El Teorema (28 page)

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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

BOOK: El Teorema
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—¿Me estás diciendo…?

—Que alguien intentó hacer volar a David Caine. Sí, eso es exactamente lo que digo.

—¡Joder! —exclamó Forsythe, que se olvidó por un momento de la compostura—. ¿Fue Vaner?

—No, pero quizá estaba allí. —Grimes señaló de nuevo la pantalla, donde las imágenes se movían a cámara lenta—. La primera explosión puso en marcha una reacción en cadena. Debido a las obras de construcción, había varios camiones aparcados en la calle, además de un par de bidones de gasolina. No es prudente tener eso cerca de un fuego.

Uno tras otro, los camiones estallaron silenciosamente en la pantalla.

—Aquí es cuando aparece. —Grimes detuvo la imagen en una vista aérea de una mujer—. Lamentablemente, no conseguimos ninguna imagen clara de su rostro. Podría ser Vaner, pero también podría ser mi madre. Es imposible de decir. —Apretó otro botón y la cinta se puso en marcha—. ¿Lo ve? Corre hasta dar la vuelta a la esquina, como alma que lleva el diablo.

—¿Quizá corría para escaparse del fuego? —sugirió Forsythe.

Grimes negó con la cabeza.

—Ni hablar, amigo. Corre hacia el fuego. A menos que la tía sea una pirómana total, diría que corre hacia nuestro muchacho. —Grimes tocó la pantalla con la yema del dedo y trazó una línea imaginaria desde la mujer al sujeto que estaba apoyado en una pared.

—Entonces, ¿qué?

—No lo sé. —Grimes se encogió de hombros—. La última imagen que tenemos es de una mujer que corre hacia esta hilera de vehículos incendiados. Después, hay demasiado humo para ver algo.

—¿Qué pasa con los infrarrojos?

Grimes se giró en la silla para mirar al doctor Jimmy, como si le dijera: «No me diga cómo debo hacer mi trabajo».

—¿Caray, cómo es que no se me ocurrió? …Ya lo hice. Debido al calor del incendio los rayos infrarrojos no funcionan. Cuando se disipó el humo, ambos habían desaparecido.

—¿Qué hay del transmisor GPS que llevaba Vaner?

—Dejó de funcionar un par de minutos después de la explosión.

Forsythe permaneció en silencio durante una fracción de segundo antes de decidir que la culpa era de Grimes.

—Nadie, y lo repito, nadie se va a su casa hasta que hayas encontrado al objetivo. ¿De acuerdo?

—Lo que usted diga. —Grimes suspiró.

Forsythe salió de la habitación, con un sonoro portazo.

—Gilipollas —murmuró Grimes.

—Tommy —exclamó Caine—. Está muerto, ¿no? —le preguntó a la mujer.

—No lo sé —respondió Nava, pero Caine sabía que era una mentira. Sin mirarlo a los ojos, ella continuó curándole la rodilla. Era casi un alivio, el dolor físico lo ayudaba a soportar la pena por la muerte de Tommy. Se sentía tremendamente culpable. Si no lo hubiese llamado, Tommy nunca habría estado allí. Hubiese seguido viviendo su vida. Ahora… ahora estaba muerto.

—La explosión lo arrojó hacia el lado opuesto al tuyo —añadió Nava—. Quizá se salvó. Tú estás vivo. —Sostuvo la mirada de Caine—. Siento lo de tu amigo. Pero si has de sobrevivir a esto, tendrás que apartarlo de tu mente. Al menos por ahora.

Caine la miró, furioso. ¿Quién era ella para decirle que no llorara a su amigo? De pronto se sintió abrumado por la emoción. La culpa, la confusión, la gratitud, la pena, el miedo, la furia. Cada una lo cubrió como una ola, lo ahogó por un momento, y después se retiró para dar paso a la siguiente. Respiró profundamente y moqueó.

La desconocida tuvo la bondad de proteger su dignidad; simuló mirar a través de la ventana mientras él se enjugaba las lágrimas. En cuanto Caine consiguió dominarse, Nava continuó con la cura. Por alguna razón, ya no parecía dolerle tanto.

—¿Qué has hecho? —le preguntó.

—Un bloqueo del nervio. Disminuirá el dolor, al menos mientras reparo el cartílago.

Caine la observó por primera vez. No recordaba haber visto nunca a una mujer en mejor estado físico. El ceñido top negro dejaba a la vista los firmes músculos de los hombros y los brazos.

El estómago era plano como una tabla, las piernas eran largas y fuertes, sin un gramo de grasa.

La piel era impecable, de un tono moreno; tenía las facciones bien marcadas y la larga caballera castaña recogida en una práctica cola de caballo, dejaba ver un rostro que sin duda era hermoso cuando sonreía. Pero en ese instante su boca era una rígida línea horizontal y sus ojos castaños mostraban una mirada dura.

—¿Quién eres? —le preguntó, intrigado.

—Me llamo Nava Vaner.

—No, me refiero a quién eres tú. ¿Por qué me has salvado? ¿Qué quieres?

—Ésa es una pregunta mucho más complicada. —Nava suspiró y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la muñeca—. Ni siquiera sé si puedo responderme a mí misma.

Caine permaneció en silencio durante un segundo. Luego dijo sólo una palabra:

—Inténtalo.

Mientras Nava miraba a David, sintió un fuerte deseo de contárselo todo. Llevaba tanto tiempo sola, había vivido tan a fondo en la mentira que casi había olvidado la verdad. Contárselo era un riesgo; pero, sin saber por qué, le pareció que era lo más seguro que podía hacer. La voz en el fondo de su mente, la misma que la había mantenido viva todos esos años, le gritaba que mintiera.

Sin embargo la intuición le decía que todo iría bien si se lo contaba. Además, estaba Julia. Hasta entonces, todo lo que le había dicho se había cumplido; y ella le había dicho a Nava que David Caine era la persona en la que podía confiar. Nava continuó limpiándole la herida mientras pensaba.

Caine parecía entenderlo. No intentó presionarla o llenar el silencio con una charla inútil. En cambio esperó, con los labios apretados para soportar el dolor mientras ella le quitaba con todo cuidado los trozos de metal y cristal incrustados en la carne. Finalmente, Nava lo miró. Había tomado su decisión.

—Te mentí —dijo, con voz firme—. Mi verdadero nombre no es Nava Vaner, aunque lo llevo desde hace más de diez años. Cuando nací, mis padres… —Nava hizo una pausa, sorprendida por la emoción que le producía pensar en ellos—, mi madre me puso el nombre de Tanja Kristina.

Nava respiró profundamente. Ahora estaba preparada para relatar su historia.

—Tenía doce años cuando ella murió.

Capítulo 18

Hubo un accidente aéreo —dijo Nava. Recordaba aquella noche como si hubiese sido ayer—. Habíamos preparado un viaje para toda la familia. Iba a ser mi primer vuelo, pero la semana antes, tuve una pesadilla así que me negué a ir. Mi padre se quedó en casa conmigo, pero mi madre y mi hermana tomaron el avión. —Nava hizo una pausa—. Nunca regresaron.

—Lo siento —manifestó Caine.

Nava aceptó la condolencia en silencio. Se sorprendió al ver cuánto le dolía hablar de lo sucedido, incluso después de tantos años. Pero en cierta manera la tranquilizaba poder desahogarse, aunque lo hiciera con un extraño. Le parecía algo muy sincero, la primera interacción humana que había tenido en doce años que no estaba basada en una sarta de mentiras.

—El primer mes fue una auténtica pesadilla. Esperaba regresar a casa y encontrarme a mi madre en la cocina, pero… —Nava hizo una pausa—. Pero todos los días eran iguales. Ella seguía sin regresar… y yo seguía sola.

—Pero tu padre…

—En cierto sentido mi padre también murió aquel día —declaró Nava con amargura—. Después de la catástrofe nunca volvió a ser el mismo. Era como vivir con un fantasma.

Nava recordó aquel primer año, cuando su nombre todavía era Tanja, sola en la casa, con su padre. Él nunca se había perdonado por no haber hecho que su esposa y su hija se quedaran en casa. Pero en lugar de culparse a sí mismo, había responsabilizado a Tanja, y en consecuencia, Tanja no sólo había perdido a su madre y a su hermana cuando la bomba del terrorista había destrozado el avión, sino también a su padre.

Todas las noches, le preguntaba a Dios por qué se las había llevado. Luego lloraba. Lloraba porque los había perdido, porque su padre ya no la abrazaba y porque su madre ya no ahuyentaba al coco con sus besos. Pero por encima de todo, lloraba porque en secreto, en lo más profundo de su interior, se alegraba de no haber sido ella quien hubiese muerto. Eso era algo que nunca se perdonaría.

—¡Ay! —gritó Caine, y apretó los dientes.

—Lo siento —se disculpó Nava. Había estado tan ensimismada que sin darse cuenta le había movido la rodilla. Se enjugó una lágrima—. ¿De verdad quieres escuchar todo esto?

—Sí —respondió Caine, con una mirada pensativa—. Creo que es importante.

Nava asintió al comprender que lo era. Continuó con el relato.

—Estaba furiosa. Tenía doce años y buscaba a alguien a quien echarle la culpa. Entonces, una noche, oí a mi padre que hablaba por teléfono con uno de los líderes del partido. En aquel instante descubrí que los terroristas afganos habían sido los responsables de la caída del avión.

»Al día siguiente, cogí el autocar a Moscú y fui a la plaza Lubyanka, donde estaba el KGB. —A pesar de la amargura, Nava esbozó una sonrisa, al recordarse a sí misma como Tanja, la pequeña niña asustada que quería matar a los terroristas. Se preguntó cómo hubiese sido su vida de no haber escuchado la conversación de su padre. Probablemente nunca hubiese conocido al hombre que se convertiría en su segundo padre. Su nombre era Dmitry Zaitsev y le enseñaría muchas cosas en los años venideros. Incluso a matar.

Un día, unas pocas semanas después de que la rechazaran en Lubyanka, Tanja caminaba de regreso a su casa cuando un brazo fuerte le rodeó el pecho y otro el cuello. Comenzó a dar puntapiés y puñetazos con la ferocidad de un león acorralado. Los brazos aumentaron la presión.

No sabía que incluso en aquel primer momento Dmitry la estaba poniendo a prueba, para comprobar si el valor de Tanja desaparecería al enfrentarse con la muerte. Pero ella no se acobardó ante el ataque; continuó luchando con más fuerza, y descargó golpes con la cabeza contra el pecho del hombre una y otra vez hasta que él la sumió en la oscuridad.

Cuando volvió en sí, tenía la muñeca izquierda esposada al poste de una cama en un pequeño estudio al lado del Kremlin. En cuanto tomó conciencia de dónde estaba, saltó de la cama con tal violencia que estuvo a punto de dislocarse el brazo. Sin perder ni un segundo buscó librarse de la esposa, pero fue inútil. El hombre la dejó hacer durante unos minutos para que se diera cuenta de que estaba indefensa antes de hablar.

—Relájate.

Tanja se volvió para mirarlo, con una expresión de odio en el rostro. Respiró profundamente y le escupió. El escupitajo lo alcanzó en el hombro. Él se miró el hombro y después a Tanja, con una sonrisa.

—Buena puntería.

Tanja permaneció en silencio, aunque relajó un poco las mandíbulas.

—Me llamo Dmitry. ¿Cómo te llamas?

Tanja cruzó el brazo libre sobre su pecho infantil.

—Permíteme que te ayude. Te llamas Tanja Aleksandrov. Tu madre y hermana murieron hace tres meses, cuando la bomba colocada por un rebelde afgano destrozó el avión en el que viajaban. —La ira desapareció del rostro de Tanja—. Pertenezco al KGB. Combato a esos terroristas. Un amigo mío me dijo que tú querías sumarte a la lucha. ¿Es verdad?

Tanja miró los ojos de mirada fría. Después asintió lentamente.

—Muy bien. Si quieres ayudar, has de prometerme que harás todo lo que te diga.

—Eso depende de lo que quieras que haga.

—Me parece justo —señaló Dmitry—. Si hubieses aceptado sin más, habría sabido que eres una tonta o una mentirosa. Me alegra que no seas ninguna de las dos cosas.

—Pues yo me alegraré cuando me sueltes —replicó ella y sacudió la esposa.

—Si lo hago, ¿aceptarás escucharme?

Ella asintió.

Dmitry se acercó a la cama, con la precaución de mantenerse fuera del alcance de sus puntapiés. Abrió la esposa y se la quitó. Tanja se apresuró a darse un masaje en la muñeca enrojecida e hinchada.

—Ésta es tu primera lección: asegúrate de que las esposas estén bien apretadas; de lo contrario la persona que esposas podría escaparse.

Tanja permaneció en silencio. Pero tampoco intentó escapar. Tenía una enorme curiosidad.

—Ahora la lección número dos. —Dmitry se inclinó hacia ella, le cogió con delicadeza una de las horquillas que llevaba en el pelo al tiempo que volvía a esposarla.

—¡Eh! —protestó Tanja—. ¡Prometiste que me dejarías libre!

—Y tú me prometiste que me escucharías —replicó Dmitry. Sostuvo la horquilla delante de los ojos de Tanja—. Tal como te decía, pasemos a la lección dos: cómo abrir una cerradura. —Durante los diez minutos siguientes, Dmitry le explicó el funcionamiento interno de las cerraduras y le enseñó cómo una vulgar horquilla podía convertirse en una llave.

En cuanto acabó con la demostración, le devolvió la horquilla. Tanja se puso manos a la obra sin demora. Aunque tuvo que intentarlo unas cuantas veces, acabó por oír un chasquido y las esposas cayeron al suelo. La muchacha lo miró complacida y, por primera vez en meses, apareció una sonrisa en su rostro.

—Muy bien, Tanja. Ahora háblame de tu padre —ordenó Dmitry.

—Se llama Yegor… —El tremendo bofetón de Dmitry la hizo caer de la cama.

—Lección número tres: nunca le digas a nadie nada. —Dmitry enarcó las cejas—. Al menos, nada que sea la verdad.

Tanja se levantó lentamente. Se frotó la mejilla, que estaba roja como un tomate.

—Por hoy se acabaron las lecciones. Si quieres saber más, reúnete mañana conmigo en el callejón cuando salgas de la escuela. Si no es así, entonces olvídate de todo esto. Tuya es la decisión, pero nunca le cuentes a nadie lo que ha sucedido hoy, y mucho menos a Yegor. —Dmitry la miró con una expresión burlona—. A menos que quieras recibir algo más que una bofetada.

—Aguanta esto —dijo Nava mientras aplicaba un torniquete en el muslo de Caine. El torció el gesto, pero obedeció. Ella sabía lo mucho que le debía doler y se sintió impresionada por lo bien que lo toleraba.

—Sigue hablando —le pidió Caine, con el rostro bañado en sudor—. Dame algo en qué pensar aparte…

—De acuerdo. —Nava recordó los meses que habían seguido a su primer encuentro con Dmitry—. Nos encontrábamos en el callejón todos los días después del colegio. Caminábamos por las calles de Kitai Gorod y Dmitry me enseñaba historia rusa. Me hablaba de Pedro el Grande, cuando conquistó Estonia, de la revolución socialista de Lenin y de la filosofía marxista moderna, y yo siempre quería saber más. Ahora cuando lo recuerdo, sé que me estaba adoctrinando con la propaganda del partido. Pero entonces… bueno, me creía todas y cada una de sus palabras. Era padre y maestro a la vez, y yo su más aplicada alumna.

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