El tercer lado de los ojos (22 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: El tercer lado de los ojos
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—Es el mismo tío que LaFayette Johnson dijo que había visto entrar en la casa de tu sobrino.

—Eso parece. O él o su hermano gemelo. Esto nos pone ante dos deducciones obvias, quizá tres.

—¿Las dices tú o las digo yo?

Jordan hizo una seña hacia el detective James Burroni.

—Dilas.

—La primera es que el sujeto que mató a Gerald Marsalis es el mismo que ha matado a Chandelle Stuart. La segunda es que ella conocía a su asesino, o de lo contrario no le habría abierto. La tercera es que, con toda probabilidad, también la primera víctima lo conocía.

—Exacto. Y queda una cuarta, pero, más que una deducción, a estas alturas ya es una obsesión...

Burroni frunció el entrecejo en una pregunta muda. Jordan le comunicó su conjetura.

—Es muy probable que la posible tercera víctima conozca también a la persona que se propone asesinarla. Y nosotros debemos descubrir quiénes son la una y la otra, antes de encontrarnos ante el cadáver de Snoopy, tal vez pegado a su casita.

21

Cuando Jordan abrió la puerta de la casa, estaba saliendo el sol.

Las nubes de lluvia, volubles, se habían ido siguiendo al viento y ahora una luz rojiza se deslizaba por las paredes de los rascacielos y desalojaba las sombras hacia el fondo de las calles. Para Nueva York aquella era otra noche para olvidar. No sería la última. Jordan solo habría deseado que fuera la última que estuviera obligado a ver. Dejó sus reflexiones fuera tras cerrar la puerta y lo recibió la tenue fragancia a vainilla que persistentemente flotaba en el aire tras la llegada de Lysa a aquella casa y a su vida.

En la sala, que parecía vacía, vio que el televisor estaba encendido, con el sonido casi al mínimo. Dio unos pasos hacia el centro de la habitación y la vio. Lysa estaba recostada en el sofá, frente al aparato; respiraba suavemente mientras dormía, tapada con una liviana manta escocesa. Mientras la observaba en ese momento de indefensa intimidad, Jordan se sintió un intruso.

Apagó el televisor como si con ese gesto pudiera alejar al mismo tiempo su incomodidad. La falta de aquel apagado sonido despertó a Lysa. Advirtió su presencia, de pie detrás del sofá, y abrió un instante los ojos. Jordan se asomó por encima de él y le pareció que miraba el abismo con los pies apoyados en un suelo de cristal. El color de sus ojos era el tesoro de los piratas, era la sombra de las nubes sobre un campo de espigas, era tener enfrente algo que hasta entonces ni siquiera sabía que fuera posible soñar.

Se sintió estúpido mientras se dejaba llevar por aquellos pensamientos.

Lysa cerró de nuevo los ojos, se volvió de costado y se acurrucó con la sonrisa perezosa y tranquila de una persona que al fin se siente segura.

—Ah, ya has vuelto.

La naturalidad con que su voz soñolienta pronunció aquellas pocas palabras y la familiaridad que contenían penetraron como un estilete en la coraza de Jordan. Él siempre había vivido solo, y cuando una voz le preguntaba el motivo de aquella soledad, prefería no contestar. En el pasado su vida se había cruzado muchas veces con otras. Hombres con los cuales había intercambiado palabras y gestos de afecto y de confianza, y mujeres que llegaban con la promesa de algo que confundían con el amor. En suma, a todos ellos les había permitido sembrar solo un poco de viento, y todos se habían marchado tras recoger su pequeña tempestad.

Lysa abrió otra vez los ojos y volvió en sí con un sobresalto, como si la llegada de Jordan la hubiera cogido por sorpresa en un estado de duermevela. Se sentó en el sofá y enseguida se levantó.

—¿Qué hora es?

—Las seis y media.

—¿Qué ha ocurrido esta noche?

—Ya sabes que ha muerto otra persona.

Lysa no pidió más explicaciones, y Jordan se lo agradeció interiormente.

—Estaba mirando la televisión para ver si hablaban de ello, y me quedé dormida.

—Es extraño, pero esta vez hemos logrado impedir que se filtrara cualquier información a los bárbaros de los medios. Roma, por lo que sé, está a salvo. Por el momento, al menos.

Lysa fue a la cocina. Su voz le llegó junto con el ruido del frigorífico que se abría.

—¿Te apetece un café?

—No, gracias; ya he desayunado en el bar de enfrente. Ahora lo único que necesito es una ducha que me convierta de nuevo en un ser humano.

Tras dejar a sus espaldas la promesa de un delicioso aroma a café, Jordan se dirigió hacia la habitación de huéspedes, se desnudó y dejó las prendas desordenadamente sobre la cama. Mientras lo hacía se vio obligado a admitir lo absurdo de aquella situación.

«En el fondo, no ha cambiado nada.»

Sin embargo, le había bastado desplazarse unos metros por su casa para comprobar que se había convertido en un huésped. Entró en el cuarto de baño y encontró en el espejo su imagen de siempre, aunque no conseguía definirla del todo. Ya no era la misma persona que hacía poco más de dos semanas rondaba por aquel piso con un casco en la mano, la expectativa de un viaje por delante y un signo de interrogación al final del camino.

Las cosas habían cambiado.

Las ganas de huir aún seguían allí, pero ahora temía saber de qué.

Abrió el grifo y se metió bajo la ducha. Se enjabonó la piel con la esperanza de arrancar aquel olor penetrante y dulzón de la cola y la pegajosa sensación de mugre que siempre sentía tras acudir al lugar de un crimen.

Comenzó su juego habitual con el regulador de la temperatura del agua.

Caliente. Fría.

«Gerald. Chandelle.»

Caliente. Fría.

«Linus. Lucy.»

Caliente. Fría.

«La manta. El piano.»

Y Lysa...

«Caliente. Fría.»

Con un gesto enfadado movió la palanca y cortó el chorro de agua. Salió goteando y se puso el albornoz. Se secó y se afeitó rápidamente. Poco después, el líquido de la loción para después del afeitado le trajo el habitual escozor placentero y reconfortante. Se puso unas gotas de colirio en los ojos enrojecidos por la falta de sueño y volvió a observar su imagen en el espejo. Durante un segundo se sorprendió tratando de mirarse con los ojos de Lysa. Pero al instante siguiente se sorprendió por ello, por lo que siempre había sido él y por lo que era ella.

El sonido del móvil lo devolvió a la realidad. Fue a coger el aparato, que había dejado sobre la cama, y contestó mientras empezaba a vestirse.

—Diga.

—Hola, Marsalis. Soy Stealer, el médico forense.

—Qué rapidez.

—Ya le había dicho qué pasaría. Quizá debería haber sido profeta en lugar de patólogo. En fin, la autopsia todavía no está terminada, pero creo que hay un par de cosas que le será útil saber.

—Lo escucho.

—Aparte de confirmarle que la causa de la muerte fue asfixia por estrangulación, debo decirle que la víctima tuvo una relación sexual. Y, por lo que se observa, la tuvo después de ser asesinada.

—¿Quiere decir que el asesino primero la estranguló y después la violó?

—Exacto. Hemos encontrado rastros de lubricante de un preservativo. Espero que lo que voy a decirle se deba a una casualidad, porque de lo contrario me da miedo pensar hasta qué punto de burla y de locura puede llegar este individuo.

Jordan aguardó con calma la conclusión del patólogo.

—El profiláctico era de esos que tienen efecto retardante para el hombre y estimulante para la mujer.

—Dios santo, pero ¿con qué clase de loco perverso tenemos que vérnoslas?

—Pues con un loco perverso que ha tenido bastante mala suerte. Ha sucedido algo bastante lamentable... Para él, evidentemente. El preservativo era defectuoso.

—¿Y entonces?

—En la vagina de Chandelle Stuart ha quedado una pequeña cantidad de líquido seminal. Pequeña pero suficiente para hacer el análisis de ADN. Ya lo he pedido.

Jordan sostuvo el teléfono con el hombro y se sentó en la cama para ponerse los calcetines.

—Perfecto.

—Así es. No es habitual que un asesino deje su tarjeta de visita.

—Ya. Lástima que no nos dé el nombre, el apellido y la dirección.

—Ese ya no es mi problema.

Jordan interpretó que Stealer no pretendía ser sarcástico; solo reconocía sus límites.

—Sí... ¿Marcas en el cuerpo?

—Rastros de cola en las muñecas. Probablemente se mezcló con el pegamento de la cinta adhesiva.

A Jordan no le sorprendió; en realidad lo daba por descontado. Del mismo modo que había dado por descontado que la cola empleada para pegar el cuerpo de Chandelle Stuart al piano era la misma con la que se había fijado la manta a la oreja de Gerald.

—¿Otros detalles?

—Además de los cardenales del cuello, nada. A pesar de las apariencias, no hay señales de lucha. El único detalle curioso es que bajo las uñas hemos encontrado unos minúsculos fragmentos de fibra. La brigada científica ha comprobado que son iguales a las del vestido rasgado que encontramos en el suelo.

—Como si se lo hubiera arrancado ella misma.

—Exacto. Por lo demás, hay algunos cardenales aquí y allá, pero bastante anteriores a la fecha de la muerte.

Pensando en la declaración de Randall Haze, a Jordan no le costó imaginar cómo se los había hecho.

—Una última cosa, aunque no sé si servirá.

—A estas alturas, todo sirve. Dígame.

—En las ingles hay rastros de una pequeña intervención de cirugía plástica; creo que pudo haberse hecho para borrar un tatuaje. Por el momento es todo lo que puedo decirle.

—Me parece más que suficiente. Se lo agradezco, Stealer.

—Que tenga usted un buen día.

—Si llega a serlo, será gracias a usted.

Jordan colgó y echó el móvil sobre la cama. Abrió el armario y eligió una camisa limpia. Mientras terminaba de vestirse, en su interior crecía tímidamente cierto optimismo. Se puso el reloj y miró la hora. Eran casi las siete, y pese a la noche sin dormir se sentía despierto y activo. La adrenalina que le aportaban las nuevas pruebas había sustituido con eficacia las horas que habría pasado dando vueltas en la cama, persiguiendo una intuición que no se dejaba capturar.

Cogió el casco y la cazadora. Pensó que era un día perfecto para dar un paseo en moto. Hasta Poughkeepsie, tal vez. Quedaba más o menos a mitad de camino entre Nueva York y Albany, y con la Ducati llegaría en poco tiempo. Volvió a la sala. Mientras tanto, Lysa también se había cambiado y estaba de pie frente a la ventana. Por encima de los tejados, el sol había dejado de ser una promesa y ahora era una realidad luminosa en un cielo azul y límpido de comienzos de verano.

Cuando oyó sus pasos en el suelo de madera, se volvió hacia él. Lo que dijo al verlo entrar en la habitación parecía en realidad un pensamiento en voz alta.

—Tienes los ojos del mismo color.

—¿De qué?

—Del cielo.

—En este momento es lo único que tenemos en común.

Se quedaron un instante en silencio. Luego la mirada de Lysa se detuvo en el casco y la cazadora que él sostenía en la mano.

—¿Sales?

—Sí. Tengo algo que hacer.

A Jordan le gustó ese cambio de tema; siempre se sentía incómodo ante los comentarios sobre su aspecto físico. Lysa seguía mirando el casco, fascinada.

—¿Cómo es ir en moto?

—Es peligroso, siempre. Y veloz, si quieres. Pero la recompensa es que puedes encontrar la libertad.

Lysa lo miró en silencio. Jordan empezaba a conocer esos momentos en los que una sonrisa irónica se deslizaba por la comisura de su boca y sus ojos adoptaban una expresión socarrona.

Cuando habló, sus palabras eran una provocación disfrazada de inocencia.

—¿Crees que yo la encontraría?

Jordan respondió sin pensar.

—Solo hay un modo de averiguarlo. Debo ir a un lugar cerca de aquí. ¿Te gustaría venir conmigo?

Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, las palabras ya habían salido y era imposible echarse atrás.

—No tengo casco.

Jordan se encontró en la situación del jugador que está obligado a volver a tirar para tratar de recuperarse. Por otra parte, era él quien había hecho girar la rueda y había lanzado la bola. Ahora no tenía otro remedio que esperar y ver qué número saldría.

—No hay problema. Al otro lado de la calle, en la Sexta, hay una tienda donde suelo comprar cosas para la moto. Podemos pasar por allí y comprarte uno.

—A esta hora estará cerrada.

—El dueño es amigo mío y duerme en la trastienda. No se pondrá contento, pero se despertará.

—De acuerdo. Dame un segundo.

Lysa desapareció por el pasillo; volvió poco después, vestida con unos vaqueros, una chaqueta de piel y botas de estilo vagamente
country
. Se había recogido el pelo en una cola de caballo. Para Jordan, estaba más luminosa que el día que los esperaba fuera.

—Lista.

Jordan no estaba totalmente seguro de poder decir lo mismo. Pero como no era más que un hombre, en ese momento hizo lo único que podía hacer: mentir.

—También yo lo estoy.

Sin embargo, mientras bajaban la escalera se sintió bien, mejor que en mucho tiempo. Como todos los seres humanos, también él gastaba más fantasía en buscar excusas que en vivir. Así, prefirió atribuir aquella nueva sensación a su entusiasmo por la investigación, antes que admitir que se debía a la perspectiva de pasar un día en compañía de Lysa.

22

La moto significaba viajar sin necesidad de palabras.

Jordan recordaba que, a partir de un momento de su vida, no le había resultado ni fácil ni difícil prescindir de la comodidad de tener un techo sobre la cabeza o de la danza hipnótica de los limpiaparabrisas o de la comodidad de un cenicero. Había sido algo natural, tanto como prescindir de aquellas dos ruedas. La moto era la espera bajo un paso elevado con la mirada vuelta hacia el cielo y aguardando que parara la lluvia. Era el ojo de un cíclope encendido en la noche. Era velocidad cuando convenía pero, como le había dicho a Lysa, sobre todo era libertad, de la que nunca se tiene bastante. Incluso ahora, que no era libre del todo. Sobre todo ahora que, como en todas las pequeñas hipocresías humanas, apartaba la mirada para no descubrir por qué no lo era.

En Amazing Race, la tienda de su amigo, compraron un casco integral para Lysa. Jordan vio cómo desaparecía su cara en el ritual de ponerse el casco, lo que de algún modo daba a todo motociclista algo de épico, de tiempos en que la tecnología solo se representaba con una armadura hecha con el martillo de un herrero. Era un insaciable deseo de aventura, o quizá la necesidad inconfesada de esconderse con la excusa de protegerse.

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