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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (57 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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R
OSVITA
: En efecto.

B
EBRA
: El corazón muda la piel.

R
OSVITA
: Sí, la muda.

B
EBRA
: El alma deja la crisálida.

R
OSVITA
: ¡Cómo nos embellece, mirar el mar!

B
EBRA
: La mirada se hace libre y levanta el vuelo...

R
OSVITA
: Aletea...

B
EBRA
: Se aleja volando, sobre el mar, el mar infinito... Dígame, cabo Lankes, veo cinco cosas negras allá en la playa.

K
ITTY
: Yo también. ¡Con cinco paraguas!

F
ÉLIX
: No, seis.

K
ITTY
: ¡No, cinco! Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

L
ANKES
: Son las monjitas de Lisieux. Las evacuaron hacia acá con su jardín de niños.

K
ITTY
: ¡Pero Kitty no ve ningún niño! ¡Sólo cinco paraguas!

L
ANKES
: A los rapaces los dejan siempre en el pueblo, en Bavent, y a veces, vienen a la bajamar y recogen las conchas y cangrejos que se quedan pegados a los espárragos rommelones.

K
ITTY
: ¡Pobrecitas!

R
OSVITA
: ¿No deberíamos ofrecerles algo de corned beef y unas pastas americanas?

Ó
SCAR
: Óscar propone panqué con mermelada de ciruelas, porque hoy es viernes y el
corned beef
les está prohibido a las monjas.

K
ITTY
: ¡Ahora corren! ¡Parecen barcos de vela, con sus paraguas!

L
ANKES
: Es lo que hacen siempre, cuando ya han recogido bastante. Entonces empiezan a jugar. La de delante es la novicia, Agneta, una muchachita que ni sabe todavía qué hay delante y qué detrás —pero, si mi capitán tuviera todavía un cigarrillo para el cabo... ¡Muchísimas gracias! Y la de atrás, la gorda, es la madre superiora, sor Escolástica. No quiere que jueguen en la playa, porque va contra las reglas de la Orden.

(En el trasfondo corren unas monjas con paraguas. Rosvita pone el gramófono: suena la Troika de San Petersburgo. Las monjitas se ponen a bailar y a lanzar gritos de júbilo.)

A
GNETA
: ¡Uhú! ¡Madre Escolástica!

E
SCOLÁSTICA
: ¡Agneta, sor Agrieta!

A
GNETA
: ¡Ahá, madre Escolástica!

E
SCOLÁSTICA
: ¡Vuelve, hija mía! ¡Sor Agneta!

A
GNETA
: ¡No puedo! ¡Se me van los pies!

E
SCOLÁSTICA
: ¡Entonces reza, hermana, por una conversión!

A
GNETA
: ¿Por una dolorosa?

E
SCOLÁSTICA
: Llena de gracia.

A
GNETA
: ¿Por una alegre?

E
SCOLÁSTICA
: ¡Reza, sor Agneta!

A
GNETA
: Ya rezo, sin cesar, ¡pero se me siguen yendo!

E
SCOLÁSTICA
(bajito)
: ¡Agneta, sor Agneta!

A
GNETA
: ¡Uhú, madre Escolástica!

(Desaparecen las monjas. Sólo de vez en cuando surgen en el trasfondo sus paraguas. El disco se acaba. Junto a la entrada de la casamata suena el teléfono de campaña. Lankes salta del techo de la casamata y descuelga. Los demás siguen comiendo.)

R
OSVITA
: ¡Que hasta aquí, en pleno campo, deba haber un teléfono!

L
ANKES
: Aquí Dora siete. Cabo Lankes.

H
ERZOG
(viene lentamente por la derecha, llevando un teléfono y el cable, se para a menudo y habla por el aparato)
: ¿Está usted durmiendo, cabo Lankes? Algo se mueve frente a Dora siete. ¡No cabe la menor duda!

L
ANKES
: Son las monjitas, mi teniente.

H
ERZOG
: ¿Qué significa eso, monjas aquí? ¿Y si no lo son?

L
ANKES
: Pero lo son. Se distinguen perfectamente.

H
ERZOG
: ¿Y nunca ha oído hablar de camuflaje, eh? ¿Quinta columna, eh? Hace varios siglos que los ingleses practican ese truco. Se presentan con la Biblia y, de repente, ¡bum!

L
ANKES
: Pero ellas están recogiendo cangrejos, mi teniente.

H
ERZOG
: ¡Despéjeme inmediatamente la playa! ¿Entendido?

L
ANKES
: A la orden, mi teniente. Pero no hacen más que recoger cangrejos.

H
ERZOG
: ¡Usted se me planta inmediatamente detrás de su ametralladora, cabo Lankes!

L
ANKES
: Pero si sólo buscan cangrejos, porque es la bajamar y los necesitan para su jardín de niños...

H
ERZOG
: ¡Ordenes superiores!

L
ANKES
: ¡A sus órdenes, mi teniente!
(Lankes desaparece dentro de la casamata, Herzog sale con el teléfono por la derecha.)

Ó
SCAR
: Rosvita, tápate ambos oídos, porque van a tirar, como en las actualidades.

K
ITTY
: ¡Oh, qué terrible! Me anudaré más todavía.

B
EBRA
: Yo también sospecho que vamos a oír algo.

F
ÉLIX
: Habría que volver a poner el gramófono. ¡Eso atenúa muchas cosas!
(Echa a andar el gramófono. «Los Platters» cantan
The Great Pretender
. Adaptándose al ritmo lento de la música que languidece trágicamente, la ametralladora tabletea. Rosvita se tapa los oídos. Félix hace el pino. En el trasfondo, cinco monjas vuelan con sus paraguas hacia el cielo. El disco separa, se repite; luego, silencio. Félix pone los pies en el suelo. Kitty se desanuda. Rosvita recoge rápidamente el mantel con los restos de la comida y guarda todo en el cesto de provisiones. Óscar y Bebra la ayudan en ello. Bajan todos del techo de la casamata. Aparece Lankes a la entrada.)

L
ANKES
: ¿No tendría mi capitán otro cigarrillo para el cabo?

B
EBRA
(Su gente, asustada, se agrupa tras él)
: El señor soldado fuma demasiado.

L
OS DE
B
EBRA
: ¡Fuma demasiado!

L
ANKES
: La culpa es del cemento, mi capitán.

B
EBRA
: ¿Y si algún día ya no hay más cemento?

L
OS DE
B
EBRA
: No hay más cemento.

L
ANKES
: El cemento es inmortal, mi capitán. Sólo nosotros y los cigarrillos...

B
EBRA
: Ya sé, ya sé, nos desvanecemos como el humo.

L
OS DE
B
EBRA
(desapareciendo lentamente)
: ¡Con el humo!

B
EBRA
: En tanto que el cemento lo contemplarán todavía dentro de mil años.

L
OS DE
B
EBRA
: ¡Mil años!

B
EBRA
: Y encontrarán huesos de perro.

L
OS DE
B
EBRA
: Huesecitos de perro.

B
EBRA
: Y sus formaciones oblicuas en el cemento.

L
OS DE
B
EBRA
: ¡MÍSTICO, BÁRBARO, ABURRIDO!
(Sólo queda Lankes, fumando.)

Aunque durante el desayuno sobre el cemento Óscar apenas Pronunciara palabra, no pudo menos que retener esta conversación junto al Muro del Atlántico, ya que semejantes propósitos eran corrientes en vísperas de la invasión; por lo demás, volveremos todavía a encontrar al citado cabo y pintor de cemento Lankes, cuando, en otra hoja, rindamos tributo a la posguerra y a nuestro actual refinamiento burgués en pleno auge.

En el paseo de la playa nos esperaba todavía el camión blindado. A grandes zancadas se reunió el teniente Herzog con sus protegidos. Jadeante, disculpóse con Bebra a propósito del pequeño incidente: —Zona prohibida es zona prohibida —dijo, ayudó luego a las damas a subir al vehículo, dio algunas instrucciones al chófer, y emprendimos el viaje de retorno a Bavent. Hubimos de darnos prisa y apenas tuvimos tiempo de comer, porque para las dos de la tarde teníamos anunciada una representación en la sala de caballeros de aquel gracioso pequeño castillo normando, situado detrás de los álamos a la salida del pueblo.

Nos quedaba exactamente media hora para los ensayos de iluminación y, acto seguido, Óscar hubo de subir el telón tocando el tambor. Actuábamos para suboficiales y la tropa. Las risas eran rudas y frecuentes. Forzamos la nota. Y rompí con mi canto un orinal de vidrio, en el que había un par de salchichas vienesas en mostaza. Con la cara embadurnada, Bebra lloraba con lágrimas de payaso sobre el orinal roto, sacaba las salchichas de entre los vidrios rotos, poníales algo de mostaza y se las comía, lo que proporcionó a los de gris campaña un estruendoso regocijo. Kitty y Félix se presentaban desde hacía ya algún tiempo en pantalón corto de cuero y con sombreritos tiroleses, lo que confería a sus ejecuciones acrobáticas una nota especial. Rosvita llevaba, con su vestido ajustado de lentejuelas de plata, unos guantes de mosquetero verde claro, y calzaba sus diminutos pies con sandalias trenzadas en oro; mantenía bajos los párpados, ligeramente azulados, y, con su voz mediterránea de sonámbula, exhibía aquel poder sobrenatural que le era propio. ¿Dije ya que Óscar no necesitaba de ningún disfraz? Llevaba yo mi vieja buena gorra de marinerito, con la inscripción «S.M.S. Seydlitz» bordada, la blusa azul de marinero y, encima, la chaqueta con los botones dorados de ancla, debajo de la cual se me alcanzaba a ver el pantalón corto y, además, unos calcetines enrollados arriba de mis zapatos de lazos profusamente gastados. Y, por descontado, mi tambor de hojalata esmaltado en blanco y rojo, del que tenía otros cinco ejemplares en mi equipaje de artista.

Por la noche repetimos la representación para los oficiales y las muchachas auxiliares de un puesto de transmisiones de Cabourg. Rosvita estaba algo nerviosa y cometió algunas faltas; pero, en medio de su número, se puso unos anteojos de sol, de armazón azul, cambió de tono y se hizo más directa en sus profecías. Entre otras cosas, a una muchacha auxiliar que su timidez hacía desdeñosa le dijo que tenía amores con su superior jerárquico. La revelación me resultó penosa, pero provocó gran hilaridad en la sala, porque el superior jerárquico estaba sentado junto a la muchacha.

Después de la representación, los oficiales de estado mayor del regimiento, que tenían su alojamiento en el castillo, dieron todavía una recepción. En tanto que Bebra, Félix y Kitty se quedaron, la Raguna y Óscar se despidieron discretamente, se fueron a la cama y no tardaron en dormirse después de aquel día agitado. No fueron despertados hasta las cinco de la madrugada por la invasión que ya se había iniciado.

¿Qué más puedo decirles? En nuestro sector, cerca de la desembocadura del Orne, desembarcaron los canadienses. Había que evacuar Bavent. Habíamos cargado ya nuestro equipaje. Debíamos replegarnos con el estado mayor del regimiento. En el patio del castillo había una cocina de campaña humeante. Rosvita me rogó que le trajera una taza de café, pues no había desayunado todavía. Un poco nervioso y temiendo que podríamos perder la salida del camión, me negué y hasta me puse algo grosero. Así que ella misma saltó del camión, corrió con su cazo sobre sus tacones altos hacia la cocina, y llegó junto al café caliente al mismo tiempo que un obús disparado por uno de los barcos atacantes.

¡Oh, Rosvita, no sé qué edad tenías: sólo sé que medías noventa y nueve centímetros, que por tu boca hablaba el Mediterráneo, que olías a canela y a nuez moscada y que sabías penetrar en el corazón de todos los hombres; sólo en tu propio corazón no penetraste, porque de otro modo te hubieras quedado conmigo y no habrías corrido a buscar aquel café tan caliente!

En Lisieux, Bebra logró conseguirnos una orden de traslado a Berlín. Cuando nos encontramos frente a la Comandancia, nos dirigió por vez primera la palabra desde el deceso de Rosvita: —¡Nosotros, los enanos y bufones, no deberíamos danzar sobre un cemento vertido y endurecido para gigantes! ¡Ojalá Dios no nos hubiera movido de debajo de las tribunas, donde nadie sospechaba nuestra presencia!

En Berlín me separé de Bebra. —¿Qué vas a hacer en todos esos refugios subterráneos sin tu Rosvita? —me dijo, con una sonrisa tenue como una telaraña, y, besándome en la frente, me dio de escolta hasta la estación principal de Danzig a Kitty y a Félix provistos de salvoconductos oficiales, y me regaló los cinco tambores restantes de nuestro equipo. Así dotado y llevando siempre conmigo mi libro, el once de junio del cuarenta y cuatro, un día antes del tercer aniversario de mi hijo, llegué a mi ciudad natal, la cual, indemne y medieval todavía, seguía haciendo resonar de hora en hora sus campanas de diversos tamaños desde sus campanarios diversamente altos.

La sucesión de Jesucristo

¿Y qué diremos del retorno al hogar? A las veinte horas cuatro minutos hacía su entrada en la Estación Central de Danzig el tren de los soldados con permiso. Félix y Kitty me acompañaron hasta la Plaza Max Halbe, se despidieron, lo que le arrancó algunas lágrimas a Kitty, y se dirigieron luego a la comandancia del Hochstriess. Pero antes de las veintiuna horas entraba en el Labesweg.

¡El retorno! Una mala costumbre muy extendida hace hoy de todo jovenzuelo que haya falsificado una pequeña letra de cambio, se haya ido a causa de ello a la Legión Extranjera y vuelto a los pocos años algo más viejo y contando historias, un Ulises. Los hay que se meten por distracción en un tren equivocado, van a Oberhausen en lugar de a Francfort, tienen por el camino una pequeña aventura —¿quién no la tiene?— y, en cuanto se ven de nuevo en la casa, no hacen más que ver Circes, Penélopes y Telémacos.

Pero Óscar no tenía nada de Ulises, aunque sólo fuese por el simple hecho de que a su regreso lo halló todo tal como lo había dejado. Su amada María, a la que desde el punto de vista de un Ulises debería llamar Penélope, no se veía acosada por ningún enjambre de lúbricos pretendientes: seguía con su Matzerath, por el que ya se había decidido mucho antes de la partida de Óscar. Espero asimismo que las personas cultivadas de entre ustedes tampoco se les ocurra ver en mi pobre Rosvita, a causa de sus actividades profesionales de sonámbula, a una Circe enloquecedora de hombres. Bueno, y en cuanto a mi hijo Kurt, no había movido por su padre ni el meñique, de modo que no era en absoluto un Telémaco, aunque tampoco reconociera a Óscar.

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