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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (8 page)

BOOK: El Teorema
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—Lo siento —se disculpó Julia, arrepentida de sus palabras—. No pretendía…

—No, no pasa nada. Tengo que enfrentarme a los hechos. Si esta última serie de pruebas no da los resultados que necesito, esos miserables burócratas de la universidad habrán ganado.

Petey tenía toda la razón; no eran más que burócratas. Si de verdad les importase la ciencia, no hubiesen abandonado el mundo de la investigación para convertirse en administradores. E iban a por él porque envidiaban su inteligencia, y no hacían más que ponerle trabas cada vez que él estaba a punto de cruzar el umbral del descubrimiento. Pero no podrían detenerlo. Estaba seguro de que sus últimos experimentos demostrarían su teoría. Cuando sucediera, vendrían corriendo a ofrecerle dinero y sus ideas serían calificadas de geniales.

Julia no podía esperar más. Él le había prometido que cuando eso ocurriera haría pública la relación y se acabaría el experimento. Suspiró y pensó con deleite en el alivio que sentiría cuando ya no tuviera que volver a… aquel lugar nunca más. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, el terror mezclado con una extraña sensación de ansiedad. Cerró los ojos y casi llegó a verlo, pero entonces desapareció.

Le resultaba difícil recordar aquel lugar cuando estaba despierta, pero todas las noches aparecía en sus sueños. Últimamente soñaba mucho. En sus sueños todas las cosas extrañas tenían sentido, pero tan pronto como se despertaba se volvían confusas. Durante unas cuantas semanas había soñado con números encerrados en esferas gigantescas rojas y blancas que brillaban tanto que le hacían daño en los ojos.

La noche anterior había soñado que jugaba al póquer, algo curioso porque ni siquiera conocía las reglas. Pero en el sueño era una jugadora extraordinaria y podía calcular todas las probabilidades en un abrir y cerrar de ojos, a pesar del repugnante olor a pescado podrido que había inundado su cerebro.

Petey decía que los sueños no significaban nada, pero Julia sospechaba que los causaban los experimentos. Por mucho que le entusiasmara ser parte del estudio de Petey, sabía que estaba mal, y que el día en que se acabaran las pruebas marcaría una nueva etapa en su relación. Se acabarían los encuentros en bares de mala muerte al otro extremo de la ciudad o hacer el amor en el laboratorio. Se volvió en la cama y estiró las piernas mientras con la mirada perdida imaginaba que él estaba a su lado.

¿Cómo sería despertar entre sus brazos? Harían el amor y luego ella le serviría el desayuno en la cama. Después de que se tomara el café (con leche, sin azúcar) volverían a gozar del sexo. Se acarició la cara interior de los muslos y sintió el calor que se extendía por su cuerpo.

Por primera vez en su vida, Julia era feliz. Mientras movía la mano por su vientre desnudo, comenzó a sonar la alarma del reloj. Sin vacilar ni un segundo, saltó de la cama y corrió al baño, donde tenía las píldoras. No había ninguna etiqueta en el frasco transparente. Petey no quería dejar ningún rastro que permitiera ligarlas con su laboratorio.

—Píldora, pil, pil, dora —cantó en voz alta y se rió de la tonta rima mientras sacaba dos píldoras de 50 miligramos. Últimamente le había dado por las rimas. No tenía muy claro el motivo, pero por la razón que fuera le parecía la mar de divertido. Por desgracia, Petey no parecía compartir su diversión. La primera vez que había hecho una rima después de hacer el amor, ella había notado que su cuerpo se ponía rígido, y no de una manera agradable. Si le preocupaba, dejaría de hacerlo. Lo único importante era que él fuera feliz.

Echó la cabeza hacia atrás y se tragó las dos píldoras. Luego bebió rápidamente un vaso de agua. Tenían un regusto amargo y a tiza que tardaba en desaparecer. Pero no era tan malo como el olor. Al principio se había asustado, pero Petey le había dicho que era un efecto neurológico secundario de menor importancia, nada que debiera preocuparla. Así que ella no había hecho caso.

Después de todo, Petey nunca le diría una mentira.

Las cosas no parecían mejor con la luz del día. Nava apagó el despertador de un manotazo y se dijo que no podía continuar de esa manera. Había estado vendiendo secretos norteamericanos a varios gobiernos sin ningún problema durante más de seis años, pero la noche anterior había sonado la campana de alarma. Sólo era una cuestión de tiempo que la atraparan o la mataran.

Si hubiese estado dispuesta a vender a los otros agentes de la CIA o negociar con tecnología armamentística, a estas alturas estaría viviendo en alguna isla tropical, pero ésas eran dos cosas que no estaba dispuesta a tocar. Nava sólo vendía información que consideraba útil para salvar vidas humanas o nivelar las diferencias. No le importaba si vendía terroristas palestinos al Mossad israelí o fotos de satélite de la República Checa al contraespionaje austríaco. No tenía lealtad ni país.

El pago de la noche anterior era el más grande que había conseguido, el resultado de más de ocho meses de trabajo. En esos momentos tenía un millón y medio de dólares en su cuenta en las islas Caimán. No era suficiente para vivir como una reina, pero sí lo suficiente para escapar. Se podía marchar de inmediato. No tenía más que coger los documentos de una de sus seis identidades y subirse al primer avión con destino a cualquier parte. En cuarenta y ocho horas habría desaparecido.

La idea era tentadora, pero impracticable. Aunque a la CIA no le haría ninguna gracia la desaparición de uno de sus asesinos, dudaba que fueran a perseguirla. Desafortunadamente, no podía decir lo mismo del Spetsnaz. Los norcoreanos nunca la dejarían tranquila. Quizá tardarían años, pero acabarían por encontrarla y la matarían.

No, escapar era imposible; necesitaba robar otra vez la información sobre la célula terrorista islámica itinerante del banco de datos de la CIA y entregársela a los norcoreanos. Después podría convertirse en un fantasma. Nada más acabar con los norcoreanos, se marcharía de Nueva York y comenzaría de nuevo. Acababa de tomar la decisión cuando su comunicador BlackBerry comenzó a vibrar.

Los mensajes siempre eran iguales: el lugar y la hora de la entrega de esa noche, donde recogería el disquete con los datos de su nueva misión. Aunque la transferencia física de la información sobre sus nuevas misiones era anticuada, seguía siendo la única manera de que la agencia tuviera la seguridad de que nadie más se enteraba. Sólo el mecanismo había cambiado.

Veinte años atrás los agentes recibían los informes de sus misiones imprimidos en impresoras matriciales; ahora les entregaban DVD fotosensibles que se volvían ilegibles a los veinte minutos de estar expuestos a la luz. El DVD sólo se podía leer en ordenadores con una configuración especial, como el que Nava tenía en la otra habitación, y que estaba equipado con una pequeña cámara. Servía para escanear la retina de la persona que miraba la pantalla y verificar que sólo la persona adecuada pudiera abrir el archivo con la información.

Nava fue al baño y se mojó la cara con agua fría antes de leer el mensaje en el BlackBerry. Cuando lo vio, se le paralizó el corazón. En lugar de la hora y la dirección, sólo había una palabra en la pantalla: «Preséntese».

La única persona que podía llamarla era su director. ¿Lo sabía? Imposible, estaba segura de que nadie la había seguido hasta su apartamento la noche anterior. Pero ¿qué otro motivo había para convocarla a una reunión personal? No, era ridículo. Si el director sabía que ella estaba vendiendo secretos del gobierno, no le hubiese pedido que acudiera a su despacho; en ese mismo instante habría un operativo armado a la puerta.

Sin embargo, quizá era eso lo que querían que creyera. En el caso de que intentaran detenerla por la fuerza, siempre existía la posibilidad de que se escapara, pero una vez dentro de la sede de la delegación de la CIA en Nueva York, no habría escapatoria posible. Si quería escapar, tenía que hacerlo inmediatamente, a menos que ya fuese demasiado tarde. Si ya estaban vigilando el apartamento, nunca le permitirían abandonar la ciudad.

Su mente funcionaba a tope, consciente de que disponía de muy poco tiempo para tomar una decisión. Al recibir el mensaje, el aparato había enviado automáticamente a la agencia su localización por GPS. Si no estaba en el despacho al cabo de media hora, sabrían que algo no iba bien. Nava cerró los ojos y respiró lenta y profundamente, a sabiendas de que el reloj corría.

Quedarse o huir. Las opciones no podían ser más sencillas. Pero no ocurría lo mismo con las repercusiones. Después de casi un minuto, Nava abrió los ojos: había tomado su decisión. Recogió sus armas favoritas: una Sigsauer de calibre 9 mm en la sobaquera, una Glock semiautomática del mismo calibre en la funda sujeta a la pantorrilla y una daga en la bota, junto con cuatro pasaportes falsos y cinco cargadores, y caminó hacia la puerta.

Antes de salir, miró de reojo a su apartamento por última vez. Dudaba que lo volviera a ver de nuevo. En cuanto salió a la calle, llamó a un taxi. Tendría que darse prisa.

Hacía tanto frío que Jasper veía el vaho de su respiración, pero no le importaba. El frío le parecía fantástico, el entumecimiento de los dedos helados le recordaba cómo era estar vivo. Estaba preparado para el ataque. Había dejado de tomar los antipsicóticos hacía unas semanas y prácticamente había eliminado los medicamentos de su organismo. Tenía la sensación de que alguien le había metido una manguera en la oreja para limpiarle todo aquel velo que le nublaba el cerebro. Si las calles no hubiesen estado tan abarrotadas, hubiese echado a correr por la acera por el puro placer de pasar corriendo delante de los edificios.

Se sentía de coña.

—¡Coña-ñoña-doña-roña! —gritó sin dirigirse a nadie en particular.

No le importó en lo más mínimo que algunos lo miraran con desconfianza. Le entusiasmaba hacer rimas. El sonido rebotaba dentro de su cabeza como una esfera perfecta.

No veía la hora de regresar a Filadelfia. Él…

«Todavía no puedes volver».

Jasper se detuvo tan súbitamente que alguien tropezó con él. Sin hacer caso del mundo físico, Jasper inclinó la cabeza hacia un lado como si estuviese intentando escuchar un sonido lejano. Había sido la Voz. La Voz que había sido su fiel compañera durante casi todo un año, hasta que los medicamentos la alejaron.

Cuando oyó el eco de la Voz en su cerebro comprendió cuánto la había echado a faltar. Amaba tanto a la Voz que quería llorar. Había un suave zumbido en los oídos, el aviso de que la Voz quería decirle algo. Jasper cerró los ojos. Siempre escuchaba mejor a la Voz con los ojos cerrados.

Tienes que quedarte.

«¿Por qué?»

Porque tienes que proteger a tu hermano.

«¿Qué le pasará?»

Muy pronto vendrán a buscarlo. Tienes que estar aquí, para ayudarlo.

«¿Quiénes vendrán?»

El gobierno.

«¿Por qué vendrán a buscarlo?»

Porque es especial. Ahora escucha atentamente…

Jasper escuchó, inmóvil en mitad de la acera, con la multitud que pasaba a su lado como si fuese una roca en mitad de un torrente. Cuando la Voz acabó de murmurar en su cerebro, Jasper abrió los ojos y sonrió. Se volvió y comenzó a caminar lo más rápido que podía, vivificado por la misión que iba a emprender.

Ayudaría a David. Su hermano no sabía que vendrían a buscarlo. Pero Jasper sí. Mientras siguiera fielmente las instrucciones de la Voz, todo iría sobre ruedas. Sin darse cuenta de las miradas airadas de los transeúntes que apartaba de su camino, Jasper comenzó a correr. Tendría que darse prisa.

Aún tenía que comprar un arma.

Capítulo 6

Nava se armó de valor cuando cruzó la puerta blindada del edificio de la delegación de la Agencia Central de Inteligencia en Nueva York. Si la intención era detenerla, lo harían allí, en el vestíbulo. Mientras las hojas de la puerta se cerraban, Nava miró a los dos guardias armados, en busca de alguna pista sobre sus intenciones. Pero sus expresiones eran impasibles.

Caminó lentamente hacia el último puesto de control. Las luces rojas del arco del detector de metales se encendieron cuando pasó, pero los guardias no la detuvieron. Sabían que estaba autorizada a llevar armas de fuego en el edificio. Apoyó la mano sobre el escáner que había junto a la puerta y esperó mientras la línea de luz blanca se deslizaba debajo de sus dedos.

Se oyó el chasquido de la cerradura electrónica y se abrió la puerta blindada. Nava entró mucho más tranquila. Lo primero que vio fue la recepción. Excepto por el escudo de la CIA en la pared, tenía el mismo aspecto que cualquier otro edificio de oficinas, incluida la pareja de recepcionistas: una guapa, la otra con aspecto de intelectual. Cuando Nava les dijo su nombre, la intelectual la llevó por un laberinto de cubículos hasta el despacho del director.

El director Bryce se levantó para estrechar la mano de Nava cuando ella entró en el pequeño despacho sin ventanas. Era un hombre alto y delgado, con el pelo canoso, ojos castaños, mirada aguda, y un apretón de manos firme. Se parecía más a un ejecutivo de la revista
Fortune
que a un agente de inteligencia. No perdió el tiempo y fue directamente al grano.

—La voy a trasladar.

—¿Qué? —Nava había estado preparada para oír que la arrestaba, y el anuncio la pilló por sorpresa.

—El laboratorio de Ciencia y Tecnología de la ASN va falto de personal y ha solicitado el envío de un agente.

Nava no salía de su asombro. La ASN tenía cinco veces más agentes que la CIA. Además, un traslado interdepartamental era algo desconocido. Debía de ser una trampa. Necesitaba reunir más información.

—Pero señor, no puedo.

Puede y lo hará. El traslado es efectivo inmediatamente.

Aquí tiene su nueva tarjeta de identificación —dijo Bryce y empujó una tarjeta flamante a través de la mesa—. Puede devolver la tarjeta de la agencia a seguridad cuando se marche.

—Señor, ¿por qué necesita la ASN a un agente de la CIA?

—Evidentemente no tienen el menor interés en decirlo, porque de lo contrario hubiesen solicitado nuestra ayuda en lugar de un traslado en toda regla —replicó el director. La inquina en la voz le dijo todo lo que ella necesitaba saber. El traslado no había sido cosa suya. Después de todo no era una trampa, sólo algo que le habían obligado a hacer.

—¿Por qué yo? —preguntó, todavía despistada.

—Usted es el único agente que en estos momentos no tiene una misión y que cumple los requisitos necesarios. —Al oír estas tres últimas palabras, todo encajó en su lugar. La única razón para que la ASN solicitara el traslado de un agente de la CIA como Nava es que necesitaban interrogar, secuestrar o matar a alguien. El director cogió una hoja de papel de la bandeja de su impresora láser y se la dio.

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