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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (46 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Mamá Truczinski estuvo de acuerdo, tanto más que prefería aquella solución a la proposición que Matzerath le hiciera la víspera, a escondidas de María: esto es, que en vez de que fuese yo el que se quedara a dormir en el piso de mamá Truczinski, fuese María la que dos veces por semana pernoctase con nosotros, durmiendo en el sofá.

Anteriormente, María había dormido en aquella enorme cama que en otro tiempo cobijara la espalda llena de cicatrices de mi amigo Heriberto. Aquel mueble macizo seguía en el pequeño cuarto de atrás. Mamá Truczinski tenía su cama en el salón. Gusta Truczinski, que seguía sirviendo, lo mismo que antes, en el café del Hotel Edén, seguía viviendo en éste, y aunque venía una que otra vez en sus días libres a la casa, rara vez se quedaba a pasar la noche y, en su caso, dormía en el sofá. Pero si ocurría que Fritz Truczinski venía con licencia y traía regalos de países lejanos, entonces el permisionario del frente o el viajante en servicio dormía en la cama de Heriberto, María en la de mamá Truczinski, y ésta se hacía la suya en el sofá.

Tal ordenamiento vino a perturbarse por mi culpa. Primero quisieron que yo durmiera en el sofá. Este plan lo rechacé con términos breves pero categóricos. Luego mamá Truczinski quiso cederme su cama de viejita, contentándose ella con el sofá. Pero a esto se opuso María, porque no quería que su anciana madre se sintiera incómoda, y, sin muchos ambages, se declaró dispuesta a compartir conmigo la antigua cama de camarero de Heriberto, lo que expuso en los siguientes términos: —No es problema Oscarcito en una cama. Cuando mucho será un octavo de porción.

Así, pues, a partir de la semana siguiente, María llevó mi ropa de cama, dos veces por semana, de nuestro piso de la planta baja al segundo piso y nos hizo un lugar a mí y a mi tambor, del lado izquierdo de su cama. La primera noche de skat de Matzerath no ocurrió nada. La cama de Heriberto se me antojaba inmensa. Yo me acosté primero; María vino luego. Se había lavado en la cocina y entró en el dormitorio vestida con un camisón, ridículo de tan largo, recto y pasado de moda. Óscar había esperado verla desnuda y peluda, y al principio se sintió decepcionado, pero luego estuvo contento, porque aquella tela sacada del cajón de la abuela le recordaba, en su amplitud ligera y agradable, la blanca caída de pliegues del uniforme de enfermera.

De pie delante de la cómoda, María se deshacía las trenzas y silbaba. Siempre que se vestía o desvestía, cuando se hacía y se deshacía las trenzas, silbaba. Inclusive cuando se peinaba, soplaba incansablemente con sus labios fruncidos aquellas dos notas, sin articular, sin embargo, melodía alguna.

Tan pronto como María dejó el peine, se interrumpió también el silbar. Se volvió, se sacudió una vez más la cabellera, puso orden con unos pocos movimientos sobre la cómoda, y el orden la puso de buen humor; mandó un beso con la mano a su bigotudo papá, fotografiado y retocado en su marco de ébano, saltó sobre la cama con impulso exagerado, brincó varias veces sobre los muelles, agarró con el último brinco el edredón, desapareció hasta la barbilla bajo la montaña sin tocarme para nada, aunque yo me hallaba bajo las mismas plumas, sacó una vez más de debajo del edredón un brazo redondo por el que se deslizaba la manga del camisón, buscó arriba de su cabeza aquel cordón con el que se podía apagar la luz, lo halló, tiró de él, y sólo en la oscuridad me dijo, con voz mucho más alta de lo que hubiera sido necesario: —¡Buenas noches!

La respiración de María no tardó en hacerse regular. Es probable que no se tratara de una simple simulación, sino que hubo de dormirse de verdad, ya que a su labor activa de cada día sólo podía y debía seguir una intensidad de sueño parecida.

A Óscar ofreciéronsele todavía por espacio de algún tiempo imágenes que mantuvieron alejado de él el sueño. Por muy espeso que fuera el negro entre las paredes y el papel del oscurecimiento de las ventanas, no por ello dejaban de inclinarse unas enfermeras rubias sobre las cicatrices de Heriberto, o salía de la blanca camisa ajada de Leo Schugger una gaviota que andaba por allí y que volaba y volaba, hasta que se estrellaba contra el muro de un cementerio, que después de un olor creciente de vainilla que daba sopor hizo primero titilar la película precursora del sueño para romperla luego definitivamente, halló Óscar una respiración igualmente regular, como la que María venía practicando desde hacía rato.

Tres días después volvió María a ofrecerme la misma honesta representación de cómo se acuesta una muchacha. Vino con su camisón, silbó al deshacerse las trenzas, siguió silbando al peinarse, puso el peine a un lado, dejó de silbar, puso orden en la cómoda, lanzó a la foto un beso con la mano, efectuó el salto exagerado, brincó, agarró el edredón y percibió —yo contemplaba su espalda— una bolsita —yo admiraba su espléndida cabellera—, descubrió sobre el edredón algo verde —yo cerré los ojos, dispuesto a esperar hasta que ella se hubiera acostumbrado a la vista de la bolsita de polvo efervescente—, y entonces rechinaron los muelles bajo una María que se echaba para atrás, hubo un ¡clic! y, cuando a causa del clic Óscar abrió los ojos, pudo confirmar lo que sabía: María había apagado la luz, respiraba irregularmente en la oscuridad y no había podido acostumbrarse a la bolsita de polvo efervescente. Podía dudarse, sin embargo, de si la oscuridad ordenada por ella no intensificaba tal vez más la existencia del polvo efervescente, hacía desplegarse el Waldmeister y prescribía a la noche un buen bicarbonato burbujeante.

Estoy por decir que la oscuridad se puso del lado de Óscar. Porque ya a los pocos minutos —si es que puede hablarse de minutos en un cuarto negro como la noche— percibí unos movimientos a la cabecera de la cama: María buscaba a tientas el cordón, lo pescó y, acto seguido, volvía yo a admirar la espléndida cabellera larga de María que se le desparramaba sobre el camisón. ¡Qué luz tan regular y amarillenta difundía la bombilla, tras la tela plisada de la pantalla, por el dormitorio! Tensamente hinchado e intacto, el edredón seguía amontonado al pie de la cama. En la oscuridad, la bolsita no se había atrevido a moverse. El camisón de María crujió, una de sus mangas, con la manecita correspondiente, se levantó, y Óscar empezó a reunir saliva en el hueco de la boca.

En el curso de las semanas siguientes, vaciamos en la misma forma más de una docena de bolsitas de polvo efervescente, las más de ellas con sabor de Waldmeister y luego, al acabarse éste, de limón y frambuesa; las vaciamos, las hicimos hervir con mi saliva y provocamos una sensación que María iba apreciando cada vez más. Me hice experto en la colección de saliva, eché mano de trucos que hacían que el agua se me viniera rápidamente y en abundancia a la boca, y no tardé en estar en condiciones de procurarle a María, con el contenido de una sola bolsita de polvo efervescente, tres veces seguidas la sensación deseada.

María estaba contenta con Óscar, lo estrujaba de vez en cuando contra su pecho, lo besaba inclusive después de la satisfacción del polvo dos o tres veces en algún lugar de la cara y se dormía luego por lo regular rápidamente, no sin que antes Óscar la hubiera oído reír bajito en la oscuridad.

A mí el dormirme se me hacía cada vez más difícil. Contaba yo dieciséis años, tenía un espíritu inquieto y sentía la necesidad, que me quitaba el sueño, de brindarle a mi amor por María otras posibilidades, insospechadas y distintas de aquellas que dormitaban en el polvo efervescente y que, despertadas por mi saliva, producían siempre la misma sensación.

Las meditaciones de Óscar no se confinaban al tiempo que sucedía al apagado de la luz. También de día cavilaba yo detrás del tambor, hojeaba mis extractos de Rasputín desgastados por la lectura, recordaba antiguas orgías pedagógicas entre Greta Scheffler y mi mamá, consultaba también a Goethe, del que, lo mismo que de Rasputín, poseía no mala parte de las
Afinidades electivas
y, como consecuencia de ello, adoptaba la fuerza elemental del curandero ruso, alisábala con el sentimiento universal de la naturaleza del príncipe de los poetas, daba a María ora el aspecto de la zarina ora los rasgos de la gran duquesa Anastasia, escogía damas del excéntrico séquito nobiliario de Rasputín, para volver a verla a continuación, hastiado de tanta sensualidad, en la transparencia celestial de una Otilia o tras la pasión honestamente contenida de Carlota. En cuanto a sí mismo, Óscar se veía alternativamente como el propio Rasputín o como su asesino, otras veces también como capitán, más raramente cual marido vacilante de Carlota, y aun en una ocasión —debo confesarlo— cual un genio que, en la figura conocida de Goethe, flotaba sobre el sueño de María.

En forma curiosa, esperaba yo más estímulos de la literatura que de la vida desnuda y real. Y así, por ejemplo, Jan Bronski, al que sin duda había visto con suficiente frecuencia trabajar la carne de mi pobre mamá, no podía enseñarme prácticamente nada. Y aunque sabía perfectamente que ese amontonamiento formado alternativamente por mamá y Jan y por mamá y Matzerath, ese amontonamiento suspirante, esforzado, que terminaba en un gemir desfalleciente y se deshacía en baba, significaba amor, Óscar no quería creer que el amor fuera eso y, por amor, buscaba otra forma de amor. Pero siempre estaba por volver a aquel amor amontonado, y lo odió —hasta que, al practicarlo él mismo, tuvo que defenderlo ante sus propios ojos como el único amor verdadero y posible.

María tomaba el polvo efervescente tendida boca arriba. Y comoquiera que tan pronto como aquél empezaba a hervir empezaba ella a agitarse y a pernear, con frecuencia el camisón se le subía, ya después de la primera sensación, hasta los muslos. Al segundo hervor, el camisón lograba por lo regular, encaramándosele por el vientre, enrollársele bajo los senos. Un buen día, después de haber estado vertiéndole el polvo por espacio de varias semanas en la mano izquierda, tomé el resto de una bolsita de polvo efervescente con sabor de frambuesa y espontáneamente y sin haber tenido la oportunidad de consultarlo previamente con Goethe o con Rasputín, se lo vertí en el hueco del ombligo, dejé caer mi saliva encima antes de que ella pudiera protestar y, al empezar a hervir el cráter, había ya perdido ella todos los argumentos indispensables a los efectos de una protesta, porque el ombligo efervescente presentaba con respecto a la mano muchas ventajas. El polvo era evidentemente el mismo, mi saliva seguía siendo mi saliva, y tampoco la sensación era distinta, pero sí en cambio más fuerte, mucho más fuerte. Tan fuerte era la sensación, que María podía apenas resistirla. Inclinábase hacia adelante y, con la lengua, esforzábase por apagar las frambuesas efervescentes en el huequecito de su ombligo, tal como solía amortiguar el Waldmeister en el hueco de la mano una vez que éste había cumplido su cometido; pero la lengua no alcanzaba hasta allí: su ombligo le quedaba más remoto que el África o la Tierra del Fuego. A mí, en cambio, el ombligo de María me quedaba cerca, y así, pues, sumí en él mi lengua en busca de frambuesas, de las que siempre iba encontrando más, de modo que en mi búsqueda me extravié, llegando a regiones en las que ya ningún guardia forestal solicitaba la exhibición del permiso de buscar, y me sentía obligado a no desperdiciar frambuesa alguna, y no tenía ya en la vista, en los sentidos, en el corazón y en el oído otra cosa que frambuesas, que no fue sino de paso que Óscar pudo observar: María está contenta con tu celo buscador. Por eso ha apagado la luz. Por eso se abandona confiada al sueño y deja que tú vayas buscando: porque María era rica en frambuesas.

Y cuando ya no encontré más, entonces y como por casualidad hallé en otros lugares cantarelas. Y comoquiera que éstas crecían más escondidas bajo el musgo, mi lengua no alcanzaba ya, y dejé que me creciera un undécimo dedo, porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y así fue cómo Óscar vino a hallar su tercer palillo, para el que ya su edad lo autorizaba. Y ya no di sobre la lámina, sino en el musgo. Y ya no sabía si era yo el que tocaba o si era María, si era aquél mi musgo o era el suyo. ¿Pertenecían el musgo y el undécimo dedo a otro quizás y sólo a mí las cantarelas? ¿Tenía el señor de allí abajo su propia cabeza y su propia voluntad? ¿Quién procreaba: Óscar, él o yo?

Y María, que arriba dormía y velaba abajo, María, que olía inocentemente a vainilla y, bajo el musgo, a cantarelas; que a lo sumo quería polvo efervescente, pero no a aquel al que tampoco yo quería: al que se había hecho independiente, y obraba a su antojo, y daba de sí algo que yo no le había sugerido, y se levantaba cuando yo me acostaba, y tenía sueños distintos de los míos, y ni sabía leer ni escribir y, sin embargo, firmaba por mí; al que hoy todavía sigue su propio camino y ya se separó de mí desde el primer día, y es mi enemigo y aliado forzoso, y me traiciona y me deja en la estacada; al que quisiera yo traicionar y vender, porque me da vergüenza, porque sé que le sobro; al que yo lavo mientras me ensucia, y no ve nada y lo huele todo, y me es tan extraño que me da por tratarlo de usted, y tiene una memoria totalmente distinta de la de Óscar: porque cuando hoy María entra en mi cuarto y Bruno se retira discretamente al corredor, no la reconoce, y no quiere, no puede, se mantiene groseramente impasible, en tanto que el corazón agitado de Óscar hace balbucear a mi boca: —Escucha, María, mis tiernas proposiciones: podría comprarme un compás y trazar un círculo a nuestro alrededor, y con el mismo compás podría medir la inclinación del ángulo de tu cuello mientras tú lees o coses o, como ahora, estás buscando en mi radio portátil. Deja ya la radio, tiernas proposiciones: podría hacerme inyectar los ojos y volver a llorar. En la primera carnicería, Óscar dejaría que pasaran su corazón por la máquina de picar, si tú estuvieras dispuesta a hacer lo mismo con tu alma. Podríamos también comprarnos un animalito de peluche para que permaneciera quieto entre nosotros dos. Si yo me decidiera por los gusanos y tú por la paciencia, podríamos ir a pescar y ser más felices. O bien el polvo efervescente aquél, ¿recuerdas? Dime Waldmeister y me pondré a hervir; pídeme más y te daré el resto —¡María, polvo efervescente, tiernas proposiciones!

¿Por qué sigues con la radio y oyes sólo la radio, como si te poseyera un afán salvaje de comunicados especiales?

Comunicados especiales

El disco blanco de mi tambor no se presta mucho a experimentos. Esto hubiera debido yo saberlo. Mi hojalata requiere siempre la misma madera. Quiere que se le pregunte a golpes, dar respuesta a golpes o bien, bajo el redoble, dejar libremente la pregunta y la respuesta en suspenso. Por consiguiente, mi tambor no es ni una sartén que calentada artificialmente haga contraerse la carne cruda, ni una pista de baile para parejas que no saben si se corresponden. De ahí que Óscar ni aun durante las horas más solitarias haya esparcido sobre su tambor polvo efervescente alguno, ni haya mezclado con él su saliva y organizado un espectáculo que no ha vuelto a ver desde hace años y que, por lo demás, echo de menos. Cierto que Óscar no pudo sustraerse por completo a una prueba con dicho polvo, pero procedió en ello en forma más directa, dejando de lado a su tambor; lo que equivale a decir que me puse al descubierto, porque, sin el tambor, estoy siempre al descubierto.

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