El enjuto científico abrió la parte superior de la maleta, desvelando el contenido de la misma: en su interior había una consola que le llegaba por la cintura y que constaba de varios cuadrantes, un teclado y una pantalla de ordenador. Lauren, junto a él, estaba añadiendo un objeto similar a una barra de plata, una especie de micrófono jirafa, en la parte superior de la consola.
—¿Listo? —preguntó Lauren.
—Listo —dijo Copeland.
Lauren apretó un interruptor que estaba en uno de los laterales de la maleta Samsonite y la consola se llenó de repente de luces verdes y rojas. Copeland se puso manos a la obra de inmediato y comenzó a teclear algo en el teclado de la unidad.
—Es un detector de resonancias de nucleótidos, o DRN —le dijo Lauren a Race antes de que este pudiera preguntarle—. Nos dice el emplazamiento de cualquier sustancia nuclear en el área circundante midiendo la resonancia en el aire que rodea a esa sustancia.
—¿Perdón? —inquirió Race.
Lauren suspiró y explicó:
—Cualquier sustancia radioactiva (ya sea uranio, plutonio o tirio), reacciona con el oxígeno, molecularmente hablando. En esencia, la sustancia radioactiva hace que el aire a su alrededor vibre, o resuene. Este dispositivo detecta esa resonancia en el aire y, por tanto, nos da la ubicación de la sustancia radioactiva.
Unos segundos después, Copeland terminó de teclear. Se giró a Nash y le dijo:
—El DRN está listo.
—Comiencen —ordenó Nash.
Copeland pulsó una tecla del teclado y la barra plateada situada en la parte superior de la consola comenzó a girar. Se movía lentamente en círculos constantes y precisos.
Mientras esto ocurría, Race miró a su alrededor y se percató de que López y Chambers habían regresado de su exploración. Ahora estaban mirando atentamente a la máquina. Race miró al resto del equipo. Todos estaban mirando el detector de resonancias de nucleótidos.
Y de repente lo entendió todo.
Todo dependía de ese dispositivo.
Si el detector no localizaba el ídolo en algún punto de las inmediaciones donde se encontraban, todo aquello habría sido una pérdida de tiempo.
La barra plateada dejó de girar.
—Tenemos una lectura —dijo Lauren de repente con los ojos fijos en la pantalla de la consola.
Race vio cómo Nash expulsaba el aire que había estado conteniendo todo ese tiempo.
—¿Dónde?
—Un segundo… —Lauren escribió algo en el teclado.
La barra estaba señalando río arriba, hacia las montañas, al área donde los árboles de la selva se juntaban con la pared escarpada de la meseta rocosa más cercana.
Lauren dijo:
—La señal es débil porque el ángulo no es el correcto. Pero estoy captando algo. Veré si puedo ajustar el vector…
Pulsó más teclas y la barra comenzó lentamente a inclinarse hacia arriba. Había alcanzado un ángulo de cerca de 30 grados cuando de repente los ojos de Lauren se iluminaron.
—Bien —dijo—. Tenemos una señal fuerte. Una resonancia de frecuencia muy elevada. Torciendo 270 grados hacia el oeste. El ángulo vertical es de 29 grados, 58 minutos. Alcance… 793 metros.
Lauren alzó la vista hasta la oscura pared rocosa que se alzaba al oeste por encima de los árboles. Parecía una especie de meseta. Capas inclinadas de agua resbalaban por sus paredes.
—Está en algún punto de esa zona —dijo—. Arriba en las montañas.
Nash se giró hacia Scott.
—Conecte con Panamá por radio. Dígales que el equipo preliminar ha verificado la existencia de la sustancia. Pero dígales también que, mientras hablamos, Inteligencia ha detectado fuerzas hostiles de camino a nuestro emplazamiento. Dígales que nos envíen fuerzas de protección para la evacuación tan pronto como puedan.
Nash se dio la vuelta para mirar al resto del grupo.
—Muy bien, en marcha. Cojamos ese ídolo.
Todo el mundo comenzó a prepararse.
Los boinas verdes prepararon sus M-16 y los científicos de la DARPA cogieron brújulas y diversos equipos informáticos para llevarlos con ellos.
Race vio que Lauren y Troy Copeland se dirigían al interior de uno de los Hueys, presumiblemente para coger parte de su equipo. Se apresuró tras ellos para ver si podía ayudarlos con algo y, quizá también, para preguntarle a Lauren qué había querido decir Nash con eso de que fuerzas hostiles se dirigían a Vilcafor.
—Oye… —dijo Race al llegar a la puerta del helicóptero—. Oh…
Los había pillado dándose un abrazo apasionado, besándose como dos adolescentes, mesándose los cabellos, entrelazando sus lenguas. En definitiva, a puntito de caramelo.
Los dos científicos se separaron inmediatamente al ver a Race. Lauren se sonrojó. Copeland lo miró con cara de pocos amigos.
—Lo siento, lo siento mucho —se excusó Race—. No pretendía…
—No pasa nada —dijo Lauren mientras se colocaba el pelo—. Es un momento muy emocionante para los dos.
Race asintió con la cabeza, se dio la vuelta y volvió al pueblo.
Qué otra cosa podía hacer.
En lo que no podía dejar de pensar, no obstante, mientras caminaba para unirse al resto en el pueblo, era en la imagen de Lauren acariciando con sus dedos el cabello de Copeland mientras lo besaba. Había visto su alianza.
Copeland, sin embargo, no llevaba ninguna.
El grupo caminó por lo que quedaba de un sendero embarrado que recorría la ribera del río. Mientras se dirigían a la base de la meseta rocosa, los ruidos nocturnos de la selva resonaban en sus oídos y el mar de hojas a su alrededor se combaba por el peso de la lluvia incesante.
Ya se había hecho de noche y las luces de sus linternas jugueteaban por la selva. Mientras caminaban, Race vio algunos claros entre los oscuros nubarrones que se cernían sobre ellos; claros que dejaban que la brillante luz de la luna entrara e iluminara el río. De vez en cuando veía a lo lejos algún relámpago. Se avecinaba una tormenta.
Lauren y Copeland encabezaban la marcha. Lauren llevaba en su mano una brújula digital. A su lado, y con un M-16 cruzado en el pecho, estaba
Buzz
Cochrane, el guardaespaldas de Lauren.
Nash, Chambers, López y Race les seguían muy de cerca. Scott, Van Lewen y un cuarto soldado, el fornido cabo que respondía al nombre de Chucky Wilson, cerraban la marcha.
Los dos últimos boinas verdes,
Doogie
Kennedy y el último soldado de la unidad, otro cabo llamado George
Tex
Reichart, se habían quedado en el pueblo cubriendo la retaguardia.
Race se percató de que estaba caminando al lado de Nash.
—¿Cómo es que el Ejército no envió primero a las fuerzas de protección? —preguntó—. Si este ídolo es tan importante, ¿por qué solo ha enviado a un equipo preliminar a por él?
Nash se encogió de hombros sin detener la marcha.
—Había gente en las altas esferas que pensaba que esto se trataba de una misión bastante especulativa: seguir las instrucciones de un manuscrito de cuatrocientos años de antigüedad para encontrar un ídolo de tirio. Así que nos proporcionaron una unidad ofensiva completa y la convirtieron en una fuerza de reconocimiento. Pero ahora que sabemos que está aquí, mandarán a la caballería. Ahora, si me disculpa.
Nash se adelantó y se unió a Lauren y Copeland en la delantera.
Race se quedó en la retaguardia, solo, sintiéndose de más, como un extraño que no tenía motivo alguno para estar allí.
Mientras caminaba por el sendero de la ribera del río no perdió de vista ni un instante la superficie del río, pues algunos de los caimanes estaban siguiendo a la comitiva.
Trascurrido cierto tiempo, Lauren y Copeland llegaron a la base de la meseta rocosa, una inmensa pared rocosa vertical y húmeda que iba de norte a sur. Race calculó que se habrían alejado unos cinco kilómetros y medio del pueblo.
A la izquierda, al otro lado del río, Race vio una catarata en la pared rocosa, catarata que abastecía de agua al río.
En el lado del río donde se encontraba, vio una fisura estrecha y vertical en la pared de un gigantesco muro rocoso.
La fisura apenas tendría dos metros y medio de ancho pero era muy alta, increíblemente alta, más de noventa y un metros, y sus paredes eran totalmente verticales. La fisura desaparecía en la ladera de la montaña. Un hilo de agua fluía de ella, hilo que se desparramaba por las rocas formando una charca que probablemente les llegaría a la altura del tobillo y que, a su vez, se desbordaba en el río.
Era un pasadizo, un pasillo natural de la roca. El resultado, supuso Race, de un terremoto menor en el pasado que había desplazado ligeramente la roca, que se extendía de norte a sur, de este a oeste.
Lauren, Copeland y Nash se metieron en la charca rocosa situada en la entrada del pasillo.
Mientras todos se iban metiendo, Race se dio la vuelta y vio que los caimanes habían dejado de seguirlos. Se habían quedado rezagados a unos cuarenta y cinco metros de distancia, rondando de forma amenazadora sobre las profundas aguas del río.
Mejor para mí
, pensó Race.
Y entonces, de repente, se detuvo y se giró, mirando a un lado y a otro. Algo no iba bien.
Y no solo por el comportamiento de los caimanes. Había algo en toda aquella zona que no le gustaba…
Y entonces Race se dio cuenta de lo que era. Los ruidos de la selva habían desaparecido.
Salvo por el sonido de la lluvia golpeando las hojas, todo estaba en silencio. Ni el zumbido de las cigarras, ni el gorjeo de los pájaros, ni el susurro de las hojas.
Nada.
Era como si se hubiesen adentrado en una zona donde los ruidos y sonidos de la selva cesaran. Una zona donde los animales de la selva temieran entrar.
Lauren, Copeland y Nash no parecieron percatarse del silencio. Iluminaron con sus linternas el pasillo y echaron un vistazo al interior.
—Parece que llega hasta el lugar en cuestión —dijo Copeland.
Lauren se volvió a Nash.
—Va en la dirección correcta.
—Vayamos pues —dijo Nash.
Los diez aventureros entraron en el estrecho pasillo rocoso. Sus pies chapotearon por el agua, que efectivamente les llegaba hasta el tobillo. Iban en fila de uno, con Buzz Cochrane a la cabeza. La linterna que este llevaba en el cañón de su M-16 iluminaba el camino.
El pasillo era básicamente recto, con un ligero zigzag en el medio, y parecía atravesar la meseta durante al menos sesenta metros.
Race, que iba el último, alzó la vista. Las paredes rocosas a ambos lados de la fisura se alzaban sobre ellos. Para ser tan estrecha, la fisura era increíblemente alta. Mientras la observaba, una ligera lluvia le cayó en la cara.
Fue entonces cuando salió del pasillo y se encontró en un espacio abierto.
Lo que vio le dejó sin respiración.
Se encontraba en la base de una especie de cañón rocoso de grandes dimensiones. Un cráter cilíndrico que tenía al menos noventa metros de diámetro.
Una extensión de agua se prolongaba ante él; estaba delimitada en ambos lados por la pared circular del enorme cráter y el reflejo de la luz de la luna formaba en ella ondas plateadas. La fisura que acababan de atravesar parecía ser la única entrada a esta enorme sima cilíndrica. Una pequeña catarata caía del lado más alejado del cráter y sus aguas iban a parar al fondo del lago que había en el enorme cañón circular, de escasa profundidad.
Pero era lo que se encontraba en el centro de aquel cañón lo que llamó la atención de todos los allí presentes.
De aquellas aguas situadas en el centro exacto del cráter cilíndrico se elevaba una enorme formación rocosa.
Medía cerca de dos metros y medio de ancho y más de noventa metros de alto, una gigantesca torre de piedra natural que tenía casi el tamaño de un rascacielos medio y que se alzaba sobre el lago iluminado por la luz de la luna. La visión de aquel monolito negro bajo la lluvia nocturna era increíble.
Los diez se quedaron mirando la pétrea torre sobrecogidos.
—Santo Dios… —dijo Cochrane.
Lauren le enseñó a Nash la lectura de su brújula digital—. Nos encontramos a seiscientos metros del pueblo. Si tenemos en cuenta la altitud, yo diría que es muy posible que nuestro ídolo se encuentre en la parte superior de esa torre.
—¡Eh! —dijo Copeland.
Todos se giraron. Copeland estaba delante de una especie de sendero que había sido trazado en la pared curva exterior del cañón.
El sendero parecía ascender de forma escalonada, giraba en una espiral ascendente por la pared circular exterior del cañón, abrazando la circunferencia del cilindro, rodeando la torre situada en el centro del cráter, pero separado a su vez de la misma por un foso enorme y vacío de, al menos, treinta metros de ancho.
Lauren y Nash encabezaron de nuevo la marcha. Salieron del agua y se dirigieron al sendero.
El grupo recorrió el sendero.
La lluvia era más ligera allí y las nubes que se cernían sobre el gran cañón eran también menores, por lo que la luz de la luna se abría paso entre ellas con más facilidad.
Subieron y subieron, siguiendo el curvo y estrecho sendero mientras contemplaban estupefactos la espléndida torre de piedra que se alzaba en medio del cráter.
El tamaño de la torre era increíble. Era enorme. Pero tenía una forma un tanto curiosa: era más ancha en la parte superior que en la inferior. La formación se iba estrechando gradualmente hacia dentro, hacia el lugar donde tocaba con el lago, en el fondo del cráter.
Mientras subían por el sendero en forma de espiral, Race comenzó a distinguir la cima de la torre de piedra. Era redonda, como una cúpula, y estaba totalmente cubierta de un denso follaje. Ramas torcidas y anegadas se asomaban por los bordes de la torre, impertérritas ante la vertiginosa caída de noventa metros que había desde donde se encontraban.
El grupo estaba ya cerca de la parte superior del cráter cuando llegaron a un puente, o más bien lo que quedaba de él, que conectaba el sendero exterior en espiral con la torre.
Estaba situado justo debajo del borde del cañón, no muy lejos de la catarata que caía por la pared occidental del cañón.
A ambos lados de la sima había dos cornisas de piedra planas, a unos treinta metros de distancia entre sí. En cada cornisa había un par de contrafuertes de piedra, supuestamente los pilares de los que tiempo atrás pendiera un puente de cuerda.
Los dos contrafuertes situados en el lado de la sima donde se encontraba Race estaban desgastados, pero parecían fuertes y resistentes. Y antiguos. Muy, muy antiguos. Race no tenía ninguna duda de que databan de la época de los incas.