Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—¿Caramon? —indagó incierto. Pero el hombretón no dio muestras de reparar en él.
Trató Tas de incorporarse inmerso en un nuevo temblor de tierra que, esta vez, se hizo patente en el subterraneo. Llevado por su instinto, corrió a refugiarse en el rocoso muro al mismo tiempo que el techo, hasta entonces firme, empezaba a ceder.
—¡Caramon! —vociferó, mas disipó sus ecos el crujido del entramado de madera al quebrarse.
Recibió un golpe en la cabeza. Aunque se esforzó en mantenerse consciente, en resistir el dolor, las luces de su cerebro se apagaron, como si rehusaran beligerar contra la confusión. El kender se precipitó en la oscuridad.
El Cataclismo
Con la voz de Raistlin resonando en su mente, atrayéndola más allá de la muerte y la destrucción, Crysania penetró en la estancia que se abría en las entrañas del Templo. Pero, al traspasar el dintel, detuvo su veloz carrera y miró su entorno dubitativa, refrenada por el pálpito de sus sienes.
Había permanecido ciega a los horrores del zozobrante santuario, incluso ahora fue incapaz de imaginar a quién pertenecía la sangre que manchaba su túnica. No obstante, en esta cámara los objetos se destacaban con absoluta nitidez a pesar de la escasa iluminación procedente, al parecer, del puño cristalino de un bastón. Abrumada por el halo de perversidad que envolvía el laboratorio, no se decidía a penetrar en sus brumas.
Oyó un sonido, sintió el contacto de una mano en su brazo. Volviéndose alarmada, distinguió a unas criaturas, informes pero vivientes, que se agitaban en jaulas de madera. Al olfatear su sangre aquellos entes se agitaron en sus celdas, y fueron sus garras las que erizaron su piel. Temblorosa, Crysania retrocedió frente a ellos y tropezó contra algo sólido.
Era un féretro abierto, que contenía el cadáver de un hombre joven. Su epidermis se estiraba cual un pergamino sobre los huesos, tenía la boca abierta en un alarido silenciado para toda la eternidad. Los repetidos bombeos del suelo hicieron que el cuerpo saltase salvajemente, observándola con sus vacías cuencas oculares, y tan espantosa visión le arrancó un grito que no llegó a manifestarse, que se congeló en el aire.
Bañada en un sudor gélido, sujetándose la cabeza con ambas manos, Crysania cerró los ojos a fin de conjurar el espeluznante espectáculo. Cuando el mundo se difuminaba en un torbellino de abstractos contornos, una voz vino en su auxilio.
—Serénate, querida —dijo Raistlin en su seductor siseo—. Conmigo estás a salvo, las maléficas criaturas de Fistandantilus no te lastimarán en mi presencia.
Reanimada por las reconfortantes palabras del mago, Crysania se aventuró a levantar los párpados y lo descubrió a cierta distancia, espiándola entre las sombras de su capucha con aquellos brillantes ojos que lo caracterizaban. Pese a refugiarse en su mirada, no pudo sustraerse a los monstruos de las jaulas. Se estremeció, sin apartar la vista del pálido semblante de su protector.
—¿Fistandantilus? —preguntó a través de sus labios resecos—. ¿Fue él quien construyó esto?
—Sí, el laboratorio es obra suya —explicó Raistlin—. Lo creó hace ya muchos años. Al abrigo de los curiosos clérigos, utilizó su magia para hurgar en los subterráneos del Templo y, como una larva, cavó la roca, la moldeó en escaleras y puertas ocultas, sumió en sus poderosos hechizos a cuantos sospechaban de sus actividades. De este modo, fueron pocos los que averiguaron su existencia.
Crysania advirtió la sarcástica sonrisa que surcaba los labios de su interlocutor al exponerse a la luz.
—No se lo mostró a casi nadie, tan sólo un puñado de aprendices ostentaron el privilegio de compartir su secreto —continuó—. Y no vivieron para revelarlo. Pero Fistandantilus cometió un error —añadió con aire enigmático—, se lo mostró a un acólito joven, frágil y avispado que memorizó hasta el último recoveco de los sinuosos corredores, que estudió los encantamientos destinados a abrir los accesos y tras recitarlos una y otra vez, los aprendió. Era un personaje tenaz, que ensayaba las fórmulas más complejas cada noche, antes de acostarse. Gracias a su perseverancia estamos hoy aquí, indemnes, de momento, al castigo de los dioses.
Concluido su relato, hizo señal a Crysania de acercarse a la parte de la cámara donde él se erguía, apoyado en un escritorio de exquisita talla. Descansaba en su superficie un libro arcano encuadernado en plata, que había estado leyendo minutos antes.
—Haces bien al clavar tus pupilas en las mías —comentó el nigromante—. Así las tinieblas no parecen tan aterradoras.
La sacerdotisa no pudo replicar, consciente de que, de nuevo, había tenido la flaqueza de permitirle leer en sus ojos más de lo deseable. Ruborizándose, ladeó la faz.
—Sólo he sufrido un leve sobresalto —arguyó, pero no pudo reprimir un escalofrío al divisar el féretro—. ¿Quién es… quién era? —inquirió.
—Supongo que uno de los aprendices de Fistandantilus —repuso el hechicero—. Debió de absorber su energía para prolongar su vida, era un experimento que realizaba con frecuencia.
Le enmudeció un ataque de tos, ensombrecidos sus ojos por algún recuerdo inconfesable, y Crysania detectó un espasmo de temor en sus, normalmente, inalterables rasgos. Antes de que atinara a indagar sobre el motivo de tan repentino cambio, resonó un estampido en la puerta y el mago recobró la compostura. Alzó la vista más allá de la dama para saludar al intruso.
—Adelante, hermano. Estaba pensando en la Prueba y, por supuesto, he revivido tu memoria.
¡Caramon allí! Sosegada a causa de su oportuna aparición, Crysania giró el rostro a fin de darle la bienvenida pensando que su presencia aliviaría la tensa atmósfera. Mas la frase murió en sus labios, engullida por una negrura que no había hecho sino intensificarse con su llegada.
—Hablando de pruebas, me alegro de que hayas sobrevivido a la tuya —declaró Raistlin entre cínico y cortés—. Esta dama necesitará que alguien la escolte en el lugar al que nos dirigimos —agregó, al mismo tiempo que señalaba a la Hija Venerable—. No sabría describirte el placer que me produce contar con un ser tan digno de mi confianza.
Crysania se encogió al percibir el sarcasmo que ribeteaba su discurso, y también Caramon fue más sensible a esta actitud que a su amabilidad pues, al oírle, se revolvió como si hubieran incrustado en su carne una lluvia de dardos envenenados. El hechicero, por su parte, hizo caso omiso de su reacción, fijó de nuevo su atención en el esotérico volumen y se puso a trazar círculos en el aire con sus delicadas manos, recitando versículos ininteligibles para los no iniciados.
—Sí, he salido airoso de tu examen —afirmó el guerrero en tonos apagados.
Se adentró el hombretón en la estancia y, al verle entrar en el radio luminoso del cayado, Crysania ahogó un alarido de pánico.
—¡Raistlin! —exclamó, reculando unos pasos ante el avance del gladiador que, despacio, había enarbolado la espada.
—¡Raistlin, mírale! —insistió la eclesiástica. En su miedo topó con el escritorio y, sin saberlo, se introdujo en un círculo de polvo de plata. Algunos granos se adhirieron al repulgo de su vestido, relampagueando bajo el influjo de la vara.
Irritado por la interrupción, el nigromante alzó la faz.
—He sobrevivido a tu prueba —repitió Caramon—, del mismo modo que tú superaste la de la Torre. Allí debilitaron tu cuerpo, a mí me has desgajado el corazón. Ahora ocupa su lugar un vacío tan negro como tus vestiduras, un vacío que, al igual que mi espada, se ha teñido de sangre. Un minotauro ha muerto bajo su filo, un amigo ha dado su vida por salvarme y otra, una nereida, ha expirado en mis brazos. No contento con tantas desventuras, también has provocado la destrucción del kender. ¿Cuántas criaturas han sucumbido a tus nefastos designios? —Su voz se convirtió en un susurro letal al proferir su amenaza—: Todo ha terminado, hermano. Nadie más perecerá por tu culpa salvo yo mismo, tu ejecutor. Las piezas encajan al fin, ¿no crees? Vinimos juntos al mundo, y juntos lo abandonaremos.
Dio un paso al frente. Raistlin quiso hablar, pero él lo atajó.
—No puedes valerte de tu magia para detenerme, no en esta ocasión —le recordó—. Aunque no conozco los entresijos de tu arte, sé que el hechizo que te propones invocar requiere todo tu poder. Si malgastas un ápice de tus dotes en mi contra, si dejas de concentrarte sólo un segundo, no te restarán fuerzas con las que completar el encantamiento y, así, mi objetivo se cumplirá de todas maneras. No morirás a mis manos, sino a las de los dioses.
El arcano personaje lanzó una mirada soslayada a su gemelo antes de reanudar su estudio, encogiéndose de ombros. El gladiador avanzó un poco más y fue entonces, al oír el repiqueteo de sus adornos metálicos, cuando Raistlin emitió un exasperado suspiro y se encaró con él. Sus ojos, que refulgían en el interior de su capucha, parecían ser los únicos focos de luz en la estancia.
—Te equivocas en tus predicciones, hermano —lo corrigió—. Alguien más exhalará su último suspiro.
Sus pupilas, aquellos espejos insondables, traspasaron a Crysania quien, embutida en su refulgente hábito, se interponía entre los rivales.
Los ojos de Caramon se llenaron de conmiseración al volverse, asimismo, hacia la sacerdotisa, pero no flaqueó en su empeño.
—Las divinidades la albergarán en su seno —apuntó—. Pertenece al grupo de los clérigos auténticos, y ninguno de ellos murió en el Cataclismo. Por eso la envió Par-Salian —aseveró, ignorante de la confesión que este último hiciera a Ladonna—. Fíjate, alguien ha acudido en su busca —concluyó con el índice extendido.
Crysania no necesitaba seguir la dirección que el guerrero indicaba para constatar la presencia de Loralon. La sentía en todas sus vísceras.
—Acompáñalo, Hija Venerable —la aconsejó Caramon—. Tu lugar está en la luz, no en las tinieblas.
Raistlin no despegó los labios ni hizo el menor movimiento, se limitó a permanecer junto al escritorio con la enteca mano apoyada en el libro de magia.
La sacerdotisa, rígida como una estatua, intentó recapacitar sobre las palabras de Caramon que, similares a las errantes criaturas de la Torre de la Alta Hechicería, aleteaban en su mente. Lo había escuchado pero su parlamento carecía de sentido, no podía concentrarse. Tan sólo se le aparecía su propia imagen, armada con el Medallón y guiando a las huestes de fieles. La llave, el portal, también se perfilaban claramente. Era Raistlin quien poseía la clave del triunfo, y la llamaba junto a él. Incluso sintió, como le ocurriera en sus horas de soledad, el ardoroso beso del hechicero en su piel.
Una luz osciló hasta apagarse. Loralon se había ido.
—No me es posible obedecerte —musitó la dama, aunque con la voz tan quebrada que se hizo inaudible. No importaba. El hombretón la comprendía y, tras una breve vacilación, tomó aliento para decir:
—Sea. Una muerte más no ha de afectar a ninguno de nosotros ¿verdad, hermano?
Adentróse a su vez en el círculo argénteo y Crysania, fascinada, contempló el brillo de la espada bajo los haces del cayado. La visualizó en el acto de hundirse en su cuerpo y, al consultar la expresión de Caramon, halló reflejada la misma escena. Constató que ni siquiera tal pensamiento le haría desistir, que ella no suponía sino un obstáculo en su camino. No era un ser de carne y hueso, tan sólo una sombra que le impedía materializar sus aspiraciones: acabar con su gemelo.
«¡Cuan arraigado está su odio!», reflexionó si bien, al zambullirse en el alma de aquella criatura ahora tan próxima, percibió un sentimiento aún más desgarrador, un amor infinito.
El hombretón se abalanzó sobre ella con la mano abierta, deseoso de apartarla. Movida por el pánico, la sacerdotisa esquivó su embestida y tropezó contra Raistlin, que nada hizo para tocarla. La garra de Caramon atrapó una manga de su alba túnica, la arrancó de sus costuras y, en un acceso de furia, la arrojó al suelo. Crysania comprendió que su fin era inminente, pero se mantuvo entre los dos hombres.
El acero destelló. Desesperada, la eclesiástica aferró el Medallón de Paladine que siempre portaba ceñido a su cuello.
—¡Alto! —ordenó con voz imperiosa, pese a entornar los ojos a causa del pánico.
Se convulsionó en anticipación al dolor que había de infligirle la espada al ensartarla. Oyó en aquel momento un lamento, seguido por el estrépito del metal al chocar contra el suelo, y una oleada de alivio inundó su cuerpo. Débil, mareada y sollozante, se dejó caer.
Unas manos delicadas la sostuvieron, unos miembros entecos la abrazaron, a la vez que una voz pronunciaba su nombre con acento triunfal. La arropó una cálida negrura, que la arrastraba hacia las profundidades del Abismo, y vibraron en sus tímpanos unas frases masculladas en lengua arcana.
Como arañas o dedos acariciadores, los cánticos se enseñorearon de toda su persona. Creció su volumen en armonía con la voz de Raistlin, más poderosa a cada instante, y las luces plateadas centellearon antes de apagarse. El mago estrechó su abrazo hasta que, en un etéreo éxtasis, la sacerdotisa comenzó a dar vueltas en un torbellino que, al lado del nigromante, la arrastraba en pos de las tinieblas.
Rodeó a su compañero con los brazos y, apoyada la cabeza en su pecho, se abandonó a un viaje vertiginoso por las esferas espectrales. Los versículos, el tintineo de su sangre y el de las rocas del Templo se entremezclaron en un salmo que sólo perturbaba una nota discordante, el gemido lastimero de un hombre descorazonado.
Tasslehoff Burrfoot oyó la melodía que entonaban las rocas y, en su ensoñación, esbozó una sonrisa. Era un roedor que, en su deambular, había atravesado el polvo de plata mecido por los cantos de la piedra.
Despertó de forma brusca. Yacía en el frío suelo, cubierto de escombros, pero no tuvo tiempo de pensar en nada porque la rocosa superficie comenzó a bambolearse una vez más. El kender supo, por el extraño miedo que tomaba cuerpo en su interior, que los dioses no se detendrían. Este nuevo terremoto no había de terminar.
—¡Crysania! ¡Caramon! —los invocó, si bien sólo le respondió el eco chillón de su propia voz, que resonaba en las temblorosas paredes.
Incorporándose con dificultad, ignorando el martilleo que latía en su cabeza, Tas vislumbró la tea sobre la arcada que franqueara Crysania. Aún ardía en su pedestal, y se dijo que el subterráneo era la única parte del santuario que no había sido afectada por las convulsiones del terremoto. «La magia lo protege», decidió, al mismo tiempo que penetraba en aquella estancia repleta de artilugios arcanos.