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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (61 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Mañana —dijo, en el instante en que la dama alcanzaba la puerta—. Mañana…

15

El desengaño de Caramon

Se necesitó toda la fuerza de Caramon, unida a la de dos de los guardianes del Templo, para que se abriera el portalón del recinto y el guerrero pudiera salir. La ventolera lo azotó inclemente, arrastrándolo hacia el muro y mateniéndolo inmovilizado contra la piedra como si no fuera más fornido que el pequeño Tas. Hubo de librar el hombretón una ardua batalla hasta que al fin venció al huracán y éste, consciente de su energía, le permitió bajar la escalinata sin incidentes.

La furia de la tempestad pareció mitigarse mientras avanzaba entre los altos edificios de la ciudad, pero no le resultó fácil llegar a su destino. El agua formaba torrentes de varios centímetros, fluyendo en remolinos que aferraban sus piernas y amenazaban con hacerle perder el equilibrio. Los relámpagos lo cegaban, los truenos retumbaban en sus indefensos tímpanos.

Ni que decir tiene que se tropezó en su marcha con escasos viandantes. En Istar todos se refugiaban en sus casas, desde donde imprecaban a los dioses o mendigaban su misericordia. Algún viajero ocasional circulaba por las avenidas, celoso cumplidor de un deber inexcusable, y tenía que asirse a las paredes de las construcciones o agazaparse unos minutos en los portales para no ser abatido por los elementos.

Pero Caramon no se detuvo, ansioso como estaba por regresar a la arena. La esperanza inundaba su corazón, su ánimo, a pesar de la tormenta. O quizás era ésta la que lo alentaba. Ahora Kiiri y Pheragas lo escucharían, en lugar de dirigirle extrañas y frías miradas, cuando tratara de persuadirlos de que debían huir de Istar.

—No puedo revelaros cómo lo sé, pero no he de equivocarme —solía declarar—. Se avecina una terrible calamidad, la olfateo en el aire.

—¿Y perdernos la última confrontación? —replicaba, invariablemente Kiiri.

—¡No se celebrará con un tiempo tan endiablado! —insistía Caramon.

—Estas turbonadas intensas nunca duran muchos días —intervenía entonces el esclavo negro—. Se calmará, y volverá a lucir el sol. Además, ¿qué harías sin nosotros en la arena?

—Lucharé solo si es preciso —contestaba el guerrero, mintiendo sin reparo. Para cuando se organizara el fausto acontecimiento se hallaría de nuevo en casa, junto a Tas, Crysania y, tal vez…

—Si es preciso —repetía la nereida en un tono singular, abrupto, mientras intercambiaba miradas con Pheragas—. Te agradezco que pienses en nosotros —decía, puestos los ojos en la argolla de Caramon, una argolla idéntica a la suya— pero no obedeceremos. Nuestras vidas se convertirían en una pesadilla, seríamos dos prófugos. ¿Cuántos días podríamos permanecer ocultos?

—Eso no importará después de…

El gladiador enmudecía en ese punto, y meneaba la cabeza entristecido. ¿Qué podía explicarles? ¿Cómo les haría entrar en razón? No le daban la oportunidad de argumentar, ambos se alejaban recelosos, dejándole solo en el comedor.

Ahora sería distinto. No desdeñarían sus advertencias, sin duda se habían percatado de que aquélla no era una tempestad corriente. ¿Tendrían tiempo de ponerse a salvo? El guerrero frunció el ceño y deseó, por primera vez en su vida, haber prestado mayor atención a los libros. Ignoraba el radio de alcance, la magnitud de los poderes devastadores de la montaña ígnea al precipitarse. Quizá ya era tarde para sustraerse a sus efectos.

«He hecho cuanto estaba en mi mano», recapacitó, compungido, en el momento en que vadeaba un riachuelo impetuoso. Resolvió desechar de su mente toda elucubración relativa a sus sentenciados amigos, y concentrarse en la grata perspectiva de abandonar la urbe. Pronto su estancia en Istar se le antojaría un mal sueño.

Regresaría junto a Tika, quizá Raistlin aceptaría vivir con ellos. «Terminaré la nueva casa», se prometió a sí mismo, lamentando los meses perdidos. Una escena se dibujó en su interior, se vio sentado ante la chimenea de su acogedor hogar con la cabeza de su esposa apoyada en el regazo. Le relataría sus aventuras y su hermano pasaría la velada a su lado aunque, por supuesto, dedicado al estudio, a la lectura. Su túnica, en tan halagüeño futuro, sería blanca.

«Tika no creerá una sola palabra —murmuró—, pero ese detalle carece de importancia. El hombre que un día amó estará de nuevo en casa y, esta vez, no la dejará bajo ningún pretexto.» —Suspiró, sintiendo cómo los pelirrojos rizos de la muchacha se enmarañaban entre sus dedos, brillantes a la luz de las llamas.

Tales pensamientos lo animaron en su camino. Llegó a la tapia y se introdujo por la resquebrajadura que utilizaban los gladiadores en sus escapadas nocturnas. No había nadie en el estadio, se habían suspendido las sesiones de adiestramiento y los luchadores se apiñaban en el subterráneo, maldiciendo el absurdo clima y haciendo conjeturas sobre los próximos juegos.

El humor de Arack estaba tan alterado como las fuerzas de la naturaleza. No cesaba de contar las monedas de oro que perdería si se veía obligado a cancelar la lucha decisiva, el acontecimiento deportivo del año en Istar, aunque se serenó un poco al recordar que él había augurado buen tiempo. Si alguien podía hacer predicciones, era aquella criatura. De todos modos, contempló el espectáculo de la ventisca y cundió en su alma el desaliento.

Desde su atalaya, una ventana situada en la torre que dominaba las plataformas centrales, vislumbró a Caramon en el instante en que atravesaba la tapia.

—Mira, Raag —susurró a su inseparable.

El ogro oteó el lugar que le indicaba y, tras esbozar un mudo asentimiento, asió su maza en espera de que el enano cerrase sus libros de cuentas. La orden de su señor estaba clara.

Caramon fue presuroso a la alcoba que compartía con el kender, deseoso de referirle su visita al Templo y su conciliábulo con Crysania. Pero, al entrar, constató que la estancia estaba vacía.

—¿Tas? —llamó a su compañero, a la vez que escrutaba los muros para asegurarse de no haber pasado por alto su presencia en las sombras. Un fulminante rayo alumbró los recovecos como no lo habría hecho el mismo sol, y quedó patente que el hombrecillo no se había ocultado en los rincones.

—Tas, sal, no es momento para bromas —insistió el guerrero en actitud imperativa. Pocos días atrás su amigo le había dado un susto de muerte al camuflarse debajo del camastro y saltar sobre él cuando se hallaba de espaldas.

El hombretón encendió una antorcha y, convencido de haber descubierto el escondrijo del kender, se acuclilló a fin de iluminar la parte inferior del jergón. Ni rastro de Tas.

«Espero que a ese insensato no se le haya ocurrido salir con un tiempo tan adverso —murmuró, trocándose su enfado en preocupación—. El viento podría arrastrarlo hasta Solace. Pero no, lo más probable es que me aguarde en el comedor con Kiiri y Pheragas. Recogeré el ingenio e iré en su busca.»

Se acercó al baúl de madera donde yacían sus pertenencias, lo abrió y alzó en el aire sus refulgentes vestiduras doradas. Sin poder reprimir una mueca despreciativa, arrojó las piezas en el suelo. «Al menos no tendré que exhibirme con este horrible disfraz. Aunque, por otra parte, sería divertido observar la reacción de Tika si me presento ante ella así ataviado. Se burlaría, pero me encontraría atractivo», pensó añorado.

Tarareando una alegre canción, vació el cofre y forzó la tapa del doble fondo que le había ajustado con ayuda de una de sus dagas falsas.

La tonada murió en sus labios. Nada contenía el espacio secreto.

Sometió entonces a una meticulosa inspección la base del baúl aunque, de haber alguna hendidura, era obvio que un objeto del tamaño de aquel artilugio no podía haberse deslizado por ella. Con un nudo en la garganta, temeroso, se incorporó y comenzó a registrar la alcoba. Aplicó la antorcha a todas las zonas oscuras, una tras otra, iluminó de nuevo el camastro e incluso rasgó la funda de su colchón de paja. De pronto, cuando se disponía a escrutar de igual modo el jergón de Tas, percibió algo que le dejó sin resuello. No sólo se había esfumado el kender, también habían desaparecido sus saquillos y demás enseres.

Al echar en falta, asimismo, la capa del hombrecillo, se vieron confirmadas sus sospechas. Tasslehoff se había llevado el ingenio mágico.

¿Por qué? Caramon se sentía como si lo hubiera alcanzado un relámpago, tan súbita revelación flageló sus vísceras hasta paralizarlo por completo.

Trató de recapitular. Tas había visto a Raistlin, él mismo se lo había contado, pero en ningún momento mencionó el motivo de aquella visita. ¿Qué le indujo a conferenciar con su hermano, qué propósito lo movió? Recordó que el kender había desviado la conversación hacia otros derroteros al insinuarse este punto.

Gimió desazonado. Curioso por naturaleza, su amigo lo había interrogado acerca del artefacto, pero siempre parecieron satisfacerle sus explicaciones. No intentó tocarlo y él, el guerrero, había cuidado de constatar que el objeto seguía en su lugar pues era éste un hábito necesario cuando se convivía con un miembro de su raza. Quizá fue lo bastante hábil para ocultar su interés y, a la primera oportunidad que se presentó, se lo llevó a Raistlin. En los viejos tiempos solía consultar al nigromante si encontraba algo esotérico que escapaba a su entendimiento.

Consideró también la posibilidad de que su hermano, conocedor de la existencia del ingenio, hubiera embaucado a Tasslehoff para que lo pusiera en sus manos. Una vez en su poder, Raistlin los obligaría a secundarle en sus designios. ¿Había utilizado a Tas, engañado a Crysania? ¿Formaba parte esta estratagema de un plan preconcebido? Al gladiador le daba vueltas la cabeza, no atinaba a pensar ordenadamente.

—¡Tas! —exclamó, de pronto, presto a actuar sin más vacilaciones—. ¡Es primordial que dé con él, que lo detenga antes de que sea tarde!

En un gesto febril, el hombretón se arropó en su empapada capa mas, cuando cruzaba el umbral de su alcoba a la velocidad del huracán, una inmensa sombra le obstruyó el paso.

—Apártate de mi camino, Raag —ordenó al ogro. En su arranque de ansiedad, había olvidado dónde estaba.

El ogro se ocupó de refrescar su memoria cerrándole una gigantesca mano sobre el hombro.

—¿Qué te propones, esclavo? —inquirió.

Caramon intentó desembarazarse de la molesta garra, pero Raag no hizo sino apretarla. Crujieron los huesos del guerrero, que profirió un aullido de dolor.

—No lo lastimes. —Era la voz del enano, surgida de una altura no superior a las rodillas de ambos colosos—. Mañana tiene que pelear y, más importante aun, que vencer.

Raag empujó al prisionero con tanta facilidad como un adulto zarandearía a un niño. Tomado por sorpresa, el gladiador tropezó hacia atrás y cayó de espaldas, estrepitosamente, sobre el pétreo suelo de la celda.

—Por lo visto estás muy ajetreado —dijo Arack con aire casual, a la vez que entraba en la alcoba y se acomodaba en el camastro.

Caramon se incorporó, frotándose el magullado hombro y lanzando una mirada de soslayo al ogro, quien se había plantado en medio de la puerta. El enano, imperturbable, prosiguió.

—Ya has salido antes y, a pesar de esta espantosa turbonada, quieres volver a aventurarte. No puedo permitirlo —añadió—, nunca me lo perdonaría si te acatarraras.

—Sólo me dirigía al comedor para reunirme con Tas —mintió el guerrero, consciente de que su capa lo delataba.

Esbozó una débil sonrisa y se lamió los resecos labios, sin saber a qué atenerse. En aquel instante un nuevo relámpago surcó la bóveda celeste. Su explosión, el ruido seco de un objeto al quebrarse y un repentino olor a madera socarrada terminaron de desestabilizarlo. Preso de un involuntario estremecimiento, optó por callar.

—Olvídalo, el kender se ha ido —declaró Arack tras un corto silencio—. Tengo la impresión de que no piensa volver, ha hecho su hatillo.

—Deja que parta en su busca —solicitó Caramon, tras aclarar su garganta.

La expresión burlona del enano se convirtió en una grotesca mueca que afeó, más aún, su rostro.

—¡El Abismo confunda a ese villano! —vociferó—. Supongo que, con lo que ha robado para mí, he recuperado el dinero que gasté en adquirirlo, así que estamos en paz. Pero tú eres una buena inversión. Tu plan de fuga ha fracasado, esclavo.

—¿Fuga? —repitió el guerrero entre risas forzadas—. Yo no quería fugarme, no comprendes…

—¡No disimules! —se encolerizó el abyecto enano—. ¿Crees que no estoy enterado de tu empeño en alejar del circo a dos de mis mejores gladiadores? Pretendes arruinarme, ¿no es cierto? —El timbre de su voz creció en intensidad hasta transformarse en un alarido, más potente que el bramar del viento—. ¿Quién te ha incitado a traicionarme? —lo hostigó, haciendo gala de toda su energía—. No ha sido tu dueño, de eso estoy seguro. Hace un rato vino a verme, y me previno contra tus mentiras. Vamos, confiesa.

—¿Te refieres a Raist… a Fistandantilus? —balbuceó Caramon.

—Por supuesto —confirmó el hombrecillo—. Me advirtió que intentarías zafarte de mi vigilancia y desaparecer sin dejar huella. Incluso sugirió que te infligiese un castigo digno de tu felonía. Y he decidido hacerle caso: mañana, en el último combate de la temporada, no te en frentarás con tu equipo a los minotauros, sino que te batirás en solitario contra Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo. —Inclinó la cabeza hacia el humano para mejor observar el efecto de sus palabras—. Sus armas serán auténticas —concluyó.

El guerrero clavó la vista en Arack, dibujado el estupor en su faz.

—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué desea matarme?

—¿Matarte? —repuso el enano con un siniestro chasquido—. Nada más lejos de su intención, está convencido de que los derrotarás a todos. «He de someterle a una prueba —me dijo—. No lo tendré como esclavo si no demuestra que es el mejor. Puso de manifiesto su valía en su liza con el bárbaro, pero aquello fue un simple escarceo. Presionémoslo un poco más.» Tu dueño es una criatura muy exigente.

Mientras hablaba no cesaba de palmetear, exultante frente a la prometedora jornada, e incluso Raag emitió un sonido inarticulado que se asemejaba a una sonrisa.

—No lucharé —se rebeló Caramon, endurecidos sus rasgos—. Acaba conmigo si ése es tu gusto, pero no lograrás que convierta a mis amigos en adversarios ni, por otra parte, creo que ellos se presten a semejante vileza.

—¡Fistandantilus afirmó que reaccionarías así! —se admiró el enano—. Tu estabas presente, Raag, puedes atestiguarlo. Adivinó hasta las frases que emplearías. ¡Te conoce tan bien como si fuerais parientes! «En el caso de que rehuse intervenir en la contienda, y no dudes que lo hará —apuntó—, serán sus compañeros quienes ocupen su lugar. Pugnarán por el triunfo contra el Minotauro Rojo, aunque sólo este último blandirá pertrechos verdaderos.»

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