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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (56 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Salvo el inocente que sucumbe a una causa que ni le interesa ni comprende —objetó el guerrero enfurecido.

—No seas pueril —lo reprendió Kiiri, que bruñía con ahínco una daga falsa—. Tu mismo actuaste en un tiempo como mercenario, y no creo que te preocupasen mucho los objetivos que defendías. ¿Acaso no te vendías al mejor postor, al que más pagaba? ¿Habrías luchado por otros motivos?

—Por supuesto que sí —protestó Caramon—. A decir verdad, siempre guerreaba al lado de quienes merecían mi aprobación, no por dinero. Elegía mi bando escrupulosamente, nunca ayudé a un litigante sin creer en la bondad de sus propósitos. Aunque me ofrecieran soldadas importantes las rechazaba de no estar convencido, y mi hermano pensaba como yo. Juntos… —enmudeció, con un nudo en la garganta.

—Además —prosiguió la nereida ignorando su vehemente discurso—, estos contratiempos confieren a los Juegos un elemento de tensión nada desdeñable. A partir de ahora te batirás mejor.

El hombretón rememoraba esta charla en la media luz del amanecer y trataba de extraer conclusiones con su mente metódica, lenta. Quizá Pheragas y Kiiri tenían razón, quizá se comportaba como el niño que llora cuando su juguete preferido, el más bonito, le produce un corte doloroso. Pero, tras enfocar los argumentos de sus amigos desde mil puntos de vista, decidió que ambos se equivocaban. Todo hombre ostentaba el derecho de escoger su forma de vida, su manera de morir. Sin el libre albedrío la existencia carecía de sentido, nadie podía determinar el destino de otro.

En esta hora ambigua, indefinida, un peso aplastante cayó sobre los hombros de Caramon, quien se incorporó y, apoyado en el codo, escudriñó la estancia sin apenas distinguir el entorno. Si estaba en lo cierto, si cualquier criatura debía tener su oportunidad, ¿por qué se obstinaba en recuperar a su hermano? Raistlin había preferido adentrarse en las sendas del Mal en lugar de seguir las de la luz, y él se reservaba la prerrogativa de alejarlo de su camino. ¿No era esto obrar en contra de sus propios principios?

Sus pensamientos se remontaron a la época que evocara, sin proponérselo, mientras hablaba con Kiiri y Pheragas, aquellos días anteriores a la Prueba que fueron los más felices de su vida.

Recordó, en efecto, sus tiempos de mercenario en compañía de su gemelo. Se complementaban a la perfección y siempre fueron bien acogidos por los nobles pues, aunque los guerreros abundaban como las hojas en los árboles, encontrar magos dispuestos a colaborar en la pugna era ya otro cantar. Al principio muchos aristócratas desconfiaban del aspecto frágil, quebradizo de Raistlin, pero pronto les ganaba su valor y, naturalmente, su destreza. La pareja de hermanos recibía lucrativos encargos, estaba muy solicitada entre los señores solariegos.

Sin embargo, no se dejaban impresionar por las cuantiosas ofertas. Como el guerrero le dijera a Kiiri, sólo emprendían empeños dignos de su respeto. «Gracias a Raistlin —recapacitó el guerrero nostálgico—. Yo habría combatido para cualquiera que me lo hubiese propuesto; la causa, como insinuó la gladiadora, poco me importaba. Era él quien insistía en que debía ser justa, rechazó más de un trabajo por considerar que entrañaba ayudar a un ser más fuerte a aumentar su poder y, así, devorar a otros menos afortunados.»

«¡Y pensar que mi hermano hace ahora lo que tanto condenaba! —exclamó el hombretón sin alzar la voz, fija la mirada en el techo—. ¿O quizá no? Los magos afirman que crece a expensas de los más débiles, pero no puedo fiarme de ellos. Par-Salian incluso admitió que fue él quien le lanzó al abismo y, por otra parte, Raistlin ha desembarazado al mundo del abominable Fistandantilus, una acción que todos han de calificar de beneficiosa. La otra noche, en el Templo, él mismo me prometió que nada tuvo que ver con la muerte del bárbaro, de modo que no ha cometido ninguna felonía. ¿Es censurable que se perfeccione en su dotes arcanas? Acaso lo hemos juzgado mal, no tengo derecho a imponerle una manera de proceder sólo porque a mí me parece la correcta.»

Suspiró y, cerrando los ojos con el ánimo indeciso, preguntándose qué debía hacer, no tardó en quedar dormido. Su atormentada mente se colmó de los añorados aromas de los pastelillos de Tika, en un sueño inquieto pero reparador.

El sol iluminó el cielo, la Noche de los Hados había terminado. Tasslehoff se irguió en su camastro y decidió que él, personalmente, impediría el Cataclismo.

12

El incorregible Tas

—¡Alterar el tiempo! —vociferó Tas con su proverbial entusiasmo, encaramándose a la tapia del jardín y saltando en medio de un macizo de flores, uno de los muchos que embellecían el sagrado recinto del Templo.

Había en el vergel varios clérigos que, en pequeños grupos, comentaban la algazara que presidiría las próximas Fiestas de Invierno. Remiso a interrumpir sus conversaciones, el kender obró de acuerdo con los cánones de la más estricta cortesía: se estiró entre las flores hasta que los paseantes se hubieron alejado, pese a que al hacerlo, empolvó sus vistosos calzones azules.

Se le antojó agradable tumbarse junto a las rosas rojas, llamadas Hiemis por ser éste el término que designaba la estación invernal, única en la que crecían. La temperatura era cálida, demasiado al decir de los habitantes de Istar. Tasslehoff sonrió socarrón, mientras recapacitaba que los humanos no sabían lo que querían. Si hiciera frío, como correspondía a esta época del año, también se lamentarían. Normal o no, la brisa tibia resultaba deliciosa. Quizá se hacía un poco difícil respirar a causa de la humedad, pero en la vida no se puede tener todo.

Escuchó interesado a los clérigos que por allí pasaban y resolvió que las Fiestas debían de ser tan espléndidas, que consideraría la posibilidad de asistir. Aquella misma noche se celebraría la inaugural, si bien terminaría temprano ya que todos necesitarían dormir, prepararse para los grandes acontecimientos que se iniciarían al alba del día siguiente y se prolongarían durante algunos días. Era ésta la última manifestación de júbilo popular antes de que se instalaran los hielos y los crudos vientos invernales.

«Quizás acuda al acto de hoy», pensó. Había imaginado que una conmemoración organizada en el Templo había de ser solemne, magna pero, también, tediosa, al menos desde su perspectiva de kender. Pero tal como la describían los sacerdotes parecía prometedora.

Caramon lucharía al día siguiente, siendo los Juegos una de las actividades cumbre de la temporada. La lid determinaría qué grupos habían de enfrentarse en la ronda final, la última antes de que los rigores atmosféricos forzasen la clausura del circo hasta la primavera. Los vencedores de este postrer enfrentamiento obtendrían la libertad, si bien se había prefijado quiénes serían —los gladiadores que apoyaban al guerrero— y tal noticia había sumido a Caramon en una honda depresión.

Tas meneó la cabeza y se dijo que nunca comprendería a su amigo. Le sorprendía toda aquella cháchara sobre el honor cuando, en realidad, sólo se trataba de un juego. En cualquier caso, el estado del hombretón le facilitaba las cosas. No había de serle difícil escabullirse y disfrutar con plenitud.

Pero no, no podía hacerlo. Tenía un asunto grave que atender, impedir el Cataclismo era más importante que un par de fiestas. Debía sacrificar su propia diversión a tan elevada causa.

Sintiéndose recto y noble, aunque quizás un poco aburrido, el kender espió a los clérigos irritado, deseoso de que se esfumaran sin tardanza. Al fin su deambular los llevó al interior del edificio, y el jardín quedó vacío. Tras exhalar un suspiro de alivio Tas se incorporó, recompuso su empolvado atuendo, arrancó una rosa para engalanar su copete de acuerdo con la estación y, presto, se encaminó hacia el Templo.

También el recinto estaba decorado en armonía con las festividades que se avecinaban. La belleza, el esplendor de sus estancias, dejaron a Tas sin resuello. Contempló su entorno embelesado, maravillado frente a los centenares de rosas Hiemis que, criadas en los vergeles de todo Krynn, habían sido transportadas hasta el Templo al efecto de que, con su dulce fragancia, impregnaran los corredores. Las coronas y guirnaldas de arbustos de flor perenne aportaban al conjunto su aroma especiado, silvestre, reverberando la luz solar en sus hojas puntiagudas o de sierra, enlazadas mediante cintas de terciopelo encarnado y plumas de cisne. En casi todas las mesas había cestas de frutos raros, exóticos, obsequios llegados de los confines de Ansalon para disfrute de los moradores del santuario, uniéndose a su colorido las innumerables fuentes de pasteles y golosinas. Tas no pudo por menos que pensar en Caramon y se apresuró a atiborrar sus bolsas, seguro de que aquellos manjares harían las delicias de su compañero. Nunca lo había visto entristecido ante una torta de almendra cubierta de azúcar lustre.

El kender recorrió las salas exultante de júbilo, tanto que a cada instante olvidaba el motivo de su venida y tenía que recordarse a sí mismo su trascendental misión. Nadie reparaba en él, los clérigos estaban demasiado ocupados en discutir sobre las celebraciones, los espinosos asuntos de gobierno o ambas cuestiones. Pocos fueron los que se volvieron a fin de examinar al intruso y, cuando un guardián le lanzaba una mirada severa, Tas se limitaba a sonreírle, saludar y seguir su camino. Constató así la veracidad de un antiguo proverbio de su raza: «No cambies de color para mimetizarte con los muros, finge pertenecer al ambiente y serán ellos los que se adaptarán a ti.»

Después de doblar incontables recodos, de hacer varias pausas con el propósito de investigar objetos interesantes —algunos de los cuales fueron a parar al fondo de sus saquillos—, Tasslehoff se introdujo en el único corredor que no estaba adornado, que no atestaban alegres criaturas ajetreadas en los preparativos de las celebraciones, que permanecía aislado de la algazara. Ni siquiera resonaban en sus paredes las voces de los coros que ensayaban los himnos especiales de la ocasión, y sus cortinas se hallaban corridas para obstruir la radiante luz solar. Era frío, oscuro, amenazador, más aun de lo habitual por el contraste que ofrecía con el resto del Templo.

Tas surcó el pasillo de puntillas, no por miedo a ser descubierto, sino porque el silencio y la soledad que lo cercaban parecían exigirle esta conducta, anunciarle que incurriría en una grave falta de no respetar la lóbrega quietud. Lo último que el kender deseaba era ofender a un corredor, así que acató su mandato sin que cruzara por su mente la idea de observar a Raistlin, de sorprenderle en el acto de realizar algún prodigio sobrecogedor.

Al aproximarse a la puerta oyó la voz del mago y, a juzgar por el tono que empleaba, supuso que tenía un visitante.

«¡Qué contrariedad! —se lamentó el hombrecillo en su fuero interno—. Habré de esperar a que se vaya esa persona para hablar con él, y mi empeño es de la mayor urgencia. Me pregunto cuánto tiempo durará su entrevista.»

Aplicando el oído al cerrojo con la exclusiva finalidad, por supuesto, de averiguar si la secreta conferencia se hallaba en pleno apogeo o estaba a punto de concluir, dio un respingo al detectar un timbre femenino dentro de la alcoba.

«Me resulta familiar —reflexionó, a la vez que aguzaba sus sentidos—. ¡Claro, es Crysania quien habla! ¿Qué hace aquí?»

—Tienes razón, Raistlin —declaró la dama con un suspiro—, se agradece esta tranquilidad en medio del bullicio de los exuberantes pasillos. La primera vez que recorrí la zona donde ahora estamos me sentí atemorizada. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. En particular el corredor se me antojó gélido, desolador, si bien ahora son las otras dependencias las que me asfixian con su exarcebada calidez. La decoración de las Fiestas contribuye a apesadumbrarme, me indigna este despilfarro cuando tantos necesitados podrían gozar de un cierto bienestar si se les entregase tan sólo una pequeña suma de dinero.

Se interrumpió, y Tas percibió un murmullo de ropa. Intrigado por el repentino silencio, el kender cesó de escuchar para otear el panorama. A través del ojo de la cerradura distinguió el interior del aposento donde, pese a estar echado el cortinaje, brillaba la tenue luz de unas velas. Crysania estaba sentada frente al hechicero, sin duda el crujido que antes detectara fue producido por algún gesto de impaciencia de la sacerdotisa. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y la expresión de su rostro denotaba perplejidad, confusión.

No fue este hecho lo que desorbitó las pupilas de Tasslehoff, sino el cambio que se había operado en la mujer. Habían desaparecido su sobria túnica blanca, el no menos discreto peinado. Al igual que las otras sacerdotisas del Templo vestía un ropaje albo, sí, pero profusamente bordado, y en sus brazos desnudos un brazalete dorado realzaba la pureza de su piel. El cabello, antes recogido, caía ahora en cascada sobre sus hombros, suave como un chal de seda. Incluso se adivinaba una nota de color en sus pómulos, un calor en aquellos ojos que observaban a la figura de Túnica Negra sentada a escasa distancia, de espaldas a Tas.

«Tika estaba en lo cierto», decidió el kender.

—No sé por qué vengo aquí —dijo Crysania tras una breve pausa.

«Yo sí» masculló Tas, ladeando de nuevo la faz para que sus tímpanos captasen la conversación.

—Siempre que te visito —continuó la voz femenina— me anima una ferviente esperanza, que tú te encargas de trocar en desaliento. Intento mostratre el camino de la justicia, de la verdad, persuadirte de que sólo adentrándote en esa senda restituirás la paz al mundo, pero tú tergiversas mis palabras en tu propio interés.

—Te equivocas —repuso Raistlin—. Tú concibes preguntas y yo me limito a abrir tu corazón para ayudarte a darles forma. Los titubeos no parten de mí, y así debe ser —añadió, con un nuevo murmullo que indicaba acercamiento—; no creo que Elistan apruebe la fe ciega.

Tas advirtió la nota de sarcasmo que se desprendía de la voz del mago, pero Crysania no delató la menor suspicacia en su franca respuesta.

—No, mi anciano superior nos invita a inquirir sobre todo aquello que no comprendamos —explicó— y, con frecuencia, nos recuerda el ejemplo de Goldmoon, quien propició merced a sus preguntas el regreso de los auténticos dioses. Pero tu caso es distinto, en lugar de ilustrarme me propones interrogantes que me sumen en el desconcierto, en la consternación.

—Conozco esas emociones —susurró el hechicero, tan quedamente que el kender apenas le oyó.

La sacerdotisa se agitó en su asiento y Tas, al detectar su movimiento, se arriesgó a dar una rápida ojeada. Raistlin estaba a su lado, posada la mano en el blanco brazo. Al pronunciar él su breve frase Crysania se había aproximado aún más para, en un gesto instintivo, cubrir su mano con la suya. Habló al fin la dama, en un tal acceso de esperanza, júbilo y amor que el cuerpo del hombrecillo se estremeció hasta en los más hondos recovecos.

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