Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (95 page)

BOOK: El tambor de hojalata
9.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando el acusado observó que ya me había familiarizado con la vista del tarro, me reveló que ocasionalmente él lo adoraba. Curioso e inclusive algo insolente, le rogué en seguida que me ofreciera una muestra de su plegaria. Él me pidió a su vez otro favor: me proveyó con papel y lápiz y me rogó que escribiera su plegaria y que, si se me antojaba durante ésta formular alguna pregunta acerca del dedo, él trataría de contestarla a su mejor conocimiento.

Cito a continuación en testimonio palabras del acusado, mis preguntas y sus respuestas. La adoración de un tarro: Yo adoro. ¿Cuál yo? ¿Óscar o yo? Yo, con fervor; Óscar, distraídamente. Yo, fervorosamente, sin temor a flaquezas ni repeticiones. Yo, vidente, porque carezco de memoria. Óscar, vidente, porque está lleno de recuerdos. Frío, ardiente, caliente, yo. Culpable a petición. Inocente sin demanda. Culpable por haber sucumbido porque, me hice culpable aun cuando, me disculpé de, sacudí en, me abrí paso a mordiscos a través de entre, me mantuve libre de, me reí de sobre, lloré para antes sin, blasfemé de palabra, me callé blasfemando, no hablo, no callo, oro. Adoro. ¿Qué? El vidrio. ¿Qué vidrio? El tarro. ¿Qué conserva el tarro? El tarro conserva el dedo. ¿Qué dedo? El anular. ¿De quién? De una rubia. ¿Qué rubia? Estatura mediana. ¿Mide un metro sesenta? Mide un metro sesenta y tres. ¿Señas particulares? Una peca. ¿Dónde? Antebrazo interior. ¿Derecho, izquierdo? Derecho. ¿Cuál anular? Izquierdo. ¿Prometida? Sí, pero soltera. ¿Confesión? Protestante. ¿Virgen? Virgen. ¿Nacimiento? No sé. ¿Cuándo? En Hannover. ¿Cuándo? En diciembre. ¿Sagitario o Capricornio? Sagitario. ¿Y el carácter? Tímido. ¿Voluntad? Aplicada, también gárrula. ¿Seria? Ahorradora, sobria, alegre. ¿Temerosa? Golosa, sincera y beata. Pálida, suele soñar en viajes. Menstruación irregular, perezosa, le gusta sufrir y hablar de ello, un poco sin ingenio, pasiva, a lo que venga, escucha atentamente, asiente con la cabeza, cruza los brazos, al hablar baja los párpados, cuando se le habla abre los ojos muy grandes, gris claro con pardo cerca de la pupila, anillo regalado por su superior, casado, al principio no quiso, luego aceptó, aventura horripilante, fibrosa, Satanás, mucho blanco, se fue, se mudó, volvió, no puede dejar de, celos infundados, enfermedad pero no ella misma, muerte pero no ella misma, sí, no, no sé, no quiero, cogía amapolas, en esto vino, no, ya la acompañaba antes, no puedo más... ¿Amén? Amén.

Yo, Godofredo von Vittlar, sólo añado a mi declaración ante el Tribunal esta plegaria escrita, porque, por muy confusa que parezca, contiene datos acerca de la propietaria del anular que coinciden en su mayor parte con los datos judiciales acerca de la interfecta, la enfermera Dorotea Köngetter. No es de mi incumbencia poner aquí en duda la declaración del acusado de que ni ha asesinado a la enfermera ni la ha visto nunca cara a cara.

Es digno de notarse, y me parece hoy todavía que habla en favor del acusado, el fervor con que mi amigo se arrodilló en aquella ocasión ante el tarro, que había colocado sobre una silla, y trabajó su tambor, que tenía apretado entre las rodillas.

En el curso de más de un año he vuelto a menudo a tener ocasión de oír rezar y tocar el tambor al acusado, ya que, con un sueldo considerable, hizo de mí el compañero de sus viajes y me llevó con él en sus giras, que había interrumpido por algún tiempo pero reemprendió poco después del hallazgo del anular. Viajamos por toda la Alemania Occidental, recibimos ofertas asimismo de la zona oriental e inclusive del extranjero. Pero el señor Matzerath no quería salir de las fronteras de la Federación ni, según sus propias palabras, verse arrastrado en el jaleo de los viajes de conciertos habituales. Nunca lo vi rezar y adorar el tarro antes de sus conciertos. Sólo después de sus sesiones y de cenas muy prolongadas nos reuníamos en su cuarto del hotel: él tocaba el tambor y rezaba, y yo le hacía preguntas y anotaba, y luego comparábamos la oración con las oraciones de los días y las semanas anteriores. Hay, por supuesto, oraciones más largas y otras más cortas. Ocurre también que las palabras salgan un día premiosas y fluyan al siguiente casi contemplativas y en períodos largos. Con todo, todas las oraciones recogidas por mí, que remito por el presente al Tribunal, no dicen más que aquella primera copia que adjunté a mi declaración.

Durante ese año de viajes tuve ocasión de conocer superficialmente a algunos conocidos y parientes del señor Matzerath. Así me presentó, por ejemplo, entre otros, a su madrastra, la señora María Matzerath, a la que el acusado venera, pero con recato. Aquella tarde me saludó asimismo el medio hermano del acusado, Kurt Matzerath, un estudiante de liceo, de once años de edad y bien educado. Me causó también una excelente impresión la señora Augusta Köster, hermana de la señora María Matzerath. Según me lo confesó el acusado, sus relaciones familiares se habían visto durante los primeros años de la posguerra más que enturbiadas. Sólo cuando el señor Matzerath instaló a su madrastra un gran negocio de comestibles finos, que tiene también frutas del Mediterráneo, volviendo a ayudar con sus medios siempre que el negocio atravesaba dificultades, se llegó entre madrastra y ahijado al lazo realmente amistoso que existe en la actualidad.

Asimismo me presentó el señor Matzerath a algunos de sus antiguos colegas, en su mayor parte músicos de jazz. Por jovial y correcto que me pareciera el señor Münzer, al que el acusado llama familiarmente Klepp, hasta el presente no he hallado ni el valor ni la voluntad de seguir cultivando dichos contactos.

Aunque gracias a la munificencia del acusado no haya tenido yo necesidad de seguir ejerciendo mi oficio de decorador, de todos modos, así que regresábamos de alguna gira, me encargaba, por amor del oficio, de la decoración de algunos escaparates. También el acusado se interesaba amablemente por mi profesión y, con frecuencia, permanecía hasta muy avanzada la noche en la calle, en calidad de espectador de mi modesto arte. En ocasiones, una vez terminado el trabajo, deambulábamos todavía por el Düsseldorf nocturno, pero evitando siempre el barrio viejo, ya que el acusado no puede sufrir ni los vidrios abombados de colores ni los antiguos escudos alemanes de las fondas. Uno de estos paseos de después de medianoche —y llego así al final de mi declaración— nos llevó en una ocasión a través del Unterrath nocturno ante la cochera de los tranvías.

Estábamos allí, de pie y perfectamente concordes, y contemplábamos la llegada, conforme al horario, de los últimos tranvías. Es un espectáculo bonito. Alrededor, la ciudad oscura. A lo lejos hace escándalo, porque estamos en viernes, un albañil borracho. Por lo demás, silencio, ya que los últimos tranvías que van llegando, aunque toquen sus campanillas y hagan rechinar los rieles en las curvas, no hacen ruido. La mayoría de los tranvías iban directamente al depósito. Algunos de ellos, sin embargo, permanecían en las vías, un poco en todas direcciones, vacíos pero iluminados como para una fiesta. ¿De quién fue idea? Nuestra, pero fui yo el que dije: —Bueno, querido amigo, ¿qué te parece? —el señor Matzerath asintió con la cabeza, subimos sin prisa alguna, yo me metí en la cabina del conductor, y me sentí en seguida como en casa: arranqué suavemente, fui ganando velocidad y me revelé cual buen conductor de tranvía, lo que el señor Matzerath me confirmó amablemente —habíamos dejado ya atrás la claridad del depósito— diciendo: —Sin duda alguna eres un católico bautizado, Godofredo, porque de lo contrario no conducirías tan bien.

Y efectivamente, dicho pequeño trabajo de ocasión me proporcionaba una gran alegría. En el depósito parecían no haberse dado cuenta de nuestra salida, ya que nadie nos perseguía y, además, con quitar la corriente hubieran podido parar nuestro vehículo sin la menor dificultad. Conduje el coche en dirección de Flingern, atravesamos Flingern, y yo estaba pensando si en Haniel tomaría a la izquierda, hacia Rath y arriba hasta Ratingen, cuando el señor Matzerath me rogó que tomara la línea de Grafenberg-Gerresheim. Pese a que temía yo la subida al pie del dancing llamado Castillo del León, cedí al deseo del acusado, logré la subida, y ya habíamos dejado atrás el dancing cuando tuve que dar un frenazo, porque había allí tres hombres en la vía que más bien me obligaron que me invitaron a parar.

Ya poco después de Haniel, el señor Matzerath se había metido en el interior del tranvía para fumar un cigarrillo. Así pues, en mi calidad de conductor hube de gritar: —¡Suban, por favor! —Me llamó la atención que el tercer hombre, que no llevaba sombrero y al que los otros dos, provistos de sombreros verdes con cinta negra, tenían en medio, fallara varias veces el estribo al subir, sea por falta de habilidad o por falta de vista. En forma bastante brutal sus acompañantes o guardianes lo subieron a mi cabina y, a continuación, se lo llevaron al interior del tranvía.

Había yo arrancado ya de nuevo cuando detrás de mí, en el interior del coche, oí primero unos gemidos plañideros y, a continuación, un ruido, como si alguien estuviera repartiendo bofetones; pero luego, para mi tranquilidad, reconocí la voz firme del señor Matzerath, que reprendía a los nuevos pasajeros y los exhortaba a no pegar a un pobre hombre herido, medio ciego, que había perdido sus anteojos.

—¡Usted no se meta en lo que no le importa! —oí gritar a uno de los sombreros verdes—. ¡Éste verá hoy lo que es bueno! ¡Ya era hora de que lo pescáramos!

Mi amigo, el señor Matzerath, preguntó, mientras yo me dirigía lentamente hacia Gerresheim, de qué crimen se acusaba a aquel pobre miope. La conversación tomó acto seguido un giro extraño. Bastó un par de frases para remontarnos a plena época de guerra o, mejor dicho, al primero de septiembre del año treinta y nueve, al iniciarse aquélla, y al cegato se le motejaba de guerrillero que habría defendido, contrariamente a la ley, el edificio del Correo polaco. Lo formidable era que el señor Matzerath, que a la sazón contaría a lo sumo quince años, estaba al corriente y reconoció inclusive al miope, al que llamó Víctor Weluhn, un pobre cartero de giros postales que durante la refriega había perdido sus anteojos, huyó sin ellos y escapó de los esbirros, los cuales, sin embargo, no cejaron, sino que siguieron persiguiéndolo hasta el final de la guerra y aun después de ésta, exhibiendo un papel, una orden de fusilamiento extendida en el año treinta y nueve. ¡Al fin lo tenemos!, gritaba uno de los sombreros verdes, y el otro aseguraba que celebraba que la cosa hubiese llegado finalmente a término. Había tenido que sacrificar todo su tiempo libre, decía, inclusive sus vacaciones, para dar cumplimiento a una orden de fusilamiento que databa del año treinta y nueve; al fin y al cabo, él tenía otro oficio, era viajante y también su compañero tenía los problemas típicos de todo refugiado del este; había tenido que volver a empezar de nuevo, en tanto que en el este había sido propietario de un buen negocio de sastrería; pero ahora todo había terminado, y aquella misma noche, por fin, iba a ejecutarse la sentencia, con lo que el pasado quedaba definitivamente atrás —¡menos mal que hemos alcanzado todavía el último tranvía!

Así pues, me vi convertido contra mi voluntad en un conductor de tranvía que llevaba a un condenado a muerte y a sus dos verdugos, provistos de una orden de fusilamiento, a Gerresheim. Al llegar a la Plaza del Mercado del suburbio, desierta y ligeramente inclinada, tomé a la derecha, proponiéndome llevar el coche hasta la terminal, junto a la fábrica de vidrio, para descargar allí a los dos sombreros verdes y al Víctor miope y emprender con mi amigo el viaje de regreso. Tres paradas antes de la terminal, el señor Matzerath dejó el interior del coche y puso su cartera de negocios —en la que yo sabía que llevaba, en posición vertical, el tarro— allí donde aproximadamente los tranviarios profesionales suelen poner sus fiambreras.

—Hemos de salvarlo. ¡Es Víctor, el pobre Víctor! —al señor Matzerath se le veía manifiestamente agitado.

—¡No ha logrado todavía encontrar unos anteojos adecuados! ¡Es muy miope, lo fusilarán y él ni siquiera mirará en la dirección debida! —yo creía que los verdugos no llevaban armas. Pero al señor Matzerath las chaquetas rígidamente abultadas de los dos sombreros verdes le habían llamado la atención.

—Era cartero de giros postales en el Correo polaco de Danzig. Ahora ejerce el mismo oficio en el Correo federal. Pero después del cierre lo siguen persiguiendo, porque existe todavía la orden de fusilamiento.

Aunque por mi parte no comprendiera yo enteramente los razonamientos del señor Matzerath, le prometí, con todo, acompañarle en el fusilamiento y, de ser ello posible, evitarlo.

Detrás de la fábrica de vidrio, poco antes de los primeros huertos —de haber habido luna hubiera podido verse el jardín de mi madre con el manzano—, frené el tranvía y grité a los de dentro: —¡Terminal! ¡Todos abajo! —y los otros se dispusieron en seguida a obedecerme, con sus sombreros verdes de cinta negra. El miope volvió a tener dificultades con el estribo. Luego bajó el señor Matzerath, se sacó el tambor de debajo de la chaqueta y me rogó, al bajar, que tomara su cartera de negocios con el tarro.

Dejamos atrás el tranvía, que nos siguió iluminando por un buen trecho, y fuimos tras los pasos de los verdugos y la víctima.

Seguíamos los cercos de los huertos, y eso me fatigaba. Cuando los tres se detuvieron delante de nosotros, observé que habían escogido como lugar para la ejecución el huerto de mi madre. El señor Matzerath no fue el único en protestar, sino que yo también lo secundé. Pero no nos hicieron el menor caso: derribaron el cerco, que por lo demás ya estaba carcomido, ataron al miope, al que el señor Matzerath llamaba el pobre Víctor, al manzano, debajo de mi horcadura, y, viendo que seguíamos protestando, volvieron a mostrarnos a la luz de sus lámparas de bolsillo la orden toda arrugada de fusilamiento firmada por un inspector de justicia en campaña llamado Zelewski. La fecha indicaba, según creo, Zoppot, 5 de octubre del treinta y nueve, y también los sellos concordaban, así que prácticamente nada podía hacerse. Ello no obstante, seguimos hablando de las Naciones Unidas, de la democracia, de la culpabilidad colectiva, de Adenauer, etcétera. Pero uno de los sombreros verde atajó todas nuestras objeciones diciendo que aquello no nos concernía, que no se había firmado todavía ningún tratado de paz, que él votaba lo mismo que nosotros por Adenauer, pero que, en cuanto a la orden, seguía conservando su validez; que ellos se habían dirigido con el papel a las instancias superiores y habían pedido consejo, y que no hacían, en fin de cuentas, más que cumplir con su maldito deber; que lo mejor que podíamos hacer era largarnos.

BOOK: El tambor de hojalata
9.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fire Kissed by Erin Kellison
Buried Secrets by Joseph Finder
Women Scorned by Angela Alsaleem
Wrong Number 2 by R.L. Stine
Holding the Zero by Seymour, Gerald