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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (28 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Matzerath iba inmediatamente detrás del ataúd. Llevaba su sombrero de copa en la mano y, al avanzar con paso lento, hacía esfuerzos, no obstante su dolor, por tender la rodilla. Cada vez que miraba su nuca me daba lástima ver el cogote desbordante y las dos cuerdas del miedo que, saliéndole del cuello, le subían hasta el nacimiento del pelo.

¿Por qué hubo de tomarme de la mano mamá Truczinski y no Greta Scheffler o Eduvigis Bronski? Vivía en el segundo piso de nuestra casa y carecía probablemente de nombre de pila: no era más que mamá Truczinski en todas partes.

Delante del ataúd, el reverendo Wiehnke, con monaguillos e incienso. Mi mirada iba de la nuca de Matzerath a las nucas arrugadas en todos los sentidos de los portadores del féretro. Necesitaba reprimir un deseo salvaje: Óscar quería encaramarse sobre el ataúd. Quería sentarse encima de él y tocar el tambor. Pero no en la hojalata, sino en la tapa del ataúd. Mientras que los que iban detrás de él seguían al reverendo en sus oraciones, él hubiera querido guiarlos con su tambor. Mientras depositaban el ataúd sobre planchas y cuerdas, encima de la fosa, Óscar hubiera querido mantenerse firme sobre él. Mientras duraba el sermón, las campanillas, el incienso y el agua bendita, él hubiera querido imprimir su latín en la madera, esperando a que le bajaran con la caja sirviéndose de las cuerdas. Óscar quería bajar a la fosa con su mamá y el embrión. Y quedarse abajo mientras los familiares echaban su puñado de tierra, y no subir, sino permanecer sentado sobre el pie de la caja, tocando el tambor, tocándolo si fuera posible bajo tierra, hasta que los palillos se le cayeran de las manos y la madera cediera a los palillos, hasta que él se pudriera por amor de su mamá y su mamá por amor de él y entregaran ambos su carne a la tierra y a sus habitantes; también con los nudillos le hubiera gustado a Óscar tocar el tambor para los tiernos cartílagos del embrión, si es que esto era posible y estaba permitido.

Nadie se sentó sobre el ataúd. Huérfano de compañía, oscilaba Óscar bajo los olmos y los sauces llorones del cementerio de Brenntau. Entre las tumbas, las gallinas multicolores del sacristán picoteaban buscando gusanos, cosechaban sin sembrar. Y luego entre los abedules. Yo detrás de Matzerath, de la mano de mamá Truczinski; inmediatamente detrás de mí, mi abuela —a la que sostenían Greff y Jan—, Vicente Bronski del brazo de Eduvigis, la nena Marga y Esteban, dándose las manos, delante de los Scheffler; el relojero Laubschad, el viejo señor Heilandt, Meyn, el trompeta, pero sin instrumento y sobrio hasta cierto punto.

No fue hasta que todo hubo terminado y empezaron los pésames cuando vi a Segismundo Markus. De negro, pegándose tímidamente a los que querían estrechar la mano y murmurarles algo a Matzerath, a mí, a mi abuela y a los Bronski. Primero no comprendí lo que Alejandro Scheffler le estaba pidiendo. Apenas se conocían, si es que a eso llegaban, y luego también el músico Meyn se puso a discutir con el vendedor de juguetes. Se hallaban detrás de un seto mediano de esa planta verde que, cuando se frota entre los dedos, pierde el color y sabe amarga. En ese momento justamente la señora Kater y su hija Susi, espigada ésta y sonriendo irónicamente detrás de su pañuelo, estaban dando el pésame a Matzerath y se empeñaban en acariciarme la cabeza con la mano. Detrás del seto las voces subieron de tono, pero sin que pudiera entenderse nada. El trompeta Meyn tocaba con el índice el traje negro de Markus y lo iba empujando en esta forma ante sí, agarrándole luego el brazo izquierdo, en tanto que Scheffler se le colgaba del derecho. Los dos cuidaban de que Markus, que iba reculando, no tropezara con los bordes de las sepulturas, y, al llegar a la avenida principal, le señalaron dónde quedaba la puerta. Segismundo pareció darles las gracias por la información, se dirigió a la salida, se encasquetó el sombrero de copa y ya no se volvió a ver, pese a que Meyn y el panadero lo siguieron con la mirada.

Ni Matzerath ni mamá Truczinski se dieron cuenta que yo me les escabullía a ellos y al pésame. Simulando una necesidad, Óscar se escurrió hacia atrás, pasando junto al enterrador y su ayudante, corrió, sin parar mientes en la hiedra, y alcanzó los olmos y a Markus antes de llegar a la salida.

—¡Oscarcito! —exclamó sorprendido Markus—, dime, ¿qué tienen ésos contra Markus? ¿Qué les ha hecho Markus, para que le hagan esto?

Yo no sabía lo que Markus hubiera hecho, pero lo tomé de la mano, que tenía bañada en sudor, lo conduje a través de la verja forjada del cementerio, que estaba abierta, y nos topamos, el guardián de mis tambores y yo, el tambor, acaso su tambor, con Leo Schugger, que, lo mismo que nosotros, creía en el paraíso.

Markus conoció a Leo, porque Leo era un personaje bien conocido en la ciudad. Yo había oído hablar de Leo y sabía que, mientras estaba todavía en el seminario, se le habían alterado de tal forma los sacramentos, las confesiones, el cielo y el infierno y la vida y la muerte un hermoso día de sol, que el universo de Leo permaneció ya para siempre alterado, sin duda, pero no por ello menos brillante.

El oficio de Leo consistía en esperar después de cada entierro —y estaba al corriente de todos—, con su traje negro brillante que le quedaba ancho y sus guantes blancos, a los familiares del difunto. Markus y yo comprendimos, pues, que se encontraba ahora aquí, ante la verja forjada del cementerio de Brenntau, por razón de oficio, para tender a los afligidos parientes un guante ávido de pésame por delante de sus acuosos ojos extraviados y de su boca siempre babeante.

Mediados de mayo: un día claro y soleado. Setos y árboles poblados de pájaros. Gallinas cacareantes que con sus huevos y por medio de ellos simbolizan la inmortalidad. Un zumbido en el aire. Verde fresco sin traza de polvo. Leo Schugger llevaba su raído sombrero de copa en la enguantada mano izquierda y, con paso ligero y bailarín, por cuanto era realmente bienaventurado, venía a nuestro encuentro alargándonos cinco dedos raídos de guante. Paróse luego ante nosotros, como si hiciera viento, aunque ni un soplo se movía, ladeó la cabeza y, al poner Markus primero en forma vacilante y luego con decisión su mano desnuda en el guante ávido de apretones, balbuceó entre babas: —¡Qué día tan bonito! Ahora ya está allí donde es tan barato. ¿Habéis visto al señor?
Habemus ad Dominum
. Pasó y tenía prisa. Amén.

Dijimos amén, y Markus confirmó que el día era bello, pretendiendo también haber visto al Señor.

Detrás nuestro oímos acercarse el rumor de los familiares que salían del cementerio. Markus retiró su mano del guante de Leo, halló manera todavía de darle una propina, me lanzó una mirada a la Markus y se dirigió precipitadamente hacia el taxi que lo esperaba frente a la oficina postal de Brenntau.

Seguía yo todavía con la mirada la nube de polvo que envolvía al fugitivo, cuando ya mamá Truczinski me agarraba nuevamente la mano. Iban viniendo en grupos y grupitos. Leo Schugger repartía sus pésames, llamaba la atención de todos sobre el esplendor del día, preguntaba a cada uno si había visto al señor y, como de costumbre, recibía propinas, chicas, grandes o ningunas. Matzerath y Jan Bronski pagaron a los empleados de pompas fúnebres, al enterrador, al sacristán y al reverendo Wiehnke que, suspirando, se dejó besar la mano por Leo Schugger y, con la mano besada, iba echando bendiciones al cortejo que se dispersaba lentamente.

En cuanto a nosotros, mi abuela, su hermano Vicente, los Bronski con los niños, Greff sin señora y Greta Scheffler, tomamos asiento en dos carruajes tirados por sendos caballos. Pasando frente a Goldkrug, a través del bosque y cruzando la cercana frontera polaca, nos llevaron a Bissau-Abbau para el banquete mortuorio.

El cortijo de Vicente Bronski estaba en una hondonada. Tenía plantados delante unos álamos destinados a alejar los rayos. Sacaron de sus goznes la puerta del granero, la atravesaron sobre unos caballetes de madera y la cubrieron con manteles. Vino más gente del vecindario. Nos sentamos a la mesa a la entrada del granero. Greta Scheffler me tenía sobre sus rodillas. La comida fue grasosa, luego dulce y luego otra vez grasosa: aguardiente de patata, cerveza, una oca, un lechón, pastel con salchicha, calabaza en vinagre y azúcar, sémola roja con crema agria; a la caída de la tarde empezó a soplar a través del granero abierto algo de viento; oíanse los crujidos de las ratas y el ruido de los niños Bronski que, con los rapaces del vecindario, se habían adueñado del lugar.

Juntamente con las lámparas de petróleo aparecieron sobre la mesa los naipes del skat. Hubo también rompope de elaboración doméstica. Esto puso alegría en el ambiente. Y Greff, que no bebía, cantaba canciones. También los cachubas cantaban, y Matzerath fue el primero en dar los naipes. Jan hacía de segundo y el capataz de la ladrillería de tercero. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que faltaba mamá. Se jugó hasta muy avanzada la noche, pero ninguno de los hombres logró ganar una mano de corazones. Al perder Jan una sin cuatros en forma incomprensible, le oí decirle bajito a Matzerath: —Sin la menor duda, Agnés la habría ganado.

En esto me deslicé de la falda de Greta Scheffler y me encontré, afuera, a mi abuela y a su hermano Vicente. Estaban sentados sobre el timón de uno de los carros. En voz baja hablaba Vicente a las estrellas, en polaco. Mi abuela ya no podía llorar más, pero permitió que me metiera bajo sus faldas.

¿Quién me toma hoy ya bajo sus faldas? ¿Quién me apaga la luz del día y la de las lámparas? ¿Quién me da el olor de aquella mantequilla amarilla y blanda, ligeramente rancia, que mi abuela apilaba, albergaba y depositaba bajo sus faldas para alimentarme, la que me daba para abrirme el apetito e irme haciendo el gusto?

Me dormí bajo las cuatro faldas; allí, muy cerca de los orígenes de mi pobre mamá, con mayores facilidades para respirar, pero tan al abrigo como ella, en su caja que se afinaba hacia el pie.

La espalda de Heriberto Truczinski

Nada puede reemplazar a una madre, dicen. Bien pronto después de su entierro había yo de empezar a echar de menos a mi pobre mamá. Las visitas de los jueves a la tienda de Segismundo Markus quedaron suprimidas; nadie me llevaba ya a ver el blanco uniforme de enfermera de la señorita Inge. Pero eran sobre todo los sábados los que me hacían dolorosamente presente la muerte de mamá: mamá ya no iba a confesar.

El barrio viejo, el consultorio del doctor Hollatz y la iglesia del Sagrado Corazón se habían ya cerrado para mí. Había perdido el gusto por las manifestaciones. ¿Y cómo podía seguir tentando a los transeúntes ante los escaparates, si hasta el oficio del tentador se le había hecho a Óscar insípido y sin atractivo? Ya no había allí una mamá que me llevara al Teatro Municipal para las funciones navideñas, o a los circos Krene o Busch. Puntualmente, pero solo y sin ganas de nada, proseguía mis estudios; íbame solitario por las calles rectilíneas y aburridas hasta el Kleinhammerweg y visitaba a Greta Scheffler que me contaba sus viajes con la organización de La Fuerza por la Alegría al país del sol de medianoche, en tanto que yo seguía comparando sin cesar a Goethe con Rasputín, no le hallaba salida a dicha comparación y me sustraía por lo regular a este siniestro círculo deslumbrante dedicándome a los estudios históricos. Una
Lucha por la posesión de Roma
, la
Historia de la ciudad de Danzig
, de Keyser, y el
Calendario de la Flota de Köhler
, mis antiguas obras modelo, me proporcionaron un mediano saber enciclopédico. Y así, por ejemplo, a la fecha aún estoy en condiciones de informar a ustedes exactamente acerca del blindaje, del número de cañones, de la botadura, terminación y tripulación de todos los navíos que participaron en la batalla naval de Skagerrak y de los que fueron hundidos o sufrieron daños en ella.

Iba ya para los catorce años, gustaba de la soledad y salía mucho de paseo. Me acompañaba mi tambor, pero lo usaba con moderación, porque con el deceso de mamá mi reaprovisionamiento regular de tambores se había hecho problemático y siguió siéndolo.

¿Fue ello en el otoño del treinta y siete o en la primavera del treinta y ocho? En todo caso iba yo piano pianito Avenida Hindenburg arriba, en dirección de la ciudad, y me hallaba aproximadamente a la altura del Café de las Cuatro Estaciones; caían las hojas o se abrían las yemas: en todo caso algo ocurría en la naturaleza; en esto me encontré con mi amigo y mentor Bebra, que descendía en línea directa del príncipe Eugenio y, por consiguiente, de Luis XIV.

Hacía tres años que no nos veíamos, y sin embargo, nos reconocimos a veinte pasos de distancia. No iba solo, sino que llevaba del brazo a una belleza, elegante y de aire meridional, unos dos centímetros más baja que Bebra y tres dedos más alta que yo, a la que me presentó como Rosvita Raguna, la sonámbula más célebre de Italia.

Bebra me invitó a una taza de café en el Café de las Cuatro Estaciones. Nos sentamos en el Acuario, y las señoras del café cuchichearon: —Fíjate en los liliputienses, Lisbeth, ¿los has visto? Deben ser del Krone; habrá que ir a verlos trabajar.

Bebra me dirigió una sonrisa que puso de manifiesto mil arruguitas, apenas perceptibles.

El camarero que nos sirvió el café era muy alto. Al pedirle la señora Rosvita un pastel, su mirada hubo de subir a lo largo del frac como si se tratara de una torre.

Bebra comentó: —No parece que las cosas le vayan muy bien a nuestro vitricida. ¿Qué os pasa, amigo mío? ¿Es el vidrio el que ya no quiere, u os falla la voz?

Joven e impetuoso como era, Óscar trató de suministrar una prueba inmediata de su arte en pleno florecimiento. Miré a mi alrededor, buscando, y me estaba concentrando ya en la gran superficie de vidrio del acuario, delante de los peces de adorno y de las plantas acuáticas, cuando, antes de que lanzara mi grito, Bebra me dijo: —¡No, amigo mío! Nos basta vuestra palabra. Nada de destrucciones, por favor, nada de inundaciones ni de matar peces.

Avergonzado, presenté ante todo mis excusas a la Signora Rosvita, que había sacado un abanico miniatura y se daba aire agitadamente.

—Mi mamá murió —traté de explicar—. No hubiera debido hacerlo. Le estoy resentido por ello. La gente anda siempre diciendo: Una madre lo ve todo, lo siente todo, lo perdona todo. ¡Eso no es más que blablablá para el día de las madres! Ella veía en mí a un gnomo y, si hubiera podido, habría eliminado al gnomo. Pero no pudo eliminarme, porque los hijos, aunque sean gnomos, están registrados en los papeles y no es posible suprimirlos así sin más ni más. Y además, porque yo era su gnomo, y si me hubiera suprimido, se habría suprimido y fastidiado a sí misma. Yo o el gnomo, debió decirse, y se decidió por ella, y ya no comió más que pescado, que ni siquiera era fresco, y despidió a sus amantes, y ahora que yace en Brenntau, dicen todos, los amantes y los parroquianos de la tienda: —Es el gnomo quien la ha enterrado a tamborazos. No quería seguir viviendo a causa de Oscarcito; ¡él es quien la mató!

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