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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (39 page)

BOOK: El templo de Istar
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No concluyó la frase, la mirada imperativa de Quarath lo traspasó como un dardo y lo paralizó.

—¿Debo interpretar tu actitud como una abierta rebeldía?

—¡Es inocente! —insistió Denubis, incapaz de concebir otro razonamiento.

Quarath sonrió, ahora indulgente, antes de sermonear a su discípulo.

—Eres un buen hombre, amigo. Un buen hombre y un fiel servidor de la causa, quizás algo elemental pero un auténtico dechado de virtudes. No creas que hemos tomado esta decisión a la ligera. Interrogamos al guerrero, y su relato sobre su procedencia y el motivo de su estancia en Istar es una pura incongruencia, yo incluso lo tildaría de inverosímil. Aunque sea inocente de las heridas de la sacerdotisa, como tú mismo has apuntado, corroen su alma otros crímenes no menos graves. Si examinas su rostro con detenimiento no tardarás en hallar las huellas inequívocas de un pasado azaroso. Carece, además, de medios para sustentarse, no hemos encontrado ni una moneda en su persona y es obvio que, dada su tendencia errabunda, se convertirá en un ladrón si lo abandonamos a su albedrío. Le hacemos un favor, por consiguiente, al proporcionarle un amo que cuide de él. Con el tiempo podrá conquistar su libertad y, si los dioses le son propicios, su alma se aliviará de la carga que entrañan sus culpas. En cuanto al kender… —No se molestó en proseguir, ondeó la mano en un gesto displicente al mencionar a tan ínfima criatura.

—¿Está enterado el Príncipe de los Sacerdotes? —El pobre Denubis tuvo que hacer acopio de valor para cuestionar así el criterio de los dignatarios de su Orden.

Quarath suspiró y, esta vez, el clérigo detectó una arruga de irritación en el terso entrecejo del elfo.

—El Príncipe de los Sacerdotes tiene asuntos más urgentes que atender, Hijo Venerable —replicó con frialdad—. Es tan bondadoso que el sufrimiento del humano le causaría una profunda consternación, pasaría días encerrado tratando de resolver el conflicto. Como no ha ordenado de manera específica la libertad del prisionero, hemos asumido nosotros la responsabilidad a fin de ahorrarle este pequeño contratiempo.

Al ver que la suspicacia afloraba al desencajado semblante de Denubis, Quarath se inclinó hacia adelante y, ceñudo, continuó.

—De acuerdo, ya que no te satisfacen mis argumentos te confiaré un secreto: rodean el descubrimiento de la mujer ciertas circunstancias extrañas. Una de ellas, según tenemos entendido, es que su artífice fue el Ente Oscuro.

El clérigo tragó saliva y se hundió en su butaca. Ya no tenía calor, incluso se agitó en un súbito escalofrío.

—Es cierto —declaró entristecido—. Vino a mi encuentro…

—¡Lo sé! —lo espetó el eclesiástico—. Él mismo me lo ha comentado. La sacerdotisa se quedará con nosotros, es una Hija Venerable portadora del Medallón de Paladine. Sus declaraciones son tan confusas como las del guerrero, aunque en su caso es natural y creo que bastará con observarla hasta que se tranquilice. El humano, en cambio, no pertenece a la Orden y ha de ser tratado de otro modo. Tienes que comprender la imposibilidad de permitirle que vagabundee sin control. En la Era de los Ancianos lo habrían confinado en un calabozo para luego olvidarlo; nosotros, más sabios, le daremos un hogar conveniente y lo vigilaremos con la mayor discreción.

«Al oír a Quarath se diría que es un acto caritativo vender a un hombre como esclavo. Quizá lo sea y yo esté en un error, él mismo ha recalcado mi simpleza de espíritu», meditó Denubis perplejo.

Aún aturdido, echó a andar hacia la puerta con la cena revuelta en sus vías digestivas no sin antes farfullar una disculpa a su superior, quien se levantó al verle partir. Una sonrisa conciliadora iluminaba su rostro cuando le propuso:

—Debes visitarme más a menudo, Hijo Venerable. Y no temas consultarnos siempre que te asalte alguna duda, así es como se aprende.

Denubis asintió tímidamente, y resolvió aprovechar la oportunidad.

—Hay otra cuestión que desearía plantearte, ya que me abres la puerta de la confianza —aventuró—. Hace unos minutos has mencionado al Ente Oscuro. ¿Quién es en realidad, y por qué se aloja en el Templo? Confieso que me asusta.

Se borró la expresión complaciente de la faz de Quarath pero no pareció molestarse, acaso le produjo cierto alivio el hecho de que Denubis cambiara de tema.

—Nadie conoce las motivaciones de los magos, ni sus procedimientos ni aun su identidad —explicó—, lo único que de ellos sabemos es que se mueven sobre premisas que nada tienen que ver con las que dictan los dioses. Ésta fue la razón que impulsó al Príncipe de los Sacerdotes a reducir su presencia en Krynn y contener su influjo. Ahora se hallan recluidos en la única Torre de la Alta Hechicería que se sostiene en pie, rodeada por el malhadado Bosque de Wayreth, y que no tardará en desaparecer. Su número de habitantes disminuye sin tregua, y hemos cerrado sus escuelas. ¿Has oído hablar de la maldición de la Torre de Palanthas?

—Sí.

—¡Fue un terrible accidente! —exclamó el eclesiástico—. Y demuestra que los dioses no favorecen a los brujos, pues sólo cuando la conducta enajenada de un nigromante, inducida por ellos, lo llevó a ensartarse en la verja de su morada, se aplacó su ira. Mediante esta estratagema de las divinidades pudo sellarse, esperemos que para siempre, la Torre. Pero estoy divagando, no era éste el asunto que te inquietaba.

—No, sólo intentaba indagar sobre la personalidad de Fistandantilus —le recordó Denubis, arrepintiéndose de haber iniciado la charla. Lo único que ansiaba era regresar a su dormitorio y tomar algún remedio que mitigara su dolor de estómago.

—No puedo decirte —declaró Quarath con las cejas enarcadas— sino que ya estaba aquí el día de mi llegada, hace casi un siglo. Debe ser más viejo que muchos de los longevos miembros de mi raza, incluso los más veteranos han oído susurrar su nombre en las leyendas de su infancia. Es humano y, por lo tanto, utiliza la magia para conservar la vida, si bien no imagino cómo. ¿Has comprendido ahora por qué el Príncipe lo acoge en su corte? —añadió, clavando en su interlocutor una penetrante mirada.

—¿Porque lo teme? —apuntó el ingenuo discípulo.

La sonrisa de porcelana del elfo se congeló unos segundos para, luego, ensancharse en la de un padre que esclarece un sencillo misterio frente a un hijo poco dotado.

—No, amigo mío —explicó con paciencia—, la razón es que Fistandantilus nos resulta de gran utilidad. ¿Quién conoce el mundo mejor que él? Ha viajado a todos los confines de nuestro continente y se ha familiarizado con los dialectos, las costumbres y las tradiciones de las razas que pueblan Krynn. Su sapiencia es ilimitada, y nuestro sumo dignatario prefiere tenerle cerca en lugar de desterrarle a Wayreth como ha hecho con sus colegas.

—Entiendo —murmuró Denubis—. Y, ahora, debo retirarme. Agradezco tu hospitalidad, Hijo Venerable, y tu benevolencia al despejar mis incógnitas. Me siento mucho mejor.

—Me satisface haber sido capaz de ayudarte —contestó Quarath—. Deseo que los dioses te proporcionen un apacible descanso.

—Lo mismo digo, insigne clérigo.

Tras intercambiar las fórmulas de rigor, Denubis salió de la estancia y oyó cómo la puerta se cerraba a su espalda. Su chirrido, lejos de excitarle, le llenó de paz.

Retrocedió por el mismo pasillo que antes recorriera en pos de Quarath y, al pasar junto a la sala de audiencias, sintió la necesidad de detenerse. La luz escapaba a raudales por las rendijas, los ecos de la voz musical lo atraían con su inenarrable embrujo, pero temió que empeorase su indigestión y venció el impulso de entrar.

Anhelando la tranquilidad de su alcoba, el eclesiástico atravesó presuroso las otras dependencias del Templo. Tan precipitada era su marcha que incluso se perdió una vez tras tomar un recodo equivocado en el laberinto de corredores. Sin embargo, volvió a dar con el pasadizo que lo llevaría hasta la zona del recinto donde residía.

Ésta era austera en comparación con la magnificencia de la corte y los aposentos del Príncipe de los Sacerdotes, pero revestida de un lujo superior al que solía observarse en los edificios de Krynn. Mientras caminaba por los pasillos, iluminados mediante antorchas, Denubis no pudo sustraerse al ambiente acogedor que éstas creaban pese a carecer del esplendor de las grandes cámaras palaciegas. Otros clérigos se cruzaron con él, intercambiando sonrisas y saludos, y constató que la sencillez que lo circundaba era su auténtico hogar.

Exhaló un suspiro y, reconfortado al fin, abrió la puerta de su humilde habitación —no existían los candados en el Templo, por considerarse un signo de desconfianza respecto a los otros cofrades— dispuesto a refugiarse en su penumbra.

De pronto, se detuvo, al atisbar el borroso movimiento de una sombra en la negrura. Fijó la vista en el corredor, mas lo halló vacío.

«Me estoy haciendo viejo —recapacitó—, sufro alucinaciones.» Penetró en la estancia envuelto en el revoloteo de su alba túnica en torno a los tobillos, encajó la hoja en el dintel y buscó la medicina para el estómago.

3

Denigrante Esclavitud

Una llave tintineó en la cerradura de la celda. Tasslehoff se incorporó a la velocidad del relámpago en aquella estancia donde la luz se filtraba, en pálidos haces, a través del ventanuco de barrotes.

Al ver su reflejo en el muro de piedra, el kender concluyó que debía estar amaneciendo. La llave produjo un nuevo chasquido en el ojo metálico, como si el celador tuviese dificultades para abrir. El prisionero lanzó una inquieta mirada a Caramon que, tumbado en el otro lado del calabozo, dormía en la losa que le servía de lecho sin moverse ni oír el molesto ruido.

«Mala señal», pensó Tas entristecido, a sabiendas de que el experto guerrero —cuando no estaba ebrio— era capaz de despertarse con el mero eco de unas sigilosas pisadas en la distancia. Pero Caramon no había manifestado ninguna reacción desde que los soldados lo encerraron la víspera. Había guardado silencio y rechazado el alimento, pese a asegurarle su compañero que era un bocado superior al que solía comerse en las prisiones. Se acostó sobre el suelo y se sumió en la contemplación del techo hasta el anochecer, hora en que desarrolló una ínfima actividad: cerrar los ojos.

El estruendo de la llave fue en aumento, mezclado con los sonoros reniegos del carcelero. Tasslehoff se puso en pie y atravesó la estancia, desembarazando su cabello de las briznas de paja de su almohada y alisando su ropa mientras caminaba. Al distinguir una desvencijada banqueta en un rincón, la arrastró hasta la puerta a fin de encaramarse a ella y espiar por la mirilla al hombre que se afanaba en el exterior.

—Buenos días —lo saludó—. Veo que tienes problemas.

El aludido retrocedió, tan sobresaltado al oír una voz imprevista que casi dejó caer el manojo de llaves. Era un individuo de corta talla, flaco, con una tez grisácea que lo identificaba con las pétreas paredes. Alzó hacia el kender un rostro de expresión furibunda a través de la reja, insertó una vez más el metálico instrumento en el cerrojo y comenzó a manipularlo vigorosamente. Detrás de él se erguía otra figura, un hombre alto y corpulento que, ataviado con ricas vestiduras, se protegía del gélido aire matutino mediante una capa de piel de oso. Sostenía en la mano una pizarra, terminada en una delgada correa de cuero de la que pendía una punta de tiza.

—Apresúrate —gruñó el desconocido—. El mercado se abre a mediodía y tengo que limpiar y adecentar a este lote antes de que se inicie.

—Debe haberse roto —se excusó el celador.

—No, en absoluto —colaboró el kender—. A decir verdad, creo que la llave encajaría si no entorpeciera su paso uno de mis alambres.

El centinela interrumpió su quehacer y escudriñó al hombrecillo de manera siniestra.

—Sufrí un curioso incidente —explicó Tas, al parecer imperturbable—. Anoche estaba aburrido, pues Caramon se durmió temprano y tú me habías despojado de mis pertenencias, así que me puse a hurgar en mis vestiduras y descubrí, por pura casualidad, un alambre para forzar cerraduras que había escapado a tu registro al ocultarse dentro de mis botas. Decidí probarlo en esta puerta, a fin de entretenerme y también de comprobar qué tipo de calabozos construís en Istar. Por cierto, éste es espléndido —afirmó en actitud solemne—, uno de los mejores que he visitado, quizás el más sólido. ¡Pero olvidaba presentarme! Me llamo Tasslehoff Burrfoot —agregó, introduciendo su mano a través de la reja por si alguno de sus contertulios deseaba estrecharla (no lo hicieron)—. Vengo de Solace, al igual que mi amigo, con el encargo de cumplir una delicada misión que… ¡Ah, sí, el cerrojo! No es necesario que me claves tan funestas miradas, no fue culpa mía. ¡Fue tu estúpido mecanismo el que quebró mi alambre! Lo consideraba el más valioso de mi colección, heredado de mi padre —suspiró nostálgico—. Me lo obsequió el día en que cumplí la mayoría de edad, de modo que no estaría de más si os disculpaseis —terminó con tono severo.

Frente a tal exigencia el carcelero emitió un extraño sonido, semejante a un estornudo virulento. Agitando el manojo de llaves frente al kender, masculló unas frases incoherentes sobre «pudrirse en la celda para toda la eternidad» e hizo ademán de alejarse, si bien lo detuvo el personaje de la capa.

—No tan deprisa —lo espetó—. Debo llevarme al otro reo.

—Lo sé —replicó el guardián con los labios apretados—, pero se ha de llamar al cerrajero.

—No puedo esperar. He recibido órdenes estrictas de incluirlo en el lote de hoy.

—En ese caso habrá que ingeniarse otro medio de sacarlos de ahí dentro —sugirió el soldado—. Proporcionemos al kender un nuevo alambre, quizá funcione —bromeó—. Vamos, olvídalo y reunamos a los restantes.

Emprendió un ligero trotecillo, dejando al hombre del pellejo de oso plantado ante la puerta, remiso a moverse.

—Me han dado instrucciones terminantes —recordó irritado el celador.

—También a mí —repuso el otro por encima de su huesudo hombro —. Si no están conformes pueden venir y rezar hasta que la reja se abra, o bien avisar al cerrajero para que haga su trabajo.

—¿Vais a devolvernos la libertad? —inquirió Tas con jovial talante—. Si es así, os ayudaremos. —Una fugaz idea cruzó su mente, un pensamiento que demudó su rostro—. ¿O acaso os disponéis a ejecutarnos? Porque, de ser esos vuestros planes, preferimos aguardar al herrero y no daros facilidades.

—¡Ejecutaros! —se escandalizó el individuo más elegante—. Hace ya diez años que no se ajusticia a nadie en Istar. Lo prohibe la Iglesia.

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