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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (44 page)

BOOK: El templo de Istar
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Aunque ni el enano —quien sobrevivió merced al hecho de que había un clérigo en la calle cuando, en su trayectoria, sobrevoló el muro del recinto y aterrizó a sus pies— ni el ogro obtuvieron la libertad aquel día, a nadie le cupo la menor duda de quién había vencido en la liza. En realidad transcurrieron semanas antes de que nadie alcanzara la llave dorada del Obelisco, tanto se tardó en retirar los restos del minotauro.

Ahora, Arack relataba los macabros pormenores de la disputa a sus dos nuevos esclavos.

—Fue así como se desfiguró mi faz —dijo a Caramon mientras conducía a éste y al kender por las calles de Istar—, y también como Raag y yo nos hicimos célebres en los Juegos.

—¿Qué juegos? —preguntó Tas, tropezando con las cadenas y cayendo de bruces, para deleite de la muchedumbre que atestaba el mercado.

—Quítale esos grilletes —ordenó el enano al ogro de piel macilenta, que hacía las veces de guardián—. No creo que emprenda la huida y abandone a su amigo a su suerte. —Estudió a Tas concienzudamente, y declaró—: No, no lo harás, sé que tuviste una oportunidad de escapar y no la aprovechaste. ¡Ni se te ocurra traicionarnos! —lo amenazó, a la vez que señalaba a su gigantesco compañero—. Nunca antes había comprado a un kender pero no me han concedido otra alternativa, según ellos los dos formáis un lote. Sea como fuere ten presente que, para mí, no vales nada —lo desafió de nuevo—. Por cierto, ¿qué querías saber?

—¿Cómo vais a desprender mis ataduras? Necesitáis la llave —apuntó Tasslehoff más interesado por este particular que por los dichosos juegos. No recibió contestación, pero contempló admirado cómo el ogro asía los grilletes en sus manos y, de una brusca sacudida, los partía en dos.

—¿Has visto eso, Caramon? ¡Qué ogro tan forzudo! —exclamó mientras el monstruo lo incorporaba y le daba un violento empellón, que a punto estuvo de derribarlo sobre el polvo—. Hasta hoy no he conocido a ninguno de tu especie. Pero, ¿de qué hablábamos? ¡Ah, sí, de esos juegos misteriosos!

—De misteriosos nada —lo espetó Arack exasperado.

Tas desvió la mirada hacia Caramon con ademán inquisitivo, mas el guerrero se encogió de hombros y meneó, taciturno, la cabeza. Resultaba evidente que en Istar todo el mundo los conocía, y era preferible no despertar sospechas haciendo demasiadas preguntas, así que el kender optó por rebuscar en su mente. Se zambulló en los recovecos de su memoria para desenterrar todas cuantas historias había oído sobre la época anterior al Cataclismo hasta que, de pronto, halló la respuesta.

—¡Los Juegos! —vociferó, ajeno a la curiosidad con que lo escuchaba el enano—. ¿No recuerdas, Caramon, los grandes Juegos de Istar?

El semblante de su amigo se ensombreció.

—¿Es allí donde nos lleváis? —indagó el hombrecillo, prendidos sus desorbitados ojos de Arack. Como éste se encerrara en su mutismo, se dirigió de nuevo al guerrero—. Seremos gladiadores y lucharemos en la arena, aclamados por el gentío. ¡Oh, Caramon, qué emocionante! Me han contado tantos…

—Y a mí también —lo interrumpió su fornido compañero—, por eso afirmo que nunca me obligaréis a tomar parte. —Se dirigía al enano—. Admito que he matado a otras criaturas, pero sólo cuando debía decidir entre su vida o la mía. Nunca gocé aniquilando a un semejante, los rostros de mis víctimas se me aparecen en mis peores pesadillas mucho tiempo después de la batalla. ¡No asesinaré por deporte!

Pronunció su parrafada con tanta vehemencia que Raag alzó ligeramente su maza y, teñida su tez de una súbita ansiedad, espió a su patrón sin proferir una palabra. Arack le lanzó una mirada furibunda y le indicó, con una negación de cabeza, que no debía agredir al reo.

Tas, mientras tanto, estudió a Caramon con nuevo respeto.

—Nunca se me ocurrió enfocarlo de esta manera —reconoció—, creo que tienes razón. —Desvió la faz hacia el enano y se disculpó—: Lo lamento, Arack, no podrás contar con nosotros.

—No tardaréis en cambiar de actitud. ¿Sabes por qué? —espetó el aludido al hombrecillo—. Porque es el único modo de arrancar esa argolla de vuestros cuellos, ni más ni menos.

—No mataré por gusto —se empecinó Caramon.

—Pero, ¿dónde vivís, en el fondo del mar de Sirrion? —lo atajó Arack—. ¿O acaso en Solace donde todos son tan torpes e ignorantes? Ya no se pelea en la arena para acabar con el adversario. Aquellos días pasaron a la Historia, ahora los Juegos son una falacia —sentenció, suspirando y frotándose los ojos.

—No te comprendo —repuso Tas atónito. Caramon observó al enano sin despegar los labios, con una expresión que denotaba incredulidad.

—Desde hace diez años no se libran en la arena auténticas lizas —aclaró el siniestro personaje con una mueca que, sumada a las cicatrices, distorsionó su semblante—. Todo comenzó por culpa de los elfos, cuando unos clérigos de esta raza convencieron al Príncipe de los Sacerdotes de que la mayor diversión del pueblo era un acto de barbarie. ¡El Abismo los confunda! Barbarie —repitió, y escupió en el suelo de un pésimo humor que, no obstante, se transformó en nostalgia al proseguir.

»Los grandes gladiadores abandonaron la ciudad —agregó, prendido su recuerdo de aquella época triunfal—. Danark, el Goblin, el luchador más salvaje que cabe imaginar. Y también Jon, el Tuerto, supongo que no lo habrás olvidado ¿eh, Raag? —El ogro negó con la testa, al parecer entristecido—. Afirmaba que pertenecía a los Caballeros de Solamnia, por eso vestía siempre una armadura completa. Todos se fueron, salvo Raag y yo. —Un destello iluminó sus pupilas, contrarrestando su frialdad—. No teníamos una patria donde regresar y, además, una voz interior me advertía de que los Juegos no habían terminado. Todavía no.

En efecto, Arack y su ogro se quedaron en Istar y establecieron su morada en el vacío teatro para convertirse, por así decirlo, en sus guardianes oficiosos. Los viandantes los veían allí a diario, Raag deambulando por las gradas, barriendo los pasillos con un tosco escobón o simplemente sentado, contemplando ensimismado la plaza desierta donde trabajaba Arack que, más laborioso, cuidaba los mecanismos de los Pozos de la Muerte y se afanaba en lubricarlos y en mantenerlos en funcionamiento. Quienes lo observaban descubrían una extraña sonrisa en su barbudo rostro, bajo la torcida nariz.

El enano acertó en sus predicciones. Hacía escasos meses que los Juegos habían sido abolidos cuando los clérigos se percataron de que su otrora pacífica ciudad había dejado de serlo. Con alarmante frecuencia estallaban trifulcas en las tabernas, se sucedían las escaramuzas callejeras y, en una ocasión, incluso se levantó una revuelta general. Corrió el rumor de que los Juegos se desarrollaban, literalmente, bajo tierra, que se organizaban combates clandestinos en las grutas de los arrabales, y tal habladuría se vio confirmada al aparecer una serie de cadáveres mutilados en oscuros rincones. Al fin, desesperados, un grupo de elfos y humanos insignes enviaron una delegación al Príncipe de los Sacerdotes para solicitar la reapertura de los lúdicos entretenimientos.

—Igual que un volcán debe entrar en erupción a fin de expeler sus emponzoñados vapores —declaró un mandatario elfo—, los hombres utilizan los Juegos como una vía de escape para sus bajas pasiones.

Aunque tal discurso no elevó precisamente al procer en las miras de sus colegas humanos, éstos tuvieron que admitir que el símil estaba justificado. Al principio, el Príncipe rehusó escucharlo, ya que siempre aborreció la brutalidad de los combates. La vida era un don sagrado de los dioses, no algo que podía arriesgarse a capricho con la finalidad de complacer a una muchedumbre sedienta de sangre.

—Fui yo quien les sugerí la solución —anunció Arack orgulloso—. No estaban dispuestos a recibirme en su ostentoso Templo, pero nadie es capaz de detener a Raag una vez ha resuelto entrar en un sitio. Así pues, no tuvieron otra alternativa.

»Les aconsejé que reanudaran los Juegos y, de momento, me miraron recelosos. No hay que matar a nadie —los tranquilicé—, no de verdad. Por favor, prestadme atención. Sin duda habéis visto a algún actor representar a Huma en los teatros ambulantes, habéis asistido a la escena en que el Caballero cae al suelo sangrando y gimiendo, agitado por tremendas convulsiones. No obstante, cinco minutos más tarde ese mismo personaje acude a la taberna de la esquina para atiborrarse de cerveza. Pues bien, en mi juventud trabajé en el mundo de la farándula y… mas será mejor que os haga una demostración. Ven aquí, Raag.'

»El ogro se acercó, con una sonrisa burlona en su horrenda faz.

»Le ordené que me diera su espada y, antes de que la asamblea acertara a pestañear, hundí el arma en su vientre. ¡Ojalá hubierais estado, lo que ocurrió fue indescriptible! La sangre salía a borbotones de su boca, caía profusa por mis brazos y, en una santiamén, Raag se desplomó a mis pies entre alaridos agónicos.

»No podéis imaginar cómo gritaron los augustos señores —rememoró el enano jubiloso, con un balanceo de cabeza—. Hasta pensé que los elfos se desmayarían y tendríamos que recogerlos del suelo. Sin darles tiempo a llamar a la guardia para que me arrojaran a la calle, propiné un puntapié a Raag y le indiqué que se levantara.

»Mi compañero se incorporó, dedicando a la audiencia su mejor sonrisa, y todos los presentes empezaron a hablar al unísono.

Hizo una pausa en su relato, respiró hondo e imitó las agudas voces que caracterizaban a los miembros de la raza elfa.

—«¡Extraordinario! ¿Cómo lo hacéis? Ésta podría ser la respuesta que buscamos.»

—¿Cómo lo hicisteis? —inquirió Tas entusiasmado.

—Ya aprenderás —contestó el narrador—. Es sencillo, sólo se precisan una abundante cantidad de sangre de gallina y una espada cuya hoja se adentre en la empuñadura. Así mismo se lo expliqué a ellos, y agregué que si un estúpido como Raag podía representar la farsa, mejor lo harían los expertos gladiadores.

Al oír el insulto proferido por el enano, Tasslehoff escudriñó, temeroso, al ogro, pero éste no dio muestras de haberse ofendido. Al contrario, miraba a Arack con gesto aprobatorio. Ajeno a estas transacciones, el deforme hombrecillo continuó.

—Les argumenté que, a menudo, los luchadores exageraban su dolor en los enfrentamientos a fin de ofrecer un buen espectáculo, de modo que sabían fingir. El Príncipe de los Sacerdotes aceptó mi idea con agrado, y —enderezó la espalda henchido de orgullo— me concedió un cargo importante. Hoy, tengo el título de maestro de ceremonias de los Juegos.

—No lo entiendo —protestó Caramon—. ¿Pretendes insinuar que el público paga para ser engañado? Porque a estas alturas ya habrán adivinado que…

—Por supuesto —lo interrumpió Arack—. Nunca lo guardamos en secreto. Ahora las confrontaciones se han convertido en la manifestación más popular de Krynn, y hay quien recorre centenares de millas para no perdérsela. Los elfos acuden en tropel, y el Príncipe de los Sacerdotes también nos honra, cuando puede, con su presencia. Ya hemos llegado —concluyó, deteniéndose frente a un enorme circo y observándolo satisfecho.

Era de piedra y rezumaba antigüedad, si bien nadie sabía con qué propósito fue construido originariamente. En los días de los Juegos las banderolas ondeaban, en una panoplia multicolor, sobre los portaestandartes de las robustas torres, y el gentío atestaba gradas y accesos. Mas hoy no había espectáculo, ni se convocaría hasta finales de verano. La mole se erguía solitaria y gris salvo por los abigarrados murales donde se reproducían los acontecimientos más significativos de la historia del deporte. Unos niños merodeaban en el exterior, con la esperanza de vislumbrar al otro lado a sus héroes. Tras lanzarles severos improperios para ahuyentarlos, Arack ordenó a Raag que abriera la maciza puerta de madera.

—Así que nadie muere —persistió Caramon, mientras estudiaba la arena y las dantescas escenas de las pinturas.

Tas advirtió que el enano miraba al guerrero de un modo extraño. Su expresión se había tornado cruel y calculadora, sus enmarañadas cejas se enarcaban, crespas, sobre sus ojillos redondos. El fornido humano no se dio cuenta, concentrado en inspeccionar los murales.

El kender emitió un leve sonido y Caramon, saliendo de su ensimismamiento, clavó sus ojos en el enano. Pero éste había mudado de nuevo su semblante.

—Nadie, te lo aseguro —contestó al hombretón, dándole unas palmadas en el brazo.

6

De guerrero a gladiador

El ogro condujo a Caramon y Tas a una espaciosa sala. Aunque cabizbajo, el guerrero tuvo la impresión de que estaba atiborrada.

—Traigo a un nuevo aprendiz —rezongó Raag señalando con su sucio índice al hombretón, que se había detenido a poca distancia. Ésta fue la presentación de Caramon a sus «compañeros de escuela».

Con un intenso rubor en las mejillas, consciente de la argolla que se ceñía a su cuello y delataba su esclavitud, Caramon hundió su mirada en los listones del suelo, cubiertos de paja. Sin embargo, pese a su vergüenza y a su cólera, alzó los ojos al oír el murmullo que respondía a la breve frase del ogro. Descubrió entonces la mescolanza que reinaba en la estancia, la treintena de individuos de distintas razas y nacionalidades que, agrupados en mesas, ingerían su cena.

Algunos lo observaban con sumo interés, otros ni se dignaron volver la cabeza en su dirección. Unos pocos lo saludaron, la mayoría siguieron comiendo, y ante tal desconcierto el guerrero no sabía qué hacer. Fue Raag quien solventó el problema: tras apoyar la mano en su hombro, lo empujó brutalmente hacia una mesa. Caramon tropezó en el impulso y casi cayó de bruces, si bien logró agarrarse antes de estrellarse contra la tabla. Se giró de forma brusca para encararse con Raag, que se hallaba plantado en el mismo lugar y se frotaba las manos en anticipación de una buena trifulca.

«Intenta provocarme», comprendió al instante el hombretón, tras haber visto múltiples veces la misma actitud en los locales públicos que frecuentaba donde, a menudo, había alguien resuelto a inducirle a la lucha. Era éste un combate, a diferencia de tantos otros, del que nunca saldría victorioso pues, aunque él medía poco menos de dos metros, a duras penas llegaba al hombro de su supuesto contrincante. Además la manaza de Raag podía dar dos vueltas a su ancha garganta, así que optó por tragar saliva, acariciarse la magullada pierna y sentarse en el largo banco al que había ido a parar.

Después de dedicar una mueca sarcástica al humano el macilento ogro inspeccionó a los presentes quienes, entre susurros de desencanto, centraron de nuevo su atención en los platos. Resonaron unas carcajadas en una mesa situada en la esquina, donde se hallaban agrupados unos minotauros, y Raag intercambió con ellos una mirada de complicidad antes de abandonar el destartalado comedor.

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