Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (96 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Pero no nos fuimos. Antes bien, cuando los sombreros verdes se desabrocharon sus gabardinas y sacaron las pistolas ametralladoras, el señor Matzerath se adaptó el tambor —en aquel momento, una luna casi llena, sólo ligeramente abollada, partió las nubes iluminando sus contornos como si fueran los bordes angulosos y metálicos de una lata de conservas— y sobre una lámina de hojalata parecida, aunque indemne, el señor Matzerath empezó a manejar los palillos en forma desesperada. Aquello sonaba extraño y, sin embargo, me parecía conocerlo. Sin cesar volvía a redondearse la letra O: ¡todo perdido, aún no perdido, no está perdido todo todavía. Polonia no está perdida todavía! Pero ésta era ya la voz del pobre Víctor, que se sabía el texto del ritmo del señor Matzerath: Mientras nos quede vida, Polonia no está perdida todavía. Y también los sombreros verdes parecían conocerlo, porque se estremecieron detrás de sus partes metálicas iluminadas por la luna, ya que aquella marcha que el señor Matzerath y el pobre Víctor entonaron en el huerto de mi madre hizo entrar en escena a la caballería polaca. Es posible que la luna contribuyera a ello, que el tambor, la luna y la voz quebrada del miope Víctor hicieran surgir del suelo tantos corceles y jinetes: retumbaban los cascos, resoplaban los ollares, tintineaban las espuelas, los potros relinchaban, ¡husa! ¡heisa!... mas no era nada: nada retumbaba, resoplaba, tintineaba, relinchaba, ni gritaba ¡husa! o ¡heisa!, sino que todo se iba deslizando en silencio sobre los campos cosechados de detrás de Gerresheim y era, sin embargo, un escuadrón de ulanos polacos, porque las banderolas de las lanzas ondeaban en rojo y blanco, como el tambor esmaltado del señor Matzerath; pero no ondeaban, sino que flotaban, lo mismo que el escuadrón entero, bajo la luna; venían posiblemente de ésta, flotaban, operaban una conversión a la izquierda, hacia nuestro huerto, flotando; aquello no parecía ser carne ni sangre: flotaba, fantasmagórico, como de juguete, comparable tal vez a aquellos monigotes que el enfermero del señor Matzerath anuda con cordeles. Una caballería polaca anudada, sin ruido y, sin embargo, retumbante; sin carne, sin sangre y, no obstante, polaca y a galope tendido hacia nosotros, que nos echamos al suelo y dejamos pasar sobre nosotros la luna y el escuadrón polaco; y cayeron también sobre el huerto de mi madre y sobre todos los demás huertos bien cuidados, pero sin arrasar nada, sino que sólo se llevaron al pobre Víctor y a los dos verdugos, y se perdieron a campo abierto bajo la luna —perdidos, aún no perdidos, cabalgando hacia el este, hacia Polonia, tras la luna.

Esperamos, jadeantes, hasta que la noche se calmara, hasta que el cielo se cerrara y suprimiera aquella luz, sola capaz de convencer para un supremo ataque a aquella caballería desde hacía tanto putrefacta. Me levanté primero y felicité al señor Matzerath, aunque no subestimara la influencia de la luna, por su gran éxito. Pero él hizo con la mano, fatigado y deprimido, un ademán desdeñoso: —¿Éxito, querido Godofredo? Ya estoy saturado de éxito. Me gustaría por una vez no tenerlo. Pero eso es difícil y requiere un tremendo esfuerzo.

A mí este comentario no me gustó, porque soy hombre laborioso y nunca tengo éxito. El señor Matzerath me pareció desagradecido, y así se lo dije: —¡Eres presuntuoso, Óscar! —me atreví a decirle, porque entonces ya nos tuteábamos—. Todos los periódicos están llenos de ti. Te has hecho un nombre. Y más vale no hablar del dinero. Pero, ¿crees tú acaso que sea fácil para mí, al que ningún periódico nombra, aguantar a tu lado, al lado del que todo el mundo celebra? ¡Cuánto daría por realizar alguna vez, una sola vez y completamente solo, una hazaña única, como ésta que tú acabas de realizar ahora y que llevara mi nombre, en letras de molde, a los periódicos: Ésto lo ha hecho Godofredo Vittlar!

La carcajada del señor Matzerath me molestó. Estaba tendido boca arriba, escarbaba en la tierra suelta un lecho para su joroba, arrancaba la hierba con ambas manos, echaba los puñados al aire y se reía cual un dios inhumano que todo lo puede: —¡Mi querido amigo, nada más fácil! ¡Toma, aquí tienes mi cartera de negocios! Fue un milagro que no cayera bajo los cascos de la caballería polaca. Te la regalo, y ya sabes que contiene el tarro con el anular. ¡Tómalo todo y ve corriendo a Gerresheim, allí está parado todavía el tranvía iluminado, sube y condúcete a ti y mi regalo a la Jefatura de Policía, en dirección del Fürstenwall, presenta la denuncia y ya mañana verás tu nombre deletreado en todos los periódicos!

Al principio rechacé la proposición, alegando que sin duda él no podría vivir sin el dedo del tarro. Pero él me tranquilizó, diciendo que, en el fondo, toda aquella historia del dedo ya le causaba náuseas y que, por lo demás, poseía varios modelos en yeso e inclusive había encargado que le hicieran uno de oro; que me decidiera, pues, de una vez a tomar la cartera, me fuera al tranvía y presentara la denuncia a la policía.

Me fui, pues, y por mucho rato seguí oyendo reír al señor mientras yo me dirigía hacia la ciudad tocando la campanilla del tranvía, él quería someterse a la influencia de la noche, arrancar la hierba y seguir riendo. A mí, en cambio, gracias a la bondad del señor Matzerath, la denuncia —no la presenté hasta la mañana siguiente— me ha llevado varias veces a los periódicos.

Por mi parte, yo, el bondadoso señor Matzerath, estuve tendido toda la noche, riendo a carcajadas, en la hierba oscura detrás de Gerresheim; me revolqué muerto de risa bajo las pocas severas estrellas visibles, escarbé para mi joroba un lecho tibio en la madre tierra, y me decía: Duerme, Óscar, duerme una horita, antes de que despierte la policía. Ya nunca más volverás a estar tendido tan libremente bajo la luna.

Y cuando desperté, observé, antes de que pudiera observar nada, que era de día y que algo, alguien, me lamía la cara: era algo tibio, rugoso, regular y húmedo.

¿Sería ya la policía, avisada por Vittlar, que había venido y me estaba despertando a lametones? De todos modos, no quise abrir los ojos inmediatamente, sino que dejé que aquella cosa tibia, rugosa, regular y húmeda me fuera lamiendo y dándome placer, siéndome por lo demás indiferente quién me lamiera: será la policía, conjeturaba Óscar, o una vaca. Y fue sólo entonces cuando abrí mis ojos azules.

Era negra con manchas blancas, estaba tendida a mi lado y respiraba y me lamía hasta que abrí los ojos. Ya había abierto plenamente el día, de nublado a sereno, y me dije: Óscar, no te quedes aquí con esta vaca, por muy celestial que sea su mirada y por mucho que, con su lengua rugosa, tranquilice y reduzca tu memoria. Ya es de día, las moscas zumban y tú tienes que emprender la fuga. Vittlar te denuncia y, por consiguiente, tienes que huir. Una denuncia auténtica necesita una fuga auténtica. Deja mugir la vaca y huye. Te alcanzarán aquí o allá, pero eso no te importa.

Emprendí pues la fuga, lamido, lavado y peinado por una vaca. A los pocos pasos me dio un ataque de risa matutino y transparente. Dejé mi tambor junto a la vaca, que permaneció tendida y mugiendo, y me fugué sin contener la risa.

Treinta

¡Ah, sí, la fuga! Es lo que me queda por contar. Huí para reforzar el valor de la denuncia de Vittlar. No hay fuga sin objetivo fijo, me dije. ¿A dónde piensas huir, Óscar?, me pregunté. Las condiciones políticas, el llamado Telón de Acero, me impedían una fuga hacia el este. Así pues, hube de borrar de la lista de objetivos las cuatro faldas de mi abuela Ana Koljaiczek, que aun hoy siguen hinchándose protectoras en los campos de patatas cachubas, pese a que me dijera que la única fuga con probabilidades de éxito era —si es que de fuga se trataba— la fuga en dirección de las faldas de mi abuela.

Dicho sea de paso, celebro hoy mi trigésimo aniversario. A los treinta está uno obligado a hablar del tema fuga como un hombre y no como un mozalbete. María, al traerme el pastel con las treinta velas, me ha dicho: —Ya tienes treinta años, Óscar. Es hora de que vayas entrando en razón.

Klepp, mi amigo Klepp, me ha regalado, como siempre, discos de música de jazz, y ha necesitado cinco cerillas para encender las treinta velas de mi pastel de cumpleaños: —¡La vida empieza a los treinta! —ha dicho. Él sólo cuenta veintinueve.

Vittlar, en cambio, mi amigo Godofredo, que es el que me queda más cerca del corazón, me ha regalado dulces e, inclinándose sobre la barandilla de mi cama, me ha dicho con su voz gangosa: —Cuando Jesús cumplió treinta años, se puso en marcha y se rodeó de discípulos.

A Vittlar siempre le ha gustado confundirme. Tengo que abandonar mi cama y buscar discípulos, sólo porque he cumplido treinta años. Luego ha venido mi abogado, agitando un papel, me ha felicitado con su voz de trombón, ha colgado su sombrero de nylon al pie de la cama y nos ha anunciado, a mí y a todos mis invitados: —Esto es lo que llamo yo una feliz coincidencia. Mi cliente celebra su trigésimo aniversario y, precisamente, el día de su trigésimo aniversario recibo la noticia de que se va a revisar el proceso del anular, pues se ha encontrado una nueva pista, aquella señorita Beata, saben ustedes...

Así, lo que he venido temiendo desde hace años, lo que temo desde mi huida, se anuncia hoy, en que cumplo treinta años; se da con el verdadero culpable, se empieza de nuevo el proceso, se me absuelve, se me da de alta del sanatorio, se me arrebata mi dulce cama, se me pone en la calle, fría y expuesta a todos los vientos, y se obliga a un Óscar de treinta años a juntar discípulos en torno a él y su tambor.

Así que fue la señorita Beata la que, amarilla de celos, hubo de asesinar a mi señorita Dorotea.

Tal vez ustedes lo recuerden todavía. Había allí un doctor Werner, el cual, como suele ocurrir tan a menudo en el cine y en la vida, se hallaba entre las dos enfermeras. Una fea historia: Beata estaba enamorada de Werner, pero Werner estaba enamorado de Dorotea, en tanto que Dorotea, por su parte, no estaba enamorada de nadie o, a lo sumo, en secreto, del pequeño Óscar. En esto Werner cayó enfermo. Dorotea lo cuidaba, porque estaba en su sección. Pero como esto no podía contemplarlo ni tolerarlo Beata, habría invitado a Dorotea a un paseo y, en un campo de centeno cerca de Gerresheim, hubo de matarla o, mejor dicho, de eliminarla. Ahora Beata podía cuidar sin estorbo a Werner. Parece ser, sin embargo, que lo cuidó de tal modo que no sólo no se curó, sino al contrario. Es posible que la enfermera enamorada se dijera: Mientras siga enfermo, me pertenece. ¿Diole acaso demasiadas medicinas? ¿Diole medicinas contraindicadas? El caso es que, fuesen muchas o impropias, el doctor Werner falleció. Pero ante el tribunal Beata no confesó que hubiesen sido demasiadas ni impropias, ni tampoco aquel paseo al campo de centeno que había de ser el último paseo de la señorita Dorotea. En cuanto a Óscar, que tampoco confesó nada pero poseía un pequeño dedo acusador dentro de un tarro, lo condenaron a causa del campo de centeno; sin embargo, considerando que no estaba en sus cabales, lo internaron, para su observación, en un sanatorio. No obstante, antes de que lo condenaran e internaran, Óscar huyó, porque con mi fuga quería yo reforzar considerablemente el valor de la denuncia presentada por mi amigo Godofredo.

Cuando huí contaba yo veintiocho años. Y hace sólo unas pocas horas ardían todavía en torno de mi pastel de cumpleaños treinta velas que se iban derritiendo gota a gota. También entonces, cuando huí, estábamos en septiembre. Nací bajo el signo de la Virgen. Pero no me propongo hablar aquí de mi nacimiento bajo las bombillas, sino de mi fuga.

Puesto que, como ya queda dicho, el camino del este y de mi abuela me estaba vedado, me vi obligado, como le ocurre ahora a todo el mundo, a huir en dirección oeste. Si por causa de la alta política no puedes huir hacia tu abuela, Óscar, entonces huye hacia tu abuelo, que vive en Buffalo, en los Estados Unidos: veamos hasta dónde llegas.

Lo de mi abuelo Koljaiczek en América ocurrióseme ya mientras la vaca me lamía en aquel prado detrás de Gerresheim y yo no abría los ojos todavía. Eso debió de ser hacia las siete de la mañana, así que me dije: a las ocho abren los comercios. Me fui riendo, dejé el tambor junto a la vaca y me dije: Godofredo estaba cansado; es posible que no presente la denuncia hasta las ocho o las ocho y media; aprovecha esta ventajilla. Necesité diez minutos para encontrar un teléfono y llamar un taxi desde el suburbio soñoliento de Gerresheim. El taxi me llevó a la Estación Central. Durante el trayecto conté mi dinero, pero me equivoqué varias veces, porque siempre volvía sobre mí la risa matutina y transparente. Luego hojeé mi pasaporte y, gracias a la previsión de la agencia de conciertos «Oeste», encontré en él un visado válido para Francia y uno para los Estados Unidos. Siempre había sido el deseo predilecto del doctor Dösch regalar a dichos países con una gira del tambor Óscar.

Voilà
, me dije, huyamos a París: eso está bien, se oye bien y podría ocurrir en una película con Gabin, que me persigue fumando bonachonamente la pipa. Pero, ¿quién representaría mi papel? ¿Chaplin? ¿Picasso? Riendo y excitado por estos pensamientos de fuga, seguía yo dándome con la mano en el pantalón ligeramente ajado cuando el taxista me pedía ya siete marcos. Pagué y desayuné en el restaurante de la estación. Al lado del huevo pasado por agua tenía yo el horario de los Ferrocarriles Federales, encontré un tren favorable, tuve tiempo todavía después del desayuno de proveerme de divisas, me compré asimismo una maletita de piel fina, llenéla, pues temía el retorno a la Jülicherstrasse, con camisas caras pero mal adaptadas a mi figura, metí además un pijama verde pálido, un cepillo de dientes y un dentífrico y, comoquiera que no necesitaba ahorrar, tomé un billete de primera, y al poco tiempo instalábame cómodamente en un asiento acojinado junto a la ventanilla. Huía, pero sin prisas. Los cojines favorecían mis reflexiones. Tan pronto como el tren partió, salió de la estación y comenzó la fuga, Óscar se puso a pensar en algo que pudiera asustarlo, ya que no hay fuga sin temor. Pero, ¿qué puedes ya temer tú, Óscar, y qué puede inducirte a huir, si la propia policía no te provoca otra cosa que una risa matutina y transparente?

Hoy tengo treinta años; la fuga y el proceso quedan atrás. Pero el miedo que durante la fuga yo mismo me inculqué sigue subsistiendo.

¿Fue el zumbar de los rieles o fue la tonadilla del tren? La letra se me pegaba monótona, hasta que me di cuenta poco antes de llegar a Aquisgrán; se apoderó de mí, que me hallaba sumido en los cojines de primera clase, y subsistió después de Aquisgrán —pasamos la frontera aproximadamente a las diez y media— en forma cada vez más clara y terrible, a tal punto que me alegré cuando los aduaneros vinieron a distraerme. Mostraron más interés por mi joroba que por mi nombre o por mi pasaporte, y yo me dije: ¡ese Vittlar, qué dormilón! Son casi las once y no ha ido todavía con el tarro a la policía, en tanto que, por su causa, yo me encuentro desde muy temprano en plan de fuga y me estoy inculcando miedo, para que la fuga tenga también un motor. ¡Qué miedo me entró en Bélgica, cuando el tren iba cantando: ¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí! ¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!

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