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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (65 page)

BOOK: El templo de Istar
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—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.

La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.

—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.

Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.

Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.

Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.

También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.

—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.

Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.

—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.

Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.

—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.

Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.

—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.

El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.

—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.

—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.

Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.

Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.

Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.

Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.

Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.

El fornido humano respiró hondo y, sujetando a Kiiri entre sus brazos, la levantó con todas sus fuerzas para arrojarla contra Pheragas. Ambos gladiadores se desmoronaron en un amasijo sobre la plataforma al cogerles desprevenidos su agresión.

Tras cerciorarse de que, en su aturdimiento, ninguno de ellos había de presentarle batalla, Caramon tomó impulso y se lanzó cual un ariete hacia el ogro, hundiendo su cabeza en el estómago del adversario con toda la energía que le conferían sus meses de entrenamiento. Semejante impacto habría matado a cualquier criatura normal, pero a Raag tan sólo le dejó sin resuello. La arremetida los había estrellado a ambos contra el muro.

Mientras su oponente luchaba para recuperar el aliento, el guerrero se abalanzó sobre su maza a fin de arrebatársela mas, cuando la desprendía de su manaza, el atacado emitió un aullido de rabia y le asestó un certero golpe debajo de la barbilla. Caramon, que no estaba preparado para recibir su puño, salió catapultado y fue a aterrizar sobre la arena.

Al principio no vio sino un torbellino de cielo y tierra. Abrumado bajo un vértigo irrefrenable, cerró los ojos si bien, por fortuna, su instinto de luchador lo instigó a rodar sobre sí mismo en el instante en que el tridente del minotauro descargaba su peso donde segundos antes se hallara su brazo. Oyó un gruñido animal, y comprendió que la rabia de aquel engreído iba en aumento tras la fallida intentona.

Logró incorporarse, a la vez que agitaba la cabeza a fin de despejarla, pero sabía que no eludiría el segundo ataque de la fiera. Sin embargo, se produjo un hecho inesperado. Una figura negra se interpuso entre su cuerpo y el Minotauro Rojo, el plateado acero de una espada rechazó al tridente que se disponía a acabar con la vida de Caramon. El guerrero retrocedió torpemente y sintió el contacto de unas frías manos, las de Kiiri, posadas en su cinto.

—¿Estás bien? —preguntó la mujer.

—¡Necesito un arma! —consiguió balbucear el humano, aún mareado tras el colosal golpe que le propinara el ogro.

—Toma la mía —ofreció Kiiri, depositando una daga en su palma—. Pero antes, descansa. Yo me ocuparé de Raag.

El macilento individuo, dominado por la excitación de la batalla, cargaba contra ellos con la mandíbula abierta.

—¡Úsala tú! —empezó a protestar Caramon, mas la mujer rechazó el pertrecho y le contestó, sonriente:

—Calla y observa.

Pronunció entonces unas frases ininteligibles que el hombretón asoció con el lenguaje de la magia, aunque éstas tenían un acento casi elfo.

De pronto, se desvaneció la mujer y ocupó su lugar una gigantesca osa. Caramon ahogó una exclamación, incapaz de adivinar lo sucedido, si bien recordó que Kiiri era una nereida, del grupo de las sirenas, y por consiguiente poseía el don de mudar su identidad.

Irguiéndose sobre sus patas traseras, la osa se enfrentó al descomunal ogro que se había detenido con los ojos desorbitados. Kiiri lanzó un rugido de cólera y, al hacerlo, dejó al descubierto sus refulgentes colmillos. El sol reverberó en su zarpa cuando hundió sus afiladas uñas de un ágil sesgo en la frente del paralizado Raag.

Brotó la amarillenta sangre a través de los hondos arañazos y el herido gimió de dolor, cegado por la masa de savia coagulada que cubría sus cuencas oculares. Sin desaprovechar la ocasión, la osa se abalanzó sobre su víctima y ambos adversarios se revolvieron en una masa informe de pelambre y piel desteñida.

El gentío, que al principio se entusiasmó, comprendió ahora que la lid no era una farsa. Se trataba de una confrontación auténtica, alguien iba a morir. Tras unos momentos de paralizado silencio, se oyeron algunos vítores aislados hasta que, todos al unísono, prorrumpieron en ensordecedoras ovaciones.

Caramon no tardó en olvidar a la audiencia, atento a su oportunidad de escapar. Sólo el enano bloqueaba la salida y, consciente del miedo que su grotesca faz rezumaba, el gladiador supuso que no le resultaría difícil escabullirse.

Oyó un gruñido de satisfacción procedente del minotauro, que dio al traste con su plan. En efecto, tal como temía, Pheragas había sido abatido y, encorvado sobre sí mismo, agarraba el extremo romo del tridente para evitar el ataque definitivo. Su rival invirtió la trayectoria del arma y, dueño de sus movimientos, se aprestó a rematar al caído, pero en ese instante Caramon emitió un sonoro aullido, atrayendo de inmediato la atención del feroz animal.

El Minotauro Rojo aceptó el desafío, esbozada una siniestra mueca en sus rojizas facciones, más aún al constatar que su rival blandía una insignificante daga. Se arrojó contra el humano, resuelto a zanjar sin demora la desigual pugna, pero el guerrero lo esquivó hábilmente, y consiguió propinarle un puntapié en la rodilla. Fue una acometida lacerante, que hizo tropezar al agredido y desplomarse en la arena.

Sabedor de que permanecería unos minutos fuera de combate, Caramon corrió en pos de Pheragas. El esclavo negro se sujetaba el vientre con ambas manos en medio de una terrible agonía.

—Vamos —lo reprendió, a la vez que le prestaba el apoyo de su robusto brazo—. He visto en numerosas ocasiones cómo, después de recibir varios golpes como éste, te incorporabas y engullías una cena pantagruélica.

No obtuvo respuesta. El cuerpo de Pheragas se revolvía en violentas convulsiones, su brillante tez negra estaba bañada en sudor. Al examinarle de cerca, el hombretón descubrió los tres surcos sanguinolentos que el tridente había abierto en su pecho.

Al reparar en la expresión aterrorizada de su amigo, el herido supo que éste comprendía su fin inminente. Temblando a causa del veneno que circulaba por sus venas, hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas. Sin embargo, no logró sostenerse y se dejó caer cuan largo era.

—Utiliza mi espada. ¡Apresúrate, necio! —urgió a su solícito compañero.

El motivo de su apremio era que el minotauro se disponía a reanudar la liza, entre iracundos bramidos. Caramon sólo vaciló unos segundos antes de empuñar el arma que el moribundo le brindaba.

Un espasmo de Pheragas, quizá un estertor, despertó la sed de venganza en las entrañas del guerrero. Dio media vuelta, justo a tiempo para frustrar la arremetida de su feroz oponente, y tomó posiciones. Pese a que cojeaba ostensiblemente, anidaba en el animal una gran energía que compensaba su dolorosa herida y, además, sabía que le bastaba con inocular una gota de ponzoña en su víctima mientras que ésta, en inferioridad de condiciones, debía abrirse camino a través de su tridente si quería clavarle la espada.

Sin precipitarse, los contrincantes trazaron círculos uno frente a otro en busca de un descuido que les permitiera arremeter. Caramon apenas oía al público, los pateos y silbidos que arrancaba en las gradas la visión de la sangre. Tampoco pensaba en huir, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Tan sólo obedecía al dictado de sus instintos: pelear y, a ser posible, matar.

Aguardó paciente. Los minotauros tenían un punto flaco, tales fueron las enseñanzas de Pheragas. Creyéndose superiores a las otras criaturas, solían infravalorar a sus adversarios y acababan por cometer errores, que había que aprovechar. El hombretón leía en los ojos de su rival, era consciente de su cólera, del ultraje al que le había sometido al derribarlo, de su ansia por eliminar a aquel ser vulgar que osaba ponerle en ridículo.

En su mutuo tanteo se acercaron al lugar donde Kiiri seguía enzarzada en una cruenta lucha con Raag, a juzgar por los alaridos que profería el ogro y que Caramon no dejó de percibir. Alerta al parecer a las evoluciones de la osa, el gladiador resbaló en un charco de sangre amarillenta, viscosa. Exultante de júbilo, el minotauro corrió a ensartarle en su arma.

Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.

Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.

Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.

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