El templo de Istar (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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Liberando su daga, el guerrero procedió a estudiarla sin por ello desatender a su fingido contrincante, que se había desplomado sobre él. ¡La hoja era real!

—Caramon… —musitó el bárbaro, ahogadas sus palabras en un esputo sanguinolento.

La audiencia se enfervorizó, hacía meses que no se ofrecían efectos tan espectaculares.

—¡Yo no lo sabía! —exclamó el hombretón, que no podía apartar la vista de la daga—. ¡Lo juro!

Pheragas y Kiiri acudieron, prestos, a su lado para ayudarle a depositar al bárbaro en el lecho de serrín.

—La actuación debe proseguir, no te detengas —le urgió secamente la nereida.

Caramon, ciego de ira, a punto estuvo de asestar un golpe a la mujer, pero Pheragas inmovilizó el brazo castigador.

—Tu vida y las de todos nosotros dependen de tu conducta —susurró al desesperado guerrero—. Y al decir «todos» me refiero también a tu pequeño amigo.

El humano espió al esclavo negro sin atinar a comprender. ¿De qué le estaba hablando? Acababa de matar a un hombre, a un amigo y él le hacía extrañas recomendaciones. Tras desembarazarse de la zarpa de Pheragas hincó la rodilla junto al bárbaro, oyendo apenas la algarabía circundante y consciente, en su fuero interno, de que no adivinaban su congoja. Entraba dentro de la verosimilitud que el vencedor rindiera tributo a su víctima.

—Perdóname —suplicó al yaciente.

—No es culpa tuya —lo disculpó el otro en un quedo balbuceo—. No debes reprochártelo.

Sus ojos se tornaron vidriosos, una burbuja de sangre reventó en sus labios.

—Tenemos que sacarle de la arena y concluir el número tal como lo ensayamos —hostigó Pheragas a Caramon—. ¿De acuerdo?

El interpelado asintió con la cabeza, en un gesto mecánico. «Tu vida, la de tu pequeño amigo.» ¿Qué significaba? Intentó amonestarse, exhortarse a la calma. Al fin y al cabo había participado en mil contiendas, la muerte no era nada nuevo para él. «La vida de tu pequeño amigo.» Estaba acostumbrado a obedecer órdenes, a acatar el mandato de sus superiores, las respuestas debería buscarlas más tarde.

La repetición sistemática de estos postulados consiguió acallar la parte de su mente que hervía de rabia y pesadumbre. Con una frialdad insondable ayudó a sus compañeros a alzar el cadáver del suelo, imaginando que todo aquello era ficticio y su amigo sólo se fingía muerto. Incluso hizo el suficiente acopio de valor para girar el rostro hacia el público y saludar con una reverencia. Pheragas, por su parte, posó la mano libre en la nuca del bárbaro y la inclinó varias veces, tan diestramente que nadie dudó que también él se despedía. Los espectadores los aclamaron en una batahola ensordecedora, sin cesar de aplaudir hasta que los cuatro gladiadores hubieron desaparecido en los pasillos subterráneos.

Una vez al abrigo de la audiencia, Caramon posó el cuerpo del bárbaro en el frío suelo de piedra. Durante largos momentos observó, absorto, a su amigo, volcándose sobre él sin hacer el menor caso a los gladiadores que aguardaban allí su turno. Un sombrío torbellino azotaba su cerebro, no podía pensar con claridad en medio de tantos interrogantes.

Despacio, enderezó la espalda para encararse con Pheragas. Lo asió por los hombros y, en un inusitado alarde de energía, lo arrinconó en la pared, a la vez que extraía de su cinto la ensangrentada daga y la agitaba frente a los ojos del esclavo negro.

—Ha sido un accidente —explicó éste con los labios apretados.

—¡Los cantos ligeramente afilados! —se encolerizó el guerrero, repitiendo las palabras que formulara su compañero antes de los Juegos—. ¡Se puede sangrar un poco! No toleraré más embustes, dime qué está sucediendo.

—Ya le has oído, asno, el bárbaro ha sufrido un accidente —intervino una voz burlona.

Caramon dio media vuelta. El enano se erguía ante él, visible su achaparrado cuerpo como una sombra retorcida en el oscuro corredor que conducía a la arena.

—Estoy dispuesto a revelarte los hechos si sueltas de inmediato a Pheragas —le ofreció, si bien tras su amabilidad se escondía una patente malevolencia. A su lado se perfilaba la colosal figura de Raag, armado con una maza—. Los miembros de tu equipo deben salir, el público desea homenajear a los ganadores.

El hombretón miró a su prisionero y aflojó su garra, tan desazonado que la daga se deslizó entre sus entumecidos dedos. Kiiri apoyó la mano en su brazo en una muestra de callada simpatía mientras Pheragas, lanzando un suspiro, espiaba a Arack con unas pupilas que despedían veneno y echaba a andar por el pasillo. La mujer y él rodearon el cadáver del bárbaro que yacía, inmóvil, en la roca, y se encaminaron hacia el exterior.

—¡Me aseguraste que nadie moriría! —exclamó Caramon con una voz sofocada por la furia y el sufrimiento.

El enano se acercó a su oponente, que había desplomado su peso contra el muro.

—Ha sido un accidente —insistió—. En ocasiones se producen este tipo de percances, sobre todo si no se es precavido. Podría ocurrirte a ti en un momento de descuido, o a ese hombrecillo que tienes por amigo. El bárbaro cometió una imprudencia o, mejor dicho, fue su amo quien incurrió en un error imperdonable.

Caramon levantó el rostro y clavó sus desorbitados ojos en Arack, unos ojos que destilaban horror y perplejidad.

—Veo que empiezas a comprender —comentó el enano al estudiar su expresión.

—Este hombre ha sucumbido porque su señor ha contrariado a alguien —aventuró el guerrero.

—En efecto —fue la respuesta de su interlocutor, que se atusó la barba antes de continuar—. Un sistema muy civilizado, no como en los viejos tiempos. Ahora se actúa con sutileza, nadie se ha percatado de la desgracia salvo, por supuesto, el amo del bárbaro. He estudiado su rostro durante la liza, y en el instante en que has apuñalado a su siervo se ha revuelto en las gradas como si fuese a él a quien hubieses clavado la daga. Ha captado el mensaje.

—¿Ha sido una advertencia? —inquirió Caramon.

El enano se limitó a asentir con la cabeza y encogerse de hombros.

—¿Dirigida a quién? ¿Quién era el dueño de mi infortunado amigo?

Arack titubeó. Prendió de su oponente una mirada de sarcasmo y, ensanchados sus labios en una sonrisa, calculó qué beneficio le reportaría desvelar el secreto o, al contrario, guardar silencio. Al parecer la balanza de sus especulaciones se inclinó hacia la confesión pues, tras un breve balbuceo, indicó a Caramon que se agachara y le susurró un nombre al oído.

El guerrero quedó desconcertado.

—Es un clérigo, un Hijo Venerable de Paladine —añadió el enano—. Ocupa un cargo importante como confidente del Príncipe de los Sacerdotes, pero se ha fraguado la enemistad de un temible personaje.

Un amortiguado estallido de vítores resonó en el circo y, al percibirlo, Arack ordenó a Caramon:

—Ve a saludar. La audiencia te espera, eres uno de los vencedores.

—¿Y él? —preguntó el hombretón señalando al exánime bárbaro—. No puede volver a la arena, lo echarán en falta.

—¡Oh, no! Aquí son frecuentes las distensiones musculares —explicó el deforme maestro de ceremonias—. Nadie se sorprenderá si no aparece. Luego, haremos correr la voz de que se ha retirado, que ha obtenido su libertad.

«¡Obtenido su libertad!» Tan cruel ironía hizo que las lágrimas se agolparan en los párpados de Caramon. Desvió la faz hacia el pasillo al escuchar una nueva oleada de aplausos y se dijo que debía recibir el agasajo del público, pues de ello dependían varias vidas, la del kender, la de sus compañeros y, por lo visto, la suya propia.

—¡Ya sé por qué dispusiste que fuera yo quien lo matara! —comprendió de pronto—. Ahora estoy a tu merced, piensas que no hablaré.

—Esa certeza ya la tenía de antemano —repuso Arack con una siniestra mueca—. Digamos que si te asigné como ejecutor fue para dar satisfacción a mi cliente, un detalle que me granjeará su confianza. Verás, es tu amo quien concibió esta patraña y creí que, si era su esclavo quien materializaba la amenaza, no podría por menos que felicitarme. No te ocultaré que corres peligro, ya que la muerte del bárbaro clama venganza, pero en cuanto circule el rumor mi negocio adquirirá un nuevo auge.

—¡Mi amo! —se asombró Caramon, a quien nada le importaban las cuestiones pecuniarias—. ¿No fuiste tú mi comprador, en nombre de la Escuela?

—Actué como agente, pero no de esta institución —lo corrigió el astuto hombrecillo.

—¿Y quién es mi…?

El guerrero se interrumpió, conocía la respuesta. Ni siquiera oyó las siguientes frases de Arack, se lo impidió el súbito rugido que atronó su mente y que, cual una marea purpúrea, asfixió cualquier razonamiento. Le dolían los pulmones, le pesaba el estómago y las rodillas le flaqueaban, incapaces de sostener su mole.

Se hizo el vacío. Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en el pasillo, y el ogro sujetaba su testa entre las piernas. Venciendo su embotamiento, el colosal humano inhaló aire y, erguida la cabeza, se liberó de Raag.

—Me encuentro bien —murmuró a través de sus amoratados labios.

—No podemos llevarle fuera en tan triste estado —declaró Arack en respuesta a una consulta de su secuaz—. Parece un pez recién sacado de la red, causaría una pésima impresión. Arrástralo hasta su alcoba.

—No —se interfirió una voz en la penumbra—. Yo cuidaré de él.

Era Tas quien había hablado y quien ahora se aproximaba al grupo, tan lívido su semblante como el de Caramon.

Arack vaciló, mas no tardó en mascullar unos improperios y dar la espalda a los esclavos. Tras hacer una significativa señal al ogro, se encaramó a la escalera para cantar las alabanzas de los vencedores frente a la desenfrenada audiencia.

Tasslehoff se arrodilló junto a Caramon, posando la mano en el musculoso brazo de su amigo. Al constatar que se había recuperado, ladeó el rostro hacia el inerte cadáver que yacía, olvidado, en el suelo. El guerrero imitó su gesto y, sensible a la angustia que rezumaba por todos sus poros, el kender se atragantó. Tenía un nudo en la garganta, no atinaba sino a dar reconfortantes palmadas en el hombro del gladiador.

—¿Qué parte de la conversación has escuchado? —preguntó Caramon con la boca pastosa.

—La suficiente —dijo Tas—. Fistandantilus.

—Sí, él planeó esta terrible afrenta. —El hombretón suspiró y reclinó la cabeza en la pared, a la vez que cerraba los ojos—. Es así como pretende desembarazarse de nosotros. No habrá de ponerse en evidencia, bastará con que ese clérigo…

—Quarath —colaboró Tasslehoff.

—En efecto, Quarath. Él se encargará de destruirnos —el forzudo humano apretó los puños—, y el mago podrá presentarse ante Raistlin con las manos limpias. Mi hermano nunca sospechará. En todas las batallas que libre de ahora en adelante sólo me obsesionará una idea: ¿Es auténtica la daga de Kiiri, está afilada la lanza de Pheragas? —Levantó los párpados y contempló a su compañero—. Y tú, Tas, también estás involucrado, ya has oído al enano. Yo no puedo escapar, pero tú sí. ¡Sal de esta encerrona cuanto antes!

—¿Dónde iría? —inquirió el kender descorazonado—. El nigromante me encontraría, Caramon, es el más poderoso hechicero que nunca pisó la faz de Krynn. Ni siquiera un miembro de mi raza podría eludir su asedio.

Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, envueltos por el lejano vocerío de la muchedumbre. Al rato, los ojos de Tasslehoff distinguieron un fulgor metálico al otro lado del corredor y, reconociendo qué objeto lo despedía, se puso en pie y fue a recogerlo.

—Puedo introducirte en el Templo —sugirió entre hondos suspiros, destinados a afirmar su voz.

Alzó el hombrecillo la daga en el aire y, regresando junto a Caramon, se la entregó.

—Nos escabulliremos esta noche.

Los dos amigos saldrían por una ancha grieta en la roca cuya existencia conocía Arack pero que, en un acuerdo tácito, decidió no bloquear para que los gladiadores pudieran hacer sus correrías nocturnas siempre que no se abusara del privilegio.

8

El sarcasmo del Destino

Solinari, la luna de plata, resplandecía en el horizonte. Alzándose sobre la torre central del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el astro se asemejaba a la llama de una candela que ardiera sobre un pabilo aflautado. Esta noche Solinari brillaba en todo su esplendor, tanto que no eran precisos los servicios de los mozos que, provistos de candiles y fanales, se ganaban la vida iluminando a los noctámbulos en el recorrido hasta sus hogares. Depositadas sus lamparillas en los estantes de sus moradas, los guías nocturnos permanecieron en casa sin poder por menos que maldecir a aquellos haces luminosos que les arrebataban el sustento.

Lunitari, en cambio, no había aparecido en la bóveda celeste ni lo haría hasta dentro de unas horas. Entonces alumbraría las calles con sus rayos purpúreos. En cuanto a la tercera luna, la negra, su tenebroso contorno, apenas insinuado entre las radiantes estrellas, era observado por un hombre, quien le lanzó una furtiva mirada mientras se despojaba de su túnica azabache, repleta de componentes mágicos, para mudarla por una camisola de igual tono, más ligera y confortable. Tras cubrirse el rostro con la capucha a fin de eludir la molesta, penetrante luz de Solinari, el arcano personaje se tendió en el lecho y se sumergió en el descanso que tanto necesitaba su fatigoso arte.

Al menos, tal fue la escena que vislumbró Caramon en su imaginación cuando, junto al kender, echó a andar por las animadas calles de Istar. Era ésta una noche desbordante de algarabía. Los compañeros se tropezaron con numerosos grupos de juerguistas, hombres que comentaban los Juegos entre estentóreas carcajadas y mujeres que apiñadas en las esquinas, dirigían al gladiador tímidas y soslayadas miradas. Sus etéreos vestidos revoloteaban en torno a sus cuerpos, agitados por la brisa aún tibia del otoño. Una de estas mujeres reconoció al hombretón, quien a punto estuvo de emprender carrera por el temor de que llamaran a los guardianes para que lo devolvieran al circo.

Pero Tas, conocedor del mundo, impidió su fuga e, incluso, se acercó al corrillo. Las damas que lo formaban estuvieron encantadas, habían visto la lucha de aquella tarde y el guerrero había conquistado sus corazones. Le hicieron insípidas preguntas sobre su número sin escuchar las respuestas lo que, por otra parte, benefició a los prófugos ya que Caramon estaba tan nervioso que, incapaz de coordinar sus ideas, se perdió en explicaciones banales. Al fin reanudaron la marcha las curiosas hembras, riendo y deseándole suerte en futuras lides.

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