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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (91 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Lankes se acordaba, chupaba las espinas y se sabía hasta los nombres; mencionó a sor Escolástica y a sor Agneta y me describió a la novicia: una carita sonrosada, con mucho negro alrededor. Tan a lo vivo la pintó, que su imagen, si bien no llegó a eliminar por completo aquella de mi Dorotea terrenal que tengo siempre presente en el espíritu, alcanzó a recubrirla en parte. Y este sentimiento se reforzó más todavía cuando unos minutos después de la descripción vimos flotar sobre las dunas viniendo de Cabourg a una monjita inconfundiblemente sonrosada, con mucho negro alrededor. El hecho ya no me sorprendió tanto como para atribuirlo a un milagro.

Llevaba abierto un paraguas negro, como los que usan los señores de cierta edad para protegerse del sol. Sobre sus ojos se combaba una visera de celuloide de un verde intenso, parecida a la protección ocular utilizada por la gente del cine en Hollywood. Desde las dunas la llamaban. Parecía haber otras monjas en el paraje. —¡Agneta, sor Agneta! —llamaban—. ¿Dónde estás?

Y sor Agneta, por encima de nuestras espinas de bacalao cada vez más visibles, respondía—: ¡Aquí, madre Escolástica! ¡Aquí, al abrigo del viento!

Lankes sonreía irónicamente y movía complacido su cráneo de lobo, como si aquella movilización católica la hubiera encargado él de antemano, como si nada hubiera que pudiese sorprenderlo.

La monjita nos percibió y se detuvo del lado izquierdo de la casamata. Su carita sonrosada, en la que había dos orificios nasales perfectamente circulares, dijo entre unos dientes algo saltones, pero por lo demás impecables:—¡Oh!

Lankes volvió el cuello y la cabeza, pero sin mover el torso: —Conque, ¿de paseo, hermana?

La respuesta no se hizo esperar: —Todos los años venimos una vez al mar. Pero ésta es la primera vez que lo veo. ¡Qué grande es!

Esto no había manera de negarlo. Y hasta la fecha esa descripción del mar sigue pareciéndome la única descripción adecuada.

Lankes se sintió hospitalario, picó algo de mi porción y se lo ofreció: —¿Quiere probar un bocadito de pescado, hermana? Está caliente todavía.

La soltura de su francés me sorprendió, y Óscar se aventuró asimismo a servirse del idioma extranjero: —No se preocupe, hermana. Hoy es viernes.

Pero ni esta alusión a la severa regla monástica logró decidir a la muchacha, que se disimulaba hábilmente bajo el hábito, a participar de nuestra comida.

—¿Viven ustedes siempre aquí? —le hizo preguntar su curiosidad. Encontró nuestra casamata bonita y un tanto extravagante. Pero en esto introdujéronse por desgracia en el cuadro, arriba de las dunas, la madre superiora y otras cinco monjas con paraguas y viseras verdes de reporteros. Agneta se fue corriendo y, por lo que pude comprobar de la verborrea rizada por el viento del Este, la reprendieron severamente y la colocaron en la fila.

Lankes soñaba. Estaba mordiendo el tenedor por el mango, miraba fijamente el grupo que flotaba sobre la duna y decía: —Eso no son monjas: son veleros.

—Los veleros son blancos —sugerí.

—Éstos son negros —¡con Lankes no se podía discutir!—. La de la extrema izquierda es el barco almirante. Y Agneta, la corbeta ligera. Viento favorable: formación en columna, del foque al codaste, el palo de mesana, el mayor, el foque, las velas a todo trapo, proa al horizonte, hacia Inglaterra. Imagínate: de madrugada despiertan los tommies, miran por la ventana y, ¿qué ven?: veinticinco mil monjas empavesadas hasta los juanetes, y ¡zas! la primera andanada...

—¡Una nueva guerra de religión! —completé—. El barco almirante debería llamarse María Estuardo, o De Valera o, mejor aún, Donjuán. Una nueva Armada, más móvil, se venga de Trafalgar. «¡Mueran los puritanos!», gritaríamos, y esta vez los ingleses no tendrían a un Nelson en reserva. La invasión podía empezar: ¡Inglaterra ha dejado de ser una isla!

A Lankes la conversación se le hizo demasiado política. —Ahora avanzan a todo vapor las monjas —anunció.

—A toda vela —rectifiqué.

Fuese a todo vapor o a toda vela, es el caso que se alejaban en dirección de Cabourg. Protegíanse del sol con sus paraguas. Una sola se mantenía rezagada, agachábase a cada paso, levantaba algo y a continuación lo dejaba caer. En cuanto al resto de la flota —para no salimos de la imagen—, iba dando bandazos hacia las ruinas incendiadas del Hotel de la Playa.

—Ésa no ha logrado levar el ancla, o tiene averiado el timón— dijo Lankes, insistiendo en los términos náuticos—. ¿No será la corbeta ligera, sor Agneta?

Fuese corbeta o fragata, es el caso que era efectivamente la novicia Agneta la que se nos acercaba recogiendo conchas o desechándolas.

—¿Qué anda usted recogiendo ahí, hermana? —preguntó Lankes, por más que podía verlo perfectamente.

—¡Conchas! —dijo la otra, con mucho retintín, y volvió a agacharse.

—¿Cómo la dejan? Son bienes terrenales.

Acudí en apoyo de la novicia Agneta: —Estás equivocado, Lankes. Las conchas no son nunca bienes terrenales.

—Entonces serán bienes mostrencos, pero bienes, de todos modos, y las monjas no pueden tener nada. Pobreza, pobreza y más pobreza. ¿Verdad, hermana?

Sor Agneta sonrió mostrando sus dientes saltones: —Sólo recojo unas cuantas. Son para nuestro jardín de infancia. ¡A los niños les gusta tanto jugar con ellas! Los pobres todavía no conocen el mar.

Agneta se encontraba frente a la entrada de la casamata y lanzó al interior una mirada de monja.

—¿Qué le parece la casita? —pregunté yo, para que se fuera familiarizando con nosotros. Lankes fue más directo: —Entre usted a verla. ¡Mirar no cuesta nada, hermana!

La interpelada escarbaba con sus zapatos puntiagudos bajo la espesa tela. Levantaba inclusive algo de arena, con la que el viento salpicaba nuestro pescado. Algo más insegura, y ya con ojos visiblemente morenos, nos examinó a los dos y nuestra mesa. —Seguramente no es correcto —dijo, como para provocar nuestra réplica.

—¡Eso faltaba, hermana! —Lankes barrió con todos los obstáculos y se levantó—. La casamata tiene una vista magnífica. A través de las aspilleras se ve la playa en toda su extensión.

La otra seguía vacilando y tenía ya posiblemente los zapatos llenos de arena. Lankes tendió la mano en dirección de la entrada de la casamata. Sus adornos de cemento proyectaban fuertes sombras ornamentales. —Además, está muy limpio.

Tal vez fuera el gesto de invitación del pintor el que llevó a la monja al interior de la casamata. —Pero un minuto nada más —dijo, tajante. Y se metió en seguida, precediendo a Lankes. Este se frotó las manos en los pantalones —típico movimiento de pintor— y, antes de desaparecer, me conminó: —¡Cuidado con comerte mi pescado!

Pero Óscar estaba ya harto de pescado. Me aparté de la mesa y me quedé expuesto al viento removedor de arena y a los ruidos exagerados de la marea incesante. Con el pie atraje hacia mí el tambor y me puse a tocarlo, buscando liberarme de todo aquel paisaje de cemento, de aquel mundo de casamatas y de aquella verdura rommelona.

Primero, y con poco éxito, probé con el amor. También yo había amado a una hermana de la caridad. No tanto monja como enfermera. Vivía en el piso de los Zeidler tras una puerta de cristal esmerilado. Era bellísima, aunque no logré verla. Una alfombra de coco se interponía entre nosotros. El corredor de los Zeidler estaba demasiado oscuro. Así pues, sentía más las fibras de coco que el cuerpo de mi Dorotea.

Al desembocar este tema tan bruscamente en la alfombra de coco, traté de resolver rítmicamente mi antiguo amor por María y de plantarlo cual una enredadera contra la pared de cemento. Pero la señorita Dorotea interponíase de nuevo en mi camino hacia María: del mar llegaba un olor a ácido fénico, las gaviotas me hacían señas en uniformes de enfermeras, el sol brillaba como un broche de la Cruz Roja.

En realidad, Óscar se alegró de que interrumpieran su tamboreo. Sor Escolástica, la madre superiora, se presentó de nuevo con sus cinco monjas. El cansancio se reflejaba en sus rostros; la desesperación, en sus paraguas. —¿No ha visto usted a una monjita joven, a una novicia? ¡Tan niña todavía! Es la primera vez que viene al mar. Ha de haberse perdido. ¡Agneta, sor Agneta!

No tuve más remedio que enviar a toda la flotilla ahora con el viento en popa, en dirección de la desembocadura del Orne, hacia Arromanches y Port Winston, donde alguna vez los ingleses habían ganado al mar su puerto artificial. Todas juntas no hubieran cabido en la casamata. Claro que, por espacio de unos instantes, me sentí tentado a obsequiar al pintor Lankes con la sorpresa de aquella visita. Pero en el acto la amistad, el mismo hastío y la malicia me obligaron a un tiempo a tender el pulgar en dirección de la desembocadura del Orne. Las monjas siguieron la indicación de mi pulgar y se fueron convirtiendo sobre la cresta de las dunas en seis agujeros negros y cada vez más diminutos. También el plañidero «¡Agneta, sor Agneta!» íbase convirtiendo cada vez más en soplo, hasta que finalmente se perdió en la arena.

Lankes fue el primero en salir de la casamata. Movimiento típico del pintor: se frotó las manos en las piernas de los pantalones, se repantigó al sol, me pidió un cigarrillo, se lo metió en el bolsillo de la camisa y se precipitó sobre el pescado frío. —Esto da apetito —explicó en forma alusiva, y saqueó la cola que me había correspondido.

—A estas horas debe sentirse desgraciada —le eché en cara a Lankes, recalcando con fruición la palabra desgraciada.

—¿Por qué? No tiene por qué sentirse desgraciada.

Lankes no podía imaginar que su peculiar manera de comportarse pudiera hacer desgraciado a nadie.

—¿Y qué está haciendo ahora? —pregunté, cuando en realidad hubiese querido preguntar otra cosa.

—Está cosiendo —explicó Lankes, accionando con el tenedor—. Se le ha estropeado un poco el hábito y le está dando unas puntadas.

La costurera salió de la casamata. Volvió a abrir inmediatamente el paraguas y musitó apenas, denotando, según me pareció observar, cierto cansancio: —La vista desde dentro es realmente preciosa. Se ve toda la playa, y el mar.

Se quedó mirando los restos de nuestro pescado.

—¿Puedo?

Asentimiento general.

—El aire del mar abre el apetito —añadí, estimulándola, y ella asintió a su vez y, con manos enrojecidas, agrietadas, que hacían sentir las arduas tareas del convento, cogió nuestro pescado, se llevó un pedazo a la boca y comió con aire grave, esforzado y pensativo, como si con el pescado estuviera mascando otra cosa que hubiera saboreado previamente.

La miré bajo la cofia. Había olvidado en la casamata la visera verde de reportero. Unas perlitas de sudor, todas iguales, se le alineaban en la frente lisa que, en su marco blanco almidonado, tenía algo de madona. Lankes me pidió otro cigarrillo, pese a que no se había fumado todavía el anterior. Le lancé la cajetilla entera. Y mientras se metía tres pitillos en el bolsillo de la camisa y se ponía otro entre los labios, sor Agneta giró sobre sí misma, lanzó el paraguas a lo lejos y echó a correr —sólo entonces me di cuenta de que andaba descalza—, remontó la duna y desapareció hacia el oleaje.

—Déjala —pronunció Lankes como un oráculo—. Si vuelve, bien, y si no, también.

Sólo pude aguantarme unos instantes contemplando el cigarrillo del pintor. Trepé a la casamata y examiné la playa que la marea nos había ido acortando.

—¿Qué ves? —me preguntó Lankes.

—Se está desnudando —no consiguió sacarme más detalles—. Probablemente se va a dar un baño para refrescarse.

La cosa se me antojaba peligrosa, a causa de la marea y también porque hacía tan poco que había comido. Estaba ya metida hasta las rodillas, se iba hundiendo cada vez más y enseñaba su espalda redonda. El agua, que a fines de agosto no debía de estar seguramente demasiado caliente, no parecía asustarla: nadaba, nadaba diestramente, ensayaba diversos estilos de natación y cortaba las olas sumergiéndose en ellas.

—¡Déjala que nade y bájate de ahí! —me volví y vi a Lankes tendido, echando humo. La blanca espina del bacalao brillaba al sol y se enseñoreaba de la mesa.

Cuando me descolgué de la casamata, Lankes abrió sus ojos de pintor y dijo: —De aquí va a salir un cuadro fantástico: Marea de monjas, o monjas en pleamar.

—¡Monstruo! —grité—. ¿Y si se ahoga?

Lankes cerró los ojos y dijo: —Entonces el cuadro se llamará: Monjas ahogadas.

—¿Y si vuelve y se te arroja a los pies?

El pintor pronunció su sentencia con los ojos abiertos: —Entonces habrá que llamarla, a ella y al cuadro: Monja caída.

Para él no existían los términos medios: cabeza o cola, ahogada o caída. A mí me quitaba los cigarrillos, al teniente lo había echado de la duna, comía de mi pescado y había enseñado el interior de nuestra casamata a una niña que en realidad estaba consagrada al cielo y, mientras ella seguía nadando en el mar abierto, él, con su pie grosero y abultado, dibujaba imágenes en el aire indicando hasta los formatos y los títulos: Marea de monjas. Monjas en pleamar. Monjas ahogadas. Monja caída. Veinticinco mil monjas. Apaisado: Monjas a la altura de Trafalgar. De pie: Triunfo de las monjas sobre Nelson. Monjas viento en popa. Monjas a toda vela. Monjas al pairo. Negro, mucho negro, blanco exánime y azul sobre hielo: La Invasión, o bien: Místico, Bárbaro, Aburrido —su antiguo título para el cemento de los tiempos de guerra. Y todos estos cuadros, de pie o apaisados, los pintó Lankes al regreso; ejecutó series completas de monjas, halló un marchante entusiasta de los cuadros de monjas, expuso cuarenta y tres de ellos, vendió diecisiete a coleccionistas, industriales y museos, inclusive uno a un americano, y dio lugar a que la crítica lo comparara a él, Lankes, con Picasso. Su éxito me decidió también a mí a buscar la tarjeta de aquel empresario doctor Dösch, porque no era sólo su arte el que clamaba por el pan, sino también el mío. Había llegado el momento de capitalizar las experiencias adquiridas por Óscar, plantado en sus tres años y en su tambor durante la preguerra y la guerra misma, y de cambiar la hojalata por el oro puro y sonante de la posguerra.

El anular

—Conque —decía Zeidler— ustedes ya no quieren trabajar —le sacaba de quicio que Klepp y Óscar permanecieran sentados, ya fuera en el cuarto de aquél o en el de éste, y no hicieran prácticamente nada. Cierto que con el resto del anticipo que el doctor Dösch me había dado en el cementerio del Sur en ocasión del entierro de Schmuh había yo pagado la renta de octubre de los dos cuartos, pero ya noviembre se acercaba y amenazaba con ser un mes igualmente sombrío desde el punto de vista financiero.

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