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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (90 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Y efectué el viaje, encontrando inclusive un compañero para el mismo. En realidad, hubiera preferido hacerlo con Klepp. Pero éste se hallaba en el hospital y no podía reír, porque se había roto cuatro costillas. También me hubiera gustado ir con María. Por otra parte, como las vacaciones de verano no habían terminado todavía, también hubiera podido llevarme al pequeño Kurt. Pero ella seguía con su jefe, aquel Stenzel, que se dejaba llamar «papá Stenzel» por mi hijo.

Así pues, partí con el pintor Lankes. Ustedes ya conocen a Lankes como cabo Lankes y también como prometido temporal de la musa Ulla. Cuando con el anticipo y mi libreta de ahorros en el bolsillo me fui a ver al pintor Lankes en la Sittardstrasse, donde él tenía su taller, esperaba encontrarme allí a mi antigua colega Ulla, porque yo quería hacer el viaje con ella.

Y allí estaba Ulla. Hace ya quince días, me reveló en el umbral mismo de la puerta que nos hemos prometido. Con Hánschen Krages la cosa no marchaba, y ella había tenido que descomprometerse; me preguntó si conocía yo a Hánschen Krages.

Óscar no conocía al último prometido de Ulla, lo que sentía mucho, y formuló a continuación su generoso ofrecimiento de viaje, pero hubo de sufrir que, antes de que Ulla pudiera aceptar, el pintor Lankes, juntándoseles en aquel momento, se nombrara a sí mismo compañero de viaje de Óscar y tratara a la musa, a la musa de las piernas largas, a bofetones, porque ella no quería quedarse en casa, lo que la hizo llorar.

¿Por qué, pues, Óscar no se defendió? ¿Por qué, si quería viajar con la musa, no tomó el partido de la musa? Por muy bonito que me representara yo el viaje al lado de la Ulla esbelta y de vello delicado, no dejaba de experimentar cierto temor a una convivencia demasiado íntima con una musa. Con las musas, decíame, hay que conservar cierta distancia, pues en otro caso el beso de la musa se convierte en costumbre doméstica y cotidiana. Prefiero, por consiguiente, hacer el viaje con el pintor Lankes, que le pega a la musa cuando ésta quiere besarlo.

En cuanto al objetivo de nuestro viaje, no hubo discusión alguna. No podía ser otro que Normandía. Queríamos visitar las casamatas entre Caen y Cabourg, ya que allí nos habíamos conocido durante la guerra. La única dificultad consistía en procurarse los visados, pero a éstos no cree Óscar que valga la pena dedicarles una sola palabra.

Lankes es un avaro. Cuanto más derrocha sobre sus telas mal preparadas colores, baratos por demás o inclusive prestados, tanto más se muestra tacaño en materia de dinero, ya sea en papel o amonedado. Jamás compra cigarrillos, lo que no le impide fumar constantemente. Para comprender mejor el carácter sistemático de su avaricia, sépase que, cuando alguien le ofrece un cigarrillo, él se saca del bolsillo izquierdo del pantalón una moneda de diez pfennigs, la expone unos instantes al aire y se la pasa luego al bolsillo derecho, donde, según la hora del día, se junta a una menor cantidad de monedas idénticas. Y como fuma horrores, en un momento de buen humor me reveló que, día con día, llegaba a veces a ahorrarse hasta dos marcos de tabaco.

Ese terreno en ruinas que Lankes se compró hace un año en Wersten lo adquirió o, mejor dicho, empezó por fumárselo con los cigarrillos de sus conocidos, próximos o lejanos.

Así que con ese Lankes me fui a Normandía. Tomamos un tren directo. Lankes hubiera preferido el auto-stop, pero como el que pagaba e invitaba era yo, tuvo que resignarse. De Caen a Cabourg tomamos el autobús. Pasamos entre álamos tras los cuales se extendían prados limitados por setos. Las vacas blancas con manchas pardas daban al paisaje el aspecto de un cartel de propaganda de alguna marca de chocolate con leche. A condición, es claro, de eliminar del papel brillante los destrozos de la guerra, visibles todavía, que marcaban y afeaban todas las aldeas, comprendida la de Bavent, en la que perdiera yo a mi Rosvita.

De Cabourg seguimos a pie por la playa, hacia la desembocadura del Orne. No llovía. Antes de llegar a Le Home, dijo Lankes: —¡Ya llegamos, muchacho! Dame un cigarrillo —y mientras se pasaba la moneda de un bolsillo a otro, su perfil de lobo, proyectado siempre hacia adelante, señalaba una de las casamatas indemnes entre las dunas. Puso en acción sus largos brazos, cogió el morral, el caballete de campo y la docena de bastidores con el izquierdo, cogióme a mí con el derecho y me llevó hacia el cemento. Una maletita y el tambor eran todo el equipo de Óscar.

El tercer día de nuestra estancia en la costa del Atlántico —habíamos vaciado entretanto el interior de la casamata Dora siete de la arena allí acumulada por el viento, eliminando las odiosas huellas de las parejas amorosas en busca de refugio y hecho el local habitable mediante una caja y nuestros sacos de dormir—, Lankes trajo de la playa un soberbio bacalao. Se lo habían dado unos pescadores. Él les había pintado un cuadro de su barca, y ellos le habían endosado el bacalao.

Comoquiera que seguíamos llamando a la casamata Dora siete, nada tiene de particular que, mientras limpiaba el pez, Óscar dedicara sus pensamientos a la señorita Dorotea. El hígado y el bazo del pescado se le escurrieron entre las manos. Le quité las escamas cara al sol, lo que proporcionó a Lankes ocasión para una acuarela improvisada. Estábamos sentados, protegidos del viento, por la casamata. El sol de agosto caía a plomo sobre la cúpula de cemento. Empecé a condimentar el pescado con unos dientes de ajo. El hueco dejado por el bazo, el hígado y los intestinos lo rellené con cebollas, queso y tomillo, pero sin desechar por ello el bazo y el hígado, sino que coloqué antes bien estas dos golosinas en la boca del animal, que abrí sirviéndome de un limón. Lankes husmeaba la región. Con aire de propietario desapareció en Dora cuatro, Dora tres y en otras casamatas más alejadas. Volvió cargado de tablas y con la madera alimentó el fuego.

Durante todo el día mantuvimos el fuego sin mayores trabajos, porque toda la playa estaba erizada de maderos de deriva, ligeros como una pluma y secos, que proyectaban sombras diversas. Puse un fragmento de barandilla, que Lankes había arrancado de una casa abandonada de la playa, sobre las brasas que ya estaban en plena madurez. Froté el pescado con aceite de oliva y lo coloqué sobre la parrilla caliente, previamente aceitada asimismo. Coloqué unos limones sobre el crujiente bacalao y esperé —porque no hay que forzar el pescado— a que llegara lentamente a su punto.

Armamos la mesa con unos baldes vacíos, sobre los que pusimos, en forma que sobresalieran los lados, un cartón alquitranado plegado varias veces. Llevábamos con nosotros tenedores y platos de metal. Para distraer a Lankes —pues cual una gaviota hambrienta daba vueltas alrededor del pescado que se iba cociendo poco a poco— saqué de la casamata mi tambor. Lo asenté en la arena y, de cara al viento y superando el ruido del oleaje y de la pleamar, le fui arrancando con los palillos todo un tema con variaciones: El teatro de Campaña de Bebra visita el frente. Nostalgia cachuba en Normandía. Félix y Kitty, los dos acróbatas, se anudaban y desanudaban sobre la casamata y recitaban cara al viento —igual que estaba tocando Óscar— una poesía cuyo estribillo anunciaba en plena guerra la proximidad de una época feliz y burguesa: «...los viernes el pescado suculento: nos acercamos al Refinamiento», declamaba Kitty con su acento sajón; y Bebra, mi prudente Bebra, el capitán de la Compañía de Propaganda, asentía con la cabeza; y Rosvita, mi Raguna mediterránea, levantaba la cesta de las provisiones y tendía el mantel sobre el cemento de Dora siete; también el cabo. Lankes comía pan blanco, bebía chocolate y se fumaba los cigarrillos del capitán Bebra...

—¡Caramba, Óscar! —gritóme el pintor Lankes, volviéndome a la realidad—, ojalá pudiera yo pintar como tú tocas el tambor; ¡dame un cigarrillo! —dejé el tambor, suministré un cigarrillo a mi compañero de viaje, examiné el pescado y vi que estaba bien: los ojos se le salían, tiernos, blancos y delicados. Lentamente, sin olvidar lugar alguno, exprimí un último limón sobre la piel en parte dorada y en parte agrietada del bacalao.

—¡Tengo hambre! —dijo Lankes. Mostró sus largos dientes, amarillos y puntiagudos, y se golpeó el pecho con ambos puños, lo mismo que un mono, bajo su camisa de cuadros.

—¿Cabeza o cola? —dile a reflexionar, mientras pasaba el pescado a un papel de pergamino que recubría, haciendo las veces de mantel, el cartón alquitranado.

—¿Qué me aconsejas? —preguntó Lankes apagando el cigarrillo y guardándose la colilla.

—En plan de amigo, te diría: toma la cola; pero como cocinero sólo puedo aconsejarte la cabeza. Mi mamá, que fue una comedora de pescado, diría seguramente: Tome usted la cola, señor Lankes, pues con ella sabe usted por lo menos lo que tiene. A mi padre, en cambio, aconsejábale el médico...

—Del médico no quiero saber nada —pronuncióse Lankes, desconfiado.

—El doctor Hollatz solía aconsejar a mi padre que del bacalao, o de la merluza, como la llamamos en casa, sólo comiera la cabeza.

—En ese caso, me quedo con la cola. Tú tratas de engañarme. ¡No faltaba más! —exclamó Lankes, que seguía desconfiando.

—Mejor para mí. A Óscar le gusta la cabeza.

—Entonces, mejor me quedo con la cabeza, si tú la aprecias a tal punto.

—Te complicas la cosa, Lankes —y para poner fin al diálogo—: Toma tú la cabeza y yo me quedo con la cola.

—¡Correcto, muchachito! Te gané, ¿eh?

Óscar admitió que Lankes le había ganado. Sabía de sobra que el pescado sólo podía gustarle si, junto con él, tenía al propio tiempo entre los dientes la seguridad de haberme ganado. Le dije que se las sabía todas, que era un hombre de suerte y un tipo formidable, y la emprendimos con el bacalao.

El se sirvió la cabeza y yo exprimí el resto del limón sobre la carne blanca y que se deshacía de la cola, de la que se iban desprendiendo los pedacitos de ajo, tiernos como mantequilla.

Lankes, con espinas entre los dientes, no nos quitaba el ojo, ni a mí ni al pedazo de la cola: —A ver, déjame probar un poquito de tu cola —consentí, la probó, y siguió sin saber a qué atenerse, hasta que Óscar probó a su vez la cabeza y le aseguró una vez más que, como siempre, se había llevado lo mejor.

Con el pescado bebimos un Burdeos tinto, lo que lamenté, porque más me hubiera gustado tener un vino blanco en nuestras tazas de café. Pero Lankes me quitó el pesar, contándome que en sus tiempos de cabo, en Dora siete, siempre estaba bebiendo vino tinto, hasta que empezó la invasión: —¡Mi madre! ¡Cómo estábamos, cuando empezó la cosa! Kowalski, Scherbach y el pequeño Leuthold, que ahora yacen atrás de Cabourg en el mismo cementerio, ni siquiera se dieron cuenta que empezaba. Allí, por Arromanches, los ingleses, y aquí en nuestro sector montones y montones de canadienses. No acabábamos de ponernos los tirantes y ya estaban aquí, diciendo: How are you?

Y luego, agitando el tenedor en el aire y escupiendo las espinas: —Figúrate que hoy he visto en Cabourg nada menos que a Herzog, aquel loco que tú ya conoces de vuestra visita de inspección. Entonces era primer teniente.

Por supuesto que Óscar se acordaba perfectamente del teniente Herzog. Por encima del pescado, Lankes me contó que Herzog volvía cada año a Cabourg, llevando una serie de mapas e instrumentos de medición, porque las casamatas no le dejaban conciliar el sueño. Iba a pasar también por allí, por Dora siete, para tomar medidas.

Mientras estábamos todavía en el pescado —que iba mostrando poco a poco sus gruesas espinas— vino el primer teniente Herzog. Llevaba unos zapatos de tenis y un pantalón corto color caqui, que dejaba ver sus robustas pantorrillas; de la camisa de lino desabrochada le salía un vello entre gris y castaño. Naturalmente, permanecimos sentados. Lankes me presentó como su amigo y compañero Óscar, y decía Herzog: teniente en reserva.

El teniente en reserva empezó en seguida a inspeccionar a Dora siete, pero empezó por la parte de fuera del cemento, lo que Lankes le permitió. Llenaba unos cuadros y llevaba también colgando unos prismáticos, con los que importunaba el paisaje y la pleamar. Acarició las aspilleras de Dora seis, junto a nosotros, con tanta ternura como si quisiera dar gusto a una mujer. Cuando se disponía ya a entrar en Dora siete, nuestra casita de vacaciones, Lankes se lo prohibió: —¡Hombre, Herzog, no entiendo qué es lo que anda usted buscando aquí en el cemento! ¡Lo que entonces fue actual hace ya tiempo que es passé!

Passé es una de las palabras favoritas de Lankes. Para él, el mundo se divide en actual y passé. Pero el teniente en reserva consideraba que nada es passé, que la cuenta no estaba saldada todavía, que más adelante y siempre hay que volver a responsabilizarse ante la Historia, y que ahora él quería examinar a Dora siete por dentro: —¿Enterados, Lankes?

Ya proyectaba Herzog su sombra sobre nuestra mesa y nuestro pescado. Pretendía pasarnos por alto e introducirse en aquella casamata en cuyo dintel unos adornos de cemento seguían revelando la mano creadora del cabo Lankes.

Herzog no llegó hasta la mesa. Desde abajo, con el tenedor en el puño pero sin servirse de él, Lankes agarró al teniente en reserva Herzog y lo tumbó en la arena de la playa. Sacudiendo la cabeza y lamentando la interrupción de nuestro banquete de pescado, Lankes se levantó, agarró con la izquierda la camisa de lino del teniente a la altura del pecho, lo arrastró a un lado, dejando en la arena una huella regular, y lo arrojó de la duna, de modo que ya no podíamos verlo, aunque lo oyéramos. Herzog recogió sus instrumentos de medición, que Lankes le había echado encima, y se alejó jurando y conjurando a todos aquellos espíritus de la Historia que Lankes acababa de designar como passé.

—Después de todo, tampoco anda tan desencaminado ese Herzog, aunque la falte un tornillo; porque si en aquella ocasión no hubiéramos estado tan borrachos, cuando empezó la cosa, quién sabe lo que habría sido de aquellos canadienses.

Ni hice sino asentir con la cabeza, porque no más lejos que el día anterior había encontrado entre las conchas, al bajar la marea, el botón de un uniforme canadiense. Óscar se guardó dicho botón en la cartera, y estaba tan contento con él como si hubiera hallado alguna rara moneda etrusca.

La visita del teniente Herzog, por breve que hubiese sido, avivó los recuerdos: —¿Te acuerdas todavía, Lankes, cuando con el Teatro de Campaña vinimos a inspeccionar vuestro cemento? Estábamos almorzando sobre la casamata y corría un vientecillo como el de hoy y, de repente, salieron seis o siete monjas buscando cangrejos entre los espárragos rommelones, y tú, por orden de Herzog, tuviste que despejar la playa, echando mano de una mortífera ametralladora.

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