Authors: Ken Follett
Jeannie se picó. —Si te hubieran metido mano a ti, alcaide, ¿hubieras cometido la imprudencia de resistirte?
—Yo no soy una chica —replicó Temoigne con el aire del que pone sobre la mesa el as del triunfo.
Intervino Lisa, diplomática: —Debemos poner manos a la obra, doctora Ferrami... Nos queda un montón de trabajo por hacer.
—Tienes razón.
—Normalmente —dijo Temoigne—, tendríais que entrevistar al recluso a través de una reja. Habéis solicitado de modo especial estar con él en la misma habitación y desde las alturas me han ordenado que os lo permita. A pesar de todo insisto en que volváis a pensarlo. Ese hombre es un criminal peligroso y violento.
Un estremecimiento de angustia sacudió a Jeannie, pero se mantuvo exteriormente fría.
—Habrá un guardia armado en la estancia durante todo el tiempo que estemos con Dennis.
—Claro que sí. Pero me sentiría mucho más cómodo si hubiese una rejilla de acero entre vosotras y el preso. —Temoigne le dedicó una sonrisa zalamera—. Un hombre ni siquiera tiene que ser un psicópata para que le acose la tentación al verse ante dos jóvenes atractivas.
Jeannie se puso en pie bruscamente.
—Te agradezco tu preocupación, alcaide, de veras. Pero tenemos que cumplir determinados pasos, tales como tomar una muestra de sangre, fotografiar al sujeto y etc., cosas que no pueden realizarse a través de los barrotes. Además, ciertas partes de la entrevista tratan de temas íntimos y pensamos que, si una barrera artificial se interpusiera entre nosotras y el sujeto, eso comprometería nuestros resultados.
Temoigne se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que sabréis lo que hacéis. —Se levantó—. Os acompañaré al bloque de celdas.
Abandonaron el despacho y cruzaron un patio de tierra batida hacia una especie de bloque de hormigón de dos plantas. Un guardia abrió la puerta de hierro y les franqueó el paso. En el interior reinaba el mismo calor de horno que fuera.
—Robinson se encargará de vosotras a partir de ahora —dijo el alcaide—. Cualquier cosa que necesitéis, chicas, dadme un grito.
—Gracias, alcaide —dijo Jeannie—. Apreciamos tu colaboración.
Robinson era un negro tranquilizadoramente alto, de unos treinta años. Llevaba pistola en una funda abotonada y una porra de aspecto impresionante. Las introdujo en un locutorio de reducidas dimensiones, con una mesa y media docena de sillas amontonadas. Había un cenicero encima de la mesa y un refrigerador de agua en un rincón. El suelo estaba embaldosado en plástico gris y las paredes pintadas de un color similar. No había ventanas.
—Pinker estará aquí dentro de un minuto —dijo Robinson.
Ayudo a Jeannie y a Lisa a disponer la mesa y las sillas. Luego se sentaron.
Al cabo de un momento se abrió la puerta.
Berrington Jones se reunió con Jim Proust y Preston Barck en el Monóculo, un restaurante próximo al edificio que albergaba los despachos del Senado, en Washington. Era un local donde solían almorzar personas relacionadas con el poder y que estaba lleno de gente que conocían: congresistas, asesores políticos, periodistas, ayudantes de confianza. Berrington había llegado a la conclusión de que era una tontería tratar de ser discreto. Todos eran bastante conocidos, en especial el senador Proust, con su calva y su enorme nariz. De haberse reunido en algún local más o menos disimulado, no faltaría un reportero que los viese y se apresurara a publicar un comentario en plan chismoso preguntando por qué celebraban conciliábulos secretos. Era mejor ir a un sitio en el que varias personas les reconociesen y dieran por supuesto que celebraban una reunión acerca de sus legítimos intereses mutuos.
El objetivo de Berrington consistía en mantener sobre los raíles el trato con la Landsmann. Aquel negocio siempre había sido una aventura arriesgada, y ahora Jeannie Ferrami la había convertido en verdaderamente peligrosa. Pero la disyuntiva era renunciar a sus sueños. A su única oportunidad de hacer dar media vuelta a Norteamérica y situarla de nuevo en el camino de la integridad racial. No suponía que fuera demasiado tarde, no del todo. La visión de unos Estados Unidos blancos, cumplidores de la ley, practicantes de la religión y orientados hacia la familia podía convertirse en realidad. Pero ellos se encontraban ya cerca de los sesenta años de edad: si perdían aquella, no iban a tener otra oportunidad.
Jim Proust era el gran personaje, estentóreo y jactancioso; pero aunque a menudo hastiaba a Berrington, este sabía cómo buscarle las vueltas y convencerle. Preston, con sus modales suaves, era mucho más amable, pero también obstinado.
Berrington les llevaba malas noticias, y las expuso en cuanto el camarero hubo tomado nota de lo que deseaban tomar. —Jeannie Ferrami ha ido hoy a Richmond, a ver a Dennis Pinker.
Jim frunció el entrecejo.
—¿Por qué infiernos no se lo impediste?
La voz de Proust era profunda y áspera, resultado de años y años de aullar órdenes.
Como siempre, la actitud dominante de Jim irritó a Berrington.
—¿Qué se supone que tenía que hacer, atarla?
—Tú eres su jefe, ¿no?
—Estamos en una universidad, Jim, no en el jodido ejército.
—Bajemos el volumen, compañeros —dijo Preston nerviosamente. Llevaba unas gafas de montura negra y delgada: las había estado llevando de ese estilo desde I959, y Berrington no dejó de observar que ahora volvían a estar de moda—. Sabíamos que esto podía ocurrir en cualquier momento. Propongo que tomemos la iniciativa y lo confesemos todo inmediatamente.
—¿Confesar? —observó Jim, incrédulo—. ¿Acaso se supone que hemos hecho algo malo?
—Puede que la gente lo considere así...
—Permíteme recordarte que cuando la CIA sacó a relucir el informe que inició todo esto, «Nuevos avances de la ciencia soviética», el mismísimo presidente Nixon declaró que era la noticia más alarmante llegada de Moscú desde que los soviéticos dividieron el átomo.
—Puede que el informe no dijese la verdad... —apuntó Preston.
—Pero creímos que era verídico. Y lo que es más importante, nuestro presidente lo dio por bueno. ¿No os acordáis del maldito miedo que nos entró entonces?
Desde luego, Berrington se acordaba. La CIA había dicho que los soviéticos contaban con un programa de procreación de seres humanos. Mediante el mismo planeaban crear científicos perfectos, ajedrecistas perfectos, atletas perfectos... y soldados perfectos. Nixon ordenó a la Unidad de Investigación Clínica del ejército de Estados Unidos, como se denominaba entonces, que concibiera un programa paralelo y descubriese el modo de engendrar soldados norteamericanos perfectos. A Jim Proust se le encargó la tarea de llevarlo a la práctica.
Recurrió de inmediato a Berrington en busca de ayuda. Unos cuantos años antes, Berrington había dejado estupefactos a todos, en especial a su esposa, Vivvie, al alistarse en el ejército precisamente cuando el sentimiento antibélico hervía entre los hombres de su edad. Fue a trabajar a Fort Detrick, en Frederick (Maryland), donde emprendió una investigación sobre el cansancio en los soldados. A principios de los setenta era la máxima autoridad mundial en características hereditarias del personal castrense, tales como agresividad y resistencia física. Mientras tanto, Preston, que permaneció en Harvard, llevó a cabo una serie de avances en el terreno de la fertilización humana. Berrington le persuadió para que dejase la universidad y pasara a formar parte del gran experimento, junto con él y con Proust.
Había sido el momento más glorioso de Berrington.
—También me acuerdo de lo emocionante que era —dijo—. Estábamos en la primera línea de la ciencia, situando a Estados Unidos en el buen camino, y nuestro presidente nos había pedido que continuáramos trabajando.
Preston jugueteó con su ensalada.
—Los tiempos han cambiado. Ahora ya no constituye ninguna excusa decir: «Lo hice porque el presidente de Estados Unidos me pidió que lo hiciera». Hay hombres que fueron a la cárcel por hacer lo que el presidente les encargó.
—¿Qué tuvo aquello de malo? —preguntó Jim malhumoradamente—. Era secreto, si. Pero ¿qué hay que confesar, por el amor de Dios?
—Estábamos en la clandestinidad —especificó Preston.
Jim se sonrojó bajo su bronceado.
—Transferimos nuestro proyecto al sector privado.
Eso no dejaba de ser un sofisma, pensó Berrington, aunque se abstuvo de crear polémica expresándolo en voz alta. Aquellos payasos del Comité para la Reelección del Presidente se dejaron atrapar dentro del hotel Watergate y todo Washington corrió asustado. Preston creó la Genético como empresa particular limitada y Jim aportó suficientes contratos militares tipo «pan y mantequilla» para hacerla financieramente viable. Al cabo de una temporada, las clínicas de fertilidad se convirtieron en un negocio tan lucrativo que sus beneficios sufragaban los gastos del programa de investigación sin necesidad de la ayuda del estamento militar. Berrington regresó al mundo académico y Jim pasó del ejército a la CIA y después ingresó en el Senado.
—Yo no digo que estuviésemos equivocados... —dijo Preston—, aunque algunas de las cosas que hicimos eran contrarias a la ley. Berrington no deseaba que sus dos compañeros adoptasen posiciones concentradas exclusivamente en aquel asunto. Intervino, manifestando en tono tranquilo: —Lo irónico es que se demostró que era imposible procrear ciudadanos perfectos. Todo el proyecto circulaba por una vía errónea. La procreación natural era demasiado inexacta. Pero fuimos lo bastante inteligentes como para ver las posibilidades de la ingeniería geneático.
—En aquellas fechas nadie había oído hablar siquiera de esas malditas palabras —rezongó Jim mientras cortaba un trozo de filete.
Berrington asintió.
—Jim tiene razón, Preston. Debemos estar orgullosos, no avergonzados, de lo que hicimos. Si piensas en ello, te das cuenta de que realizamos un milagro. Nos asignamos la tarea de averiguar si determinados rasgos, como inteligencia y agresividad, son genéticos; acto seguido, llevamos a cabo la identificación de los genes responsables de esos rasgos; y, por último, los convertimos en embriones en tubos de ensayo... ¡y estuvimos a dos dedos del éxito!
Preston se encogió de hombros.
—Toda la comunidad de la biología humana ha estado trabajando con la misma agenda...
—No del todo. Nosotros teníamos nuestro punto de mira bien enfocado y colocábamos nuestras apuestas lo que se dice cuidadosamente.
—Eso es verdad.
Los dos amigos de Berrington, cada uno a su modo particular, se estaban desahogando. Eran muy previsibles, pensó Berrington con afecto: quizá todos los viejos amigos siempre lo son. Jim había vociferado y Preston había gimoteado. Ahora estaban ya lo bastante tranquilos como para echar una mirada objetiva a la situación.
—Esto nos envía de nuevo a Jeannie Ferrami —dijo Berrington—. En cuestión de uno o dos años, esa mujer puede decirnos cómo crear personas agresivas sin que se conviertan en criminales. Las últimas piezas del rompecabezas empiezan a encajar en su sitio. El traspaso a la Landsmann nos brinda la oportunidad de acelerar el programa, así como también la ocasión de implantar a Jim en la Casa Blanca. Este no es el momento de echarnos atrás.
—Todo eso está muy bien —dijo Preston—. Pero ¿qué vamos a hacer? La organización Landsmann tiene un maldito código ético, ya lo sabes.
Berrington se tragó un par de brusquedades.
—Lo primero es meternos en la cabeza la idea de que aquí no tenemos una crisis, sólo un problema —dijo—. Y ese problema no es la Landsmann. Sus contables no descubrirán la verdad ni aunque se pasen cien años examinando nuestros libros. Nuestro problema es Jeannie Ferrami. Hemos de impedir que averigüe más detalles, al menos hasta el lunes que viene, cuando firmemos los documentos del traspaso.
—Pero no puedes ordenárselo —articuló Jim sarcásticamente— porque estamos en una universidad, no en el jodido ejército.
Berrington asintió. Ahora los había inducido ya a pensar del modo que quería.
—Cierto —dijo en tono sosegado—. No puedo darle órdenes. Pero hay formas más sutiles de manipular a las personas que las que utilizan los militares, Jim. Si vosotros dos dejáis este asunto en mis manos, arreglaré las cosas con ella.
Preston no estaba muy convencido.
—¿Cómo?
Berrington ya le había dado vueltas en la cabeza a aquella cuestión. No tenía ningún plan, pero sí una idea.
—Creo que hay un problema en torno a la utilización por su parte de bases clínicas de datos. Suscita cuestiones éticas. Me parece que puedo obligarla a suspender esa utilización.
—Sin duda ha debido cubrirse.
—No necesito una razón válida, me basta con un pretexto.
—¿Cómo es la chica? —preguntó Jim.
—Unos treinta años. Alta, muy atlética. Pelo oscuro, un aro en la nariz, conduce un viejo Mercedes rojo. Durante mucho tiempo tuve una opinión muy alta de ella. Anoche me enteré de que hay sangre infecta en la familia. Su padre es un individuo del tipo criminal. Pero la muchacha es también inteligente, luchadora y tenaz.
—¿Casada, divorciada?
—Soltera y sin compromiso.
—¿Un cardo?
—No. Es guapa. Pero difícil de manipular.
Jim asintió pensativamente.
—Aun contamos con un sinfín de amigos leales en la comunidad del contraespionaje. No costaría mucho conseguir que una mujer así desapareciera.
Preston puso cara de susto.
—Nada de violencia, Jim, por el amor de Dios.
Un camarero empezó a llevarse los platos y guardaron silencio hasta que se retiró. Berrington sabía que no le quedaba más remedio que participarles las noticias que la noche anterior le contó la sargento Delaware.
—Hay algo que es preciso que sepáis —dijo, apesadumbrado—. El domingo violaron a una muchacha en el gimnasio. La policía ha detenido a Steve Logan. La víctima lo señaló en una rueda de reconocimiento.
—¿Lo hizo él? —preguntó Jim.
—No.
—¿Sabes quién lo hizo?
Berrington le miró a los ojos.
—Sí, Jim, lo sé.
—¡Oh, mierda! —exclamó Preston.
—Quizá deberíamos hacer que los chicos desaparecieran.
A Berrington se le formó en la garganta un nudo tan tenso que amenazaba con asfixiarle y comprendió que se estaba poniendo rojo. Se inclinó a través de la mesa y apuntó con el dedo índice al rostro de Jim.