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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (38 page)

BOOK: El templo de Istar
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La sala destinada a este propósito infundía al visitante un punzante sentido de su humildad e insignificancia. Era el centro de la bondad, el símbolo de la triunfante Iglesia que propagaba su poder entre los moradores de Krynn. Tras las puertas había una enorme estancia circular con el suelo de bruñido granito blanco, que se prolongaba en los lisos muros hasta culminar en una gigantesca flor cuyos pétalos, a guisa de capiteles, se unían en el centro en un cáliz que daba soporte a la cúpula. El techo, en lugar de ser opaco, estaba formado por cristaleras que absorbían los rayos del sol y de las lunas y, así, mantenían la estancia perpetuamente iluminada.

Una ondulante ola azul, similar a las crestas marinas, partía del suelo para desplegarse en un nicho situado frente a la puerta. Arropada en su seno, una plataforma sustentaba un trono y cabe afirmar que, más aún que la fúlgida aureola creada por los haces de los astros celestes, centelleaban las radiantes y cálidas chispas que de él surgían.

Denubis penetró en la sala de audiencias con la cabeza inclinada y las manos juntas sobre el pecho, como mandaban los cánones. Anochecía y, al no haber iniciado las lunas su recorrido por el firmamento, habían prendido las velas si bien el clérigo, al igual que en otras ocasiones, experimentó la extraña sensación de haber salido a un patio soleado. Incluso cerró los ojos, cegado por el exceso de luz.

Puesta la vista en el suelo, en la actitud sumisa que exigía su rango inferior hasta que le permitieran levantarla, escudriñó su entorno y detectó diversos objetos. Había asimismo otras criaturas, aunque no podía reconocerlas al no distinguir sus rostros. Ascendió los primeros peldaños que, surcando la ola, se encaramaban al estrado, vigilando sus pisadas y tan deslumbrado por las reverberaciones del trono que apenas era consciente de nada más.

—Alza los ojos, Venerable Hijo de Paladine— dijo una voz cuando llegó al pequeño rellano donde debía detenerse. La musicalidad de su timbre lo indujo al llanto, y mientras intentaba contener las lágrimas se preguntó qué emoción era aquella que lo embargaba y que las mujeres elfas ya no eran capaces de inspirarle.

Obedeció de inmediato, y se sobrecogió su alma. Hacía ya dos años que no se acercaba tanto a la figura del Príncipe de los Sacerdotes, tiempo suficiente para adormecer su memoria. ¡Cuan diferente era observarlo cada mañana desde cierta distancia, verlo como se divisa el sol en el horizonte poco después del alba, dejándose acunar por su calor benéfico! ¡Cuan diferente era columbrar un astro de ser convocado a su presencia, inmovilizarse frente a él y sentirse arder en la pureza, en la claridad de su brillo!

«Esta vez recordaré», se prometió Denubis. Pero nadie que hubiera sido recibido por el sumo dignatario lograba imprimir su apariencia en la mente y, a decir verdad, era un sacrilegio intentarlo ya que equivalía a rebajarle a la mediocridad de la carne y las miserias comunes. Lo único que flotaba para siempre en la imaginación era la idea de haber estado en presencia de una criatura de indescriptible belleza.

El aura luminosa rodeó al clérigo, y al hacerlo lo sumió en una lacerante vergüenza de sí mismo por haber cedido a dudas, recelos y pensamientos indignos. En contraste con el Príncipe de los Sacerdotes, Denubis se juzgó el ser más execrable de todo Krynn. Hincó ambas rodillas y mendigó perdón, consciente apenas de sus actos, seguro tan sólo de que así debía obrar.

El perdón le fue concedido. Habló la voz musical y, al instante, invadió al eclesiástico una sensación de paz, un bálsamo que cicatrizaba sus llagas invisibles. Incorporándose, se colocó frente a su superior en humilde postura y solicitó la gracia de ser informado sobre el motivo de tan inesperada audiencia.

—Esta mañana has traído al Templo a una mujer, una Hija Venerable de Paladine —explicó el mandatario—, y tengo entendido que estás preocupado por ella como, por supuesto, es natural y encomiable. He creído que te reconfortaría saber que se ha recuperado por completo de la terrible prueba sufrida. Quizá también te alivie la noticia, querido Hijo de Paladine, de que está físicamente ilesa.

Denubis dio gracias al dios del Bien por haber preservado a la sacerdotisa de la muerte mas, cuando se disponía a regocijarse de tan grata nueva en la destellante aura, comprendió el significado de las últimas palabras de su egregio señor y acertó a balbucear:

—Entonces, ¿no la asaltaron?

—No, hijo mío —contestó el patriarca con timbre jubiloso—. Paladine, en su infinita sabiduría, acogió su alma en su seno y pude, tras largas horas de oración, persuadirle de que nos devolviera el tesoro que había sido arrancado de su cuerpo. La mujer descansa ahora en un sueño reparador.

—Pero ¿y las señales de su rostro? —protestó el clérigo—. La sangre…

—No exhibía señales de violencia —repuso el Príncipe en tono suave, aunque con un atisbo de reproche que causó al subordinado una repentina desazón—. Te repito que nadie la lastimó.

—Me complace en sumo grado haberme equivocado —declaró Denubis con sincero acento—, más aun porque de este modo queda probada la inocencia del humano que fue arrestado y que, supongo, será puesto en libertad.

—Me produce tan honda satisfacción como a ti, Hijo Venerable, descubrir que uno de nuestros semejantes no ha cometido el despreciable crimen que se le imputaba. Mas, ¿quién es del todo inocente?

La melodiosa voz hizo una pausa, como si aguardase respuesta. Y, en efecto, a los pocos segundos se elevaron unos murmullos alrededor del clérigo, unos sonidos articulados que le hicieron tomar plena conciencia de las otras criaturas congregadas en la sala. Tal era el influjo del Príncipe de los Sacerdotes que, por unos momentos, se había olvidado de todo salvo del inefable ser que le hablaba desde el trono.

A pesar de sentir sus pupilas bañadas en la radiante claridad que dimanaba de la plataforma, Denubis advirtió que debía estar acostumbrándose a su cegadora magnificencia al reconocer a las otras figuras presentes en la asamblea. A ambos lados de la ola azul se hallaban distribuidos los máximos exponentes de las Órdenes masculina y femenina de los Hijos Venerables. Apodados entre sus seguidores «las manos y los pies del sol», eran ellos quienes atendían los asuntos cotidianos de la Iglesia y, también, los que gobernaban Krynn. Pero, además de los altos cargos clericales, había otras criaturas en la estancia.

Atrajo la mirada del sacerdote un rincón, el único que, al parecer, permanecía en penumbra. Se agazapaba en él una figura ataviada de negro, en medio de una oscuridad que tan sólo eclipsaba la luz del Príncipe. Asaltado por un estremecimiento, intuyó que aquel ser de tinieblas aguardaba, acechando su oportunidad, el ocaso definitivo para entrar en acción. Constatar que el Ente Oscuro, nombre con que se designaba en la corte a Fistandantilus, tenía acceso a la sala de audiencias ejerció sobre Denubis un impacto nefasto. El adalid del Bien trataba de deshacerse de la malignidad del universo y, sin embargo, la admitía en su círculo más íntimo. Una perspectiva más halagüeña vino, por fortuna, a mitigar su desasosiego: quizá cuando la perversidad fuera desterrada del mundo, cuando se eliminara a los últimos seres perversos, Fistandantilus caería de manera irreversible.

Mientras estaba absorto en estas cavilaciones, incluso con una sonrisa dibujada en sus labios, sintió sobre su piel el frío fulgor de los ojos del poderoso mago y tuvo que desviar la vista. ¡Qué contraste ofrecía aquel hombre respecto al Príncipe! Se refugió en la aureola de benignidad de su mandatario en busca de la serenidad perdida, diciéndose que siempre que contemplaba al sombrío Fistandantilus se asomaba sin poder evitarlo a las más secretas simas de su propia alma.

Aunque sometido al escrutinio perturbador del hechicero, conservó la suficiente lucidez como para volver a la realidad inmediata. «¿Quién es del todo inocente?», había inquirido el Príncipe. ¿A qué se refería? No acababa de captar el sentido de este curioso desafío.

Azuzado por la incertidumbre, Denubis bajó de la plataforma intermedia, despidiéndose confuso del Príncipe de los Sacerdotes, y se encaminó hacia una antecámara donde había dispuesta una descomunal mesa de banquetes, ya que el Templo de Istar era una auténtica corte y, en aquella ocasión, el máximo representante del Bien ofrecía una espléndida cena a sus invitados.

Los aromas de los apetitosos y exóticos alimentos, traídos de todo Ansalon por los devotos peregrinos o adquiridos en los vastos mercados al aire libre de ciudades tan lejanas como Xak Tsaroth, recordaron al eclesiástico que no había probado bocado desde el desayuno. Haciéndose con un plato, pasó revista a las multicolores fuentes a la vez que se servía de unas y otras. Al llegar a la mitad de su recorrido ya había llenado el recipiente de aquellos exquisitos manjares que, en su profusión, arrancaban gemidos de la mesa doblada bajo su peso.

Un criado le presentó una copa redonda llena de fragante vino elfo y, tras asirla, recogió los cubiertos en una esquina para, con éstos y el plato en una mano y el mosto en la otra, arrellanarse en una butaca donde consumir su suculenta cena. Comenzó a degustar ávidamente la celestial combinación que formaban un bocado de faisán asado con el sabor adherido en el paladar del licor cuando, de manera imprevista, una sombra oscureció su asiento.

Atragantándose, Denubis levantó los ojos y se apresuró a secar las gotas de vino que chorreaban por su mentón.

—Hijo Venerable —balbuceó nervioso, al mismo tiempo que se esforzaba en erguir la espalda para mostrar el respeto que merecía el cabecilla de su hermandad.

Quarath, que así se llamaba su superior más directo, lo estudió con expresión entre divertida y sarcástica.

—No te muevas, Hijo Venerable, no deseo molestarte —dijo, haciendo un lánguido gesto—. Nada más lejos de mi intención que interrumpir tu cena, sólo quería rogarte que cuando termines me dediques unos minutos.

—Ya he terminado —anunció Denubis y entregó plato y copa, aún medio llenos, a otro sirviente que pasaba por su lado—. Lo cierto es que estaba menos hambriento de lo que suponía. —Eso, al menos, era cierto, había perdido el apetito por completo.

Quarath esbozó una delicada sonrisa. Su enjuto rostro elfo, de finas facciones, se asemejaba a una escultura de porcelana susceptible de romperse ante la más nimia brusquedad. Quizá por eso apenas se ensancharon sus labios.

—De acuerdo entonces, en el caso de que no te tienten los postres.

—No, en absoluto. Los dulces se digieren con dificultad a esta hora tan avanzada.

—Acompáñame pues, Hijo Venerable. Hace semanas que no sostenemos una plática —invitó Quarath a su subordinado, a la vez que lo cogía por el brazo en un ademán de gran familiaridad pese a que no solían frecuentarse.

Primero el Príncipe de los Sacerdotes, ahora el superior de su Orden. A Denubis se le hizo un nudo en la garganta, mas se dejó llevar sin oponer resistencia. En el instante en que se disponían a abandonar la sala de audiencias resonó la armoniosa voz del sumo mandatario, y el clérigo lanzó una mirada atrás para mecerse una vez más en la mágica aura. Antes de reanudar la marcha su vista se posó, accidentalmente, en la del hechicero de negro atavío, y éste bajó la cabeza a guisa de saludo. Estremeciéndose, Denubis traspasó raudo la puerta en pos de Quarath.

Los dos clérigos avanzaron por los suntuosos corredores hasta arribar a una pequeña alcoba, la del augusto elfo. También esta cámara lucía una espléndida decoración, pero Denubis se sentía demasiado inquieto para reparar en los detalles.

—Siéntate, amigo mío, te lo ruego. Permíteme que te llame así, ya que nos hallamos cómodamente instalados y en perfecta soledad.

El clérigo no estuvo muy de acuerdo con lo de «cómodamente», pero era evidente la ausencia de testigos. Tomó asiento en el borde de la butaca que le ofrecía su anfitrión, aceptó un vaso de tónico, aunque ni siquiera se humedeció los labios, y esperó. Quarath empezó a charlar de temas intrascendentes, informándose sobre el trabajo de su interlocutor —ocupado en los últimos tiempos en traducir párrafos de los Discos de Mishakal a su lengua natal, el solámnico— y abordando, en suma, cuestiones que poco o nada le interesaban.

Tras un breve silencio el eclesiástico comentó, con aire casual:

—Hace un rato te he oído abogar por ese humano frente al Príncipe de los Sacerdotes.

Denubis depositó el elixir en un velador, tan trémula su mano que a punto estuvo de derramarlo.

—Me inquietaba la idea de haberlo apresado por error —explicó azorado.

—Muy loable por tu parte —concedió Quarath con grave semblante—. Está escrito que debemos preocuparnos por nuestros congéneres. Ha sido una acción digna de ti, Denubis, la incluiré en mi crónica anual.

—Gracias, Hijo Venerable —respondió el interpelado sin saber a qué atenerse.

Nada añadió el superior de la Orden, pero clavó en su oponente sus almendrados ojos de elfo mientras aquél se enjugaba el sudor de las sienes con la manga de su túnica. La cámara estaba en exceso caldeada, quizá debido a la fragilidad de quien la habitaba.

—¿Hay algo más que quieras agregar? —interrogó Quarath en tono confidencial.

—¿Respecto al guerrero? —se aseguró el clérigo.

—Sí —fue la escueta contestación.

—Me gustaría saber —aventuró Denubis tras exhalar un largo suspiro— si él y el kender saldrán pronto del calabozo. Verás, señor, he pensado que podría prestar un útil servicio —propuso en un arranque de inspiración— guiándolos hacia la senda del Bien. Ya que el hombre es inocente…

—¿Quién es del todo inocente? —lo atajó Quarath, mirando hacia el techo como si los dioses fueran a escribir allí la respuesta.

—Sin duda es una pregunta de gran relevancia —balbuceó el clérigo—, que merece atención y estudio, pero al parecer el prisionero no era culpable del delito pese a que, quizás, oculte algunos defectos que no se han enjuiciado en la asamblea. —Calló, consciente de que pisaba aguas movedizas.

—Me estás dando la razón —sentenció el superior, extendidas las manos y con la vista puesta en el confundido Denubis—. Como reza el refrán, a menudo el lobo se cubre con piel de cordero. Mañana ambos reos serán vendidos en el mercado de esclavos —le reveló, apoyado en el respaldo de su asiento y con los ojos vueltos de nuevo hacia el techo.

—¿Cómo? Pero señor… —se escandalizó el clérigo que, sin darse cuenta, se había incorporado.

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