Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
De nuevo solos, el hercúleo humano consultó con los ojos a Tas, quien se limitó a menear la cabeza y responder:
—¿Por qué crees que te he ordenado disfrazarte?
En efecto, a Caramon le había sorprendido que su amigo lo obligara a ataviarse de aquel modo. Tas insistió en que luciera la dorada capa de seda con que se personara en la arena, coronada por el llamativo yelmo, un atavío que al guerrero se le antojó improcedente para introducirse en el Templo sobre todo si, como suponía, debía arrastrarse entre alcantarillas o encaramarse a los tejados. Pero, antes casi de que abriera la boca al objeto de protestar, el kender le dijo tajante que, o bien obedecía, o podía olvidarse de su ayuda.
No le quedó más remedio que seguir las instrucciones del hombrecillo, tuvo que ajustarse la capa encima de su holgada camisa y los calzones cotidianos, procurando que le ocultara también la vergonzosa argolla de la esclavitud. Insertó, asimismo, en su cinto la daga ensangrentada que, tras comenzar a limpiar por la fuerza de la costumbre, decidió dejar tal como estaba. Era mejor así.
Fue sencillo para Tasslehoff forzar el cerrojo de su alcoba después de que Raag los encerrase, y ambos atravesaron la zona de aposentos destinados a los gladiadores sin ser detectados. La mayor parte de los luchadores dormían como leños o, en el caso de los minotauros, la ebriedad embotaba sus sentidos.
Salieron al exterior sin camuflarse, para desconsuelo de Caramon. El kender, no obstante, se mostró imperturbable y, de un humor taciturno inusitado en él, ignoró de manera sistemática las preguntas de su desconcertado compañero. Se aproximaron, sin prisas, al Templo, que ahora se erguía ante ellos con sus perlíferos fulgores.
—Espera un instante, Tas —rogó el hombretón a la vez que arrastraba al kender a un umbrío rincón—. ¿Qué planes has forjado para entrar en esa mole?
—¿Planes? —repitió el interpelado—. Atravesar la puerta principal, eso es todo.
—¿Te has vuelto loco? —lo imprecó Caramon atónito—. ¡Los centinelas nos apresarán!
—Se trata de un Templo —le recordó Tas con un suspiro—, un santuario consagrado a los dioses donde no tienen cabida las criaturas perversas.
—Fistandantilus va y viene a su antojo —repuso el guerrero.
—Sólo porque el Príncipe de los Sacerdotes lo permite —contestó el kender encogiéndose de hombros—. De otro modo, nunca cruzaría el umbral. Los dioses se encargarían de vedarle el acceso o, al menos, eso es lo que afirman los clérigos a los que he interrogado.
Caramon frunció el ceño. La daga que ocultaba en su talle asumió, de pronto, un peso agobiante, el metal de su hoja abrasaba su piel. En un intento de serenarse el gladiador se dijo que aquellas sensaciones eran producto de su imaginación, que su arma era idéntica a cuantas había portado en sus innumerables correrías, y deslizó la mano en el interior de su capa para tantearla. Ya más tranquilo, inició su andadura hacia el Templo seguido por Tas, que tras un breve titubeo corrió en su busca a fin de no quedar rezagado.
—Caramon —le susurró el kender al alcanzarlo—, creo que sé lo que estás pensando, pues lo cierto es que yo comparto esos resquemores. Existe la posibilidad de que las divinidades nos intercepten el paso.
—Te equivocas, no me ha asaltado una duda semejante. Nuestro propósito es destruir el Mal —respondió el aludido con monótono acento, cerrados los dedos en torno a la empuñadura de su daga— y lo lógico es que los entes superiores nos ayuden en lugar de interponer obstáculos. Así ha de ser, ya lo verás.
—Pero… —Ahora le tocaba al kender formular un sinfín de preguntas, y al guerrero ignorarlo.
Llegaron al pie de la magnífica escalinata que conducía al sagrado recinto, y Caramon se detuvo para estudiar el edificio. Siete torres se elevaban hacia el cielo en un mudo homenaje a los dioses que las crearon, si bien la octava, la central, se destacaba sobre todas ellas en una tortuosa espiral. Radiante bajo la luz de Solinari, no parecía alabar a los supremos hacedores sino desafiarles en altiva rivalidad. La belleza del Templo con sus estructuras marmóreas, de delicados matices rosas que destellaban en los rayos lunares, los remansados estanques donde se reflejaban las estrellas, los vastos jardines engalanados de exóticas, fragantes flores y, en definitiva, las profusas ornamentaciones de oro y plata, dejaron al fornido visitante sin resuello. No acertaba a moverse, su corazón había cesado de latir, atrapado en el embrujo de aquel espectáculo irreal.
En los recovecos de su mente, de manera apenas sensible, el terror sustituyó a la fascinación. ¡Había visto antes aquel lugar! Sí, se había enfrentado a su imponente presencia, sólo que en medio de una pesadilla donde las torres se encaramaban deformes, atormentadas… Confundido su ánimo, cerró los ojos. ¿Cuándo? ¿Cómo? Su pensamiento voló al futuro, y se hizo la luz. ¡El Templo de Neraka, en cuyos calabozos estuvo confinado! ¡El Templo de la Reina de la Oscuridad! Era idéntico en sus rasgos aunque la soberana, con una inmensa perversidad, lo había corrompido, transformado en un monumento al Mal. Empezó a temblar abrumado por este recuerdo e, incapaz de sustraerse del espantoso prodigio, sintió el impulso de huir a toda velocidad.
Lo despertó de su angustia la voz de Tasslehoff, que tiraba de su brazo y le ordenaba en voz baja:
—¡Vamos, muévete! Tu actitud podría levantar sospechas.
Bastó el aviso del kender para que el gladiador descartara aquellas elucubraciones absurdas. Juntos, los dos amigos se encaminaron hacia la entrada y los centinelas que la guardaban.
—¡Tas! —exclamó el hombretón de forma súbita, agarrando el hombro de su pequeño acompañante con tanta fuerza que éste emitió un gemido—. Debemos considerar esto como una prueba. Si los dioses me dejan entrar significará que obramos justamente, que nos otorgan su bendición.
—¿Tú crees? —indagó el kender vacilante.
—¡Estoy convencido! —Los ojos de Caramon brillaban bajo los haces de Solinari—. No nos entretengamos, adelante.
Restituida su confianza, el fornido guerrero acometió la escalada. Constituía una visión sobrecogedora con la áurea, sedosa capa ondeando a su alrededor y el yelmo reverberando en la iluminada noche. Los custodios interrumpieron su charla a fin de espiarlo. Uno de ellos masculló unas palabras inaudibles y su mano trazó un sesgo amenazador, similar al de un puñal presto a hundirse en la carne, mientras el otro, sonriente, contemplaba a Caramon sin refrenar su admiración.
Pronto comprendió el recién llegado el significado de aquella pantomima. Casi se detuvo al sentir de nuevo el contacto de la sangre sobre su piel, al oír los últimos estertores del bárbaro. Pero no podía abandonar a estas alturas y, por otra parte, interpretó la escena como una señal, una llamada a la venganza del espíritu del caído que, acaso, revoloteaba en la vecindad.
—Deja que sea yo quien hable —le recomendó Tas.
Caramon asintió con la cabeza, y tragó saliva para ocultar su nerviosismo.
—Yo te saludo, gladiador —declaró uno de los guardianes—. Eres nuevo en los Juegos, ¿verdad? Hace un momento le comentaba a mi compañero que se ha perdido una espléndida batalla esta tarde. Y no sólo eso, gracias a ti he ganado seis monedas de plata. ¿Qué apodo te han asignado?
—El Vencedor —intervino el kender con su habitual desenvoltura—. Y lo de hoy no ha sido más que el principio. Es imbatible, lo será siempre.
—¿Y tú quién eres, pequeño ratero? ¿Su agente?
El otro soldado recibió esta chanza con sonoras carcajadas, que Caramon trató de corear a pesar de su agitación. Mientras reía bajó los ojos hacia Tas, y supo de inmediato que se avecinaban complicaciones. ¡Ratero! Era el peor insulto que podía dedicarse a un kender, un agravio que nunca quedaba sin réplica, por lo que el hombretón se apresuró a aplicar su manaza a la boca de su amigo.
—Sí, es mi agente —repuso sin soltar al ofendido, que forcejeaba en su zarpa—. Y os aseguro que hace muy bien su trabajo.
—En ese caso vigílalo atentamente —añadió el otro guardián, estallando en un nuevo acceso de jocosidad—. Queremos verte desgarrar gargantas, no bolsillos.
Las orejas de Tasslehoff, única parte de su faz visible bajo el descomunal miembro de Caramon, adquirieron tintes escarlata. Surgieron sonidos incoherentes de sus labios, amortiguados por la palma del hombretón quien, temeroso de que su presa se liberase, decidió zanjar la situación.
—Será mejor que entremos cuanto antes —tartamudeó—, se hace tarde.
Los soldados intercambiaron un picaro guiño, y uno de ellos ladeó la cabeza para manifestar su envidia.
—He observado cómo te miraban las mujeres —dijo, a la vez que posaba la vista en los anchos hombros de su oponente—. No me extraña que te hayan invitado a… a cenar.
¿De qué hablaba aquel individuo? La expresión desconcertada de Caramon arrancó una risotada de los centinelas más estrepitosa aún que las anteriores.
—¡En nombre de los dioses! —vociferó uno—. Fíjate en él, se nota a la legua su inexperiencia.
—Adelante, puedes pasar —le ofreció el otro—. ¡Buen provecho!
Ruborizándose hasta la punta de la nariz, sin atinar a responder, Caramon se adentró en el Templo con Tas atenazado en sus garras. Al alejarse, no obstante, oyó las lascivas bromas de los guardianes y captó el sentido de sus palabras. Arrastró al sofocado kender por un pasillo, dobló el primer recodo con el que se tropezó y se detuvo. No tenía la menor idea de dónde estaba.
Fuera ya del alcance de los soldados, soltó a su amigo. Estaba lívido, tenía las pupilas dilatadas.
—¿Qué se han creído esos malditos fanfarrones? Lamentarán…
—¡Tas! —lo reprendió el humano zarandeándolo con violencia—. Sosiégate, no olvides que nos hallamos en el interior del santuario.
—¡Ratero! ¡Ni que fuera un ladrón común! —Al kender le salía espuma por la boca.
Caramon clavó en él una iracunda mirada, que tuvo la virtud de silenciarlo. Tragó aire y lo exhaló despacio, en un intento de controlarse. Al fin, todavía resentido por la afrenta, logró articular las frases.
—Estoy bien —anunció—. Te digo que estoy bien, ya ha pasado lo peor —insistió al constatar que su compañero lo escudriñaba receloso, dubitativo.
—Parece que hemos entrado, aunque no de la manera que esperaba —susurró el gladiador—. ¿Has oído sus chanzas?
—No me he enterado de nada después de que me acusaran de ratero, tu palma taponaba mis tímpanos —lo recriminó Tas.
—Eran procacidades sobre… Me avergüenzo con sólo pensarlo, esos individuos insinuaban que las damas invitan a los hombres para… bien, ya me entiendes.
—No te esfuerces, carece de importancia —cortó el kender exasperado—. Nos han permitido el acceso, ésa era la señal que aguardabas y lo único que ahora nos interesa. Quizá los soldados se han percatado de tu ingenuidad y han urdido una burla. Eres demasiado crédulo. Tika no se cansa de repetirlo.
El recuerdo de su esposa se avivó en la mente de Caramon, casi podía oír sus divertidos reproches acerca de su excesiva simplicidad. La añoranza, mezclada con otros sentimientos más dolorosos, lo traspasó como un cuchillo. Tras dirigir a Tasslehoff una fulgurante mirada, descartó las imágenes que había invocado.
—Sí —concedió con amargura—, es probable que tengas razón. Han querido mofarse de mí, y lo han conseguido.
Hizo una pausa en la que, por primera vez, examinó su contorno. Cuando alzó la testa el esplendor del Templo se dibujó ante él, el esplendor que correspondía a este lugar sagrado, al palacio de los dioses. No pudo evitar que su fastuosidad lo impresionara, consciente, de súbito, de su propia pequeñez, y contempló la escena durante varios minutos. La argéntea luminosidad de Solinari no hacía sino subrayar la necesidad de venerar a los entes superiores en cuyo honor se habían erigido aquellos muros.
—Has acertado, los dioses nos han transmitido su señal —musitó.
Había un corredor en el Templo por el que rara vez transitaban sus moradores y, cuando lo hacían, no era voluntariamente. Si se veían obligados a jalonarlo para cumplir algún encargo, se apresuraban a resolver el asunto en cuestión y se alejaban sin demora.
Nada singular encerraba el pasillo mismo, era tan espléndido como cualquier otra dependencia. Artísticos tapices de suave colorido embellecían sus paredes, mullidas alfombras cubrían el marmóreo suelo, gráciles estatuas colmaban las sombrías alcobas. Lo flanqueaban, a ambos lados, una sucesión de puertas de madera labrada que conducían a otras tantas estancias, decoradas con tanto primor como las restantes salas del santo paraje. Pero nadie abría ya estas puertas. Permanecían atrancadas y las habitaciones que debían guardar estaban vacías, con una sola excepción.
El aposento ocupado se hallaba en el extremo más apartado del corredor, oscuro y silencioso incluso durante el día. Se diría que su morador había envuelto en un manto invisible el suelo que pisaba, el aire que inhalaban sus pulmones, pues quienes penetraban en aquel rincón sentían una inexplicable asfixia. Al salir, todos recuperaban el resuello como si acabasen de escapar de una casa en llamas.
Tan peculiar estancia era el dormitorio de Fistandantilus. Lo fue durante años, desde que el Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder y expulsara a los magos de la Torre de Palanthas, la Torre donde reinara Fistandantilus como máximo dignatario del cónclave.
¿Qué pacto habían sellado los exponentes del Bien y del Mal? ¿Qué trato permitía al Ente Oscuro alojarse en el recinto más sagrado de Krynn? Nadie lo sabía, aunque eran muchos los que especulaban. Entre estos últimos cundió la creencia generalizada de que la estancia del nigromante respondía a la generosidad del Príncipe, a un noble gesto con el derrotado.
Pero ni siquiera él, ni siquiera el benevolente clérigo, frecuentaba el corredor. Aquí, al menos, gobernaba el hechicero en una supremacía tan irrevocable como aterradora.
En el fondo del enigmático pasillo se recortaba un alto ventanal. Un afelpado cortinaje, corrido a perpetuidad, impedía el paso de los rayos solares del día y los haces de las lunas durante la noche. Rara vez la luz penetraba los gruesos pliegues del paño, neutralizando así la función primordial de las cristaleras. Pero ahora, acaso porque la servidumbre, capitaneada por el ama, había limpiado este ala del edificio y desempolvado sus marqueterías, figuras y demás ornamentos, una ínfima rendija separaba el perfecto ajuste de las cortinas y la plateada Solinari alumbraba la desierta zona. Las intangibles hebras del satélite, que los enanos denominaban la Vela de la Noche, traspasaban la negrura como una alargada hoja de refulgente acero.