritar. Gritaba en cachuba, lo que Matzerath ni entendía ni podía sufrir y, sin embargo, tenía que aguantarla, comprendiendo bien, por lo demás, lo que ella quería, ya que no podía tratarse más que de anguilas y, como siempre que mamá se ponía a gritar, de mi caída por la escalera de la bodega. Matzerath contestó. Ambos se sabían bien sus papeles. Jan formulaba objeciones. Sin él no había teatro. En seguida, el segundo acto: abríase de golpe la tapa del piano y, sin notas, de memoria, con los pies sobre los pedales, resonaba en terrible confusión el coro de cazadores del
Cazador furtivo
: ¿Qué es lo que en la tierra...? Y en pleno alalá otro golpazo, los pedales que se sueltan, el taburete que se vuelca, y mamá se acerca, está ya en el dormitorio: echó todavía una mirada rápida al espejo, se tumbó, según pude observar por la rendija, atravesada sobre el lecho conyugal bajo el baldaquín azul, y rompió a llorar y a retorcerse las manos con tantos dedos como los que contaba la Magdalena arrepentida de la litografía con marco dorado que estaba en la cabecera de la fortaleza conyugal.

Por algún tiempo no oí más que los sollozos de mamá, un ligero crujir de la cama y un murmullo atenuado de voces procedente del salón. El murmullo se fue apagando y Jan entró en el dormitorio. Tercer acto: estaba ahí frente a la cama, considerando alternativamente a mamá y a la Magdalena arrepentida, luego se sentaba cautelosamente en la orilla de la cama y le acariciaba a mamá, que estaba tendida boca abajo, la espalda y el trasero, hablándole en cachuba, hasta que, viendo que las palabras no surtían efecto, le introducía la mano bajo la falda, con lo que mamá cesaba de gemir y Jan podía apartar la vista de la Magdalena de dedos múltiples. Había que ver cómo, una vez cumplida su misión, Jan se levantaba, se frotaba ligeramente las puntas de los dedos con el pañuelo y se dirigía a mamá en voz alta, no ya en cachuba, sino pronunciando distintamente palabra por palabra, para que Matzerath pudiera oírlo desde el salón: —Ven ya, Agnés, vamos a olvidarlo todo. Hace rato ya que Alfredo se ha llevado las anguilas y las ha echado por el retrete. Vamos a jugar ahora una partidita de skat, si queréis inclusive de a cuarto de pfennig, y cuando todo esto haya pasado y nos sintamos otra vez a gusto, Alfredo nos hará unos hongos revueltos con huevo y patatas fritas.

Mamá no contestó, se dio la vuelta sobre la cama, se levantó, puso la colcha en orden, se arregló el peinado ante los espejos de las puertas del armario y salió del dormitorio en pos de Jan. Aparté mi ojo de la rendija y, al poco tiempo, oí cómo barajaban los naipes. Unas risitas cautelosas, Matzerath cortó, Jan dio, y empezó la subasta. Creo que Jan envidiaba a Matzerath. Éste pasó con veintitrés. A continuación mamá hizo subir hasta treinta y seis a Jan, que tuvo que abandonar aquí, y mamá jugó un sin triunfo que perdió por muy poco. El juego siguiente, un diamante simple, lo ganó Jan sin la menor dificultad, en tanto que mamá se anotó el tercer juego, un cazador sin damas, por poco, pero de todos modos.

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