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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (53 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Si Roscoe conseguía sacar la bombona de su lugar y dirigirla contra él, Jordan recibiría un chorro de casi doscientos grados bajo cero que le provocaría la misma quemadura que una lanza térmica.

Maureen tenía solo una fracción de segundo para tomar una decisión.

Y la tomó.

Se echó sobre el suelo, de costado, con las piernas en dirección a Roscoe. En esa posición, empuñó la pistola y trató de apuntar. Se dijo que, si alcanzaba su blanco, habría agotado toda la suerte de que disponía en los próximos años.

Pero si fallaba y daba a una de las bombonas situadas detrás del doctor, no habría próximos años. El contenedor de acero explotaría y esa parte de la casa se convertiría en un pequeño cráter tapizado con los pedazos de sus cuerpos.

—Al suelo, Jordan.

Maureen gritó su advertencia y apretó el gatillo una fracción de segundo después de que el doctor lograra extraer el tubo.

El disparo resonó en la habitación como el tañido de una enorme campana fúnebre.

Roscoe giró de golpe la cabeza hacia ella, como si en lugar del disparo hubiera oído gritar su nombre. Se quedó mirándola un momento como si Maureen fuera una persona a la que estaba seguro de conocer pero cuyo nombre no lograba recordar.

Luego vaciló un poco, al tiempo que inclinaba la cabeza y fijaba la vista en el agujero que tenía en el pecho y la mancha de sangre que se agrandaba hasta cubrirle el logo de la camisa Ralph Lauren.

La mano que sostenía el tubo del que salía el chorro de nitrógeno líquido perdió la fuerza, y el conducto se dobló hacia abajo. El flujo helado fue a parar a los tobillos y a los pies de Roscoe, pero al parecer él no notaba la terrible quemadura que el líquido debía de hacer en su carne. Cayó primero sobre una rodilla y, al cabo de un interminable momento, cerró los ojos y resbaló al suelo con la cara hacia delante, cubriendo el tubo con su cuerpo y bloqueando con el peso gran parte del flujo helado.

Mientras se incorporaba, Maureen no podía apartar los ojos del cadáver del doctor William Roscoe. A pesar del estruendo del disparo, continuaba oyendo en los oídos sus palabras de amenaza.

«En el preciso momento en que Julius Whong recupere su libertad, tú perderás la vista.»

Luego paseó la mirada por el laboratorio en busca de Jordan; temía que le hubiera alcanzado de algún modo el nitrógeno que se esparcía por el suelo.

Al oír la advertencia de Maureen, Jordan había vuelto la cabeza hacia ella y le había bastado un rápido vistazo para entender lo que iba a suceder. Se arrojó al suelo sobre el lado izquierdo, mientras rogaba que el golpe en el hombro no hiciera que se desmayara.

No perdió la conciencia pero volvió a ver las mismas estrellas y las mismas constelaciones que había visto poco antes en el jardín, al caer del muro.

Le pareció que la temperatura de la habitación bajaba con rapidez; desde un lugar lejano percibió que la voz de Maureen le gritaba algo.

—¡La bombona! Jordan, debes cerrar la bombona.

Con las pocas energías que le quedaban, trató de levantarse. El alivio que sintió Maureen cuando vio que se estaba incorporando fue tan grande como el frío que invadía la estancia.

En lugar de ir a cerrar la válvula de la bombona, Jordan, con toda la velocidad que podía, dio la vuelta al mostrador y la agarró de un brazo.

—Ven, vámonos de aquí, deprisa.

Subieron volando los tres escalones de la galería, con el aliento que ya dibujaban la angustia y el frío delante de sus bocas. Avanzando a duras penas, Jordan y Maureen subieron la escalera y salieron al aire libre, para recuperar un poco de calor y librarse del hielo que sentían dentro, cuya principal causa no era el nitrógeno líquido.

52

—¿Todavía te duele la espalda?

Jordan bebió un sorbo de café y meneó la cabeza.

—No. Ya casi ha pasado.

Maureen y Jordan estaban sentados el uno frente al otro a una mesa del Starbucks Café que había en la Madison Avenue; eran dos figuras polvorientas y cansadas tras un cristal en el que se reflejaba el tráfico de la mañana. La noche sin dormir los había dejado ojerosos. Las cosas de las que se habían enterado eran una cicatriz más en la memoria, otra muestra de la locura en que podía caer la mente de un hombre.

No había en ellos ninguna exaltación ni sensación de triunfo; solo el agotamiento de los combatientes, inmersos en la languidez de la batalla recién concluida y aturdidos por estar todavía vivos.

Cuando todo se hubo resuelto, Jordan llamó a Burroni para explicarle dónde estaban y qué había sucedido.

Al poco rato comenzó el habitual ir y venir de luces, cintas amarillas y vallas, camionetas y médicos forenses. Se marcharon antes del inevitable asalto de los medios de información. Se volverían locos con aquella historia que tenía como protagonistas a dos personas que no pertenecían a la policía, dos voces ajenas al coro pero que acababan de demostrar su pleno derecho a formar parte de él.

Al abandonar la casa grande y lóbrega de la calle Henry, vieron el cuerpo del que había sido el desdichado y refinado doctor Roscoe que desaparecía en el vientre de una ambulancia, cubierto por esa tela que era la única elegancia que consentía la muerte.

Burroni se acercó mientras subían a un coche patrulla.

—Me gustaría saber cómo lo habéis hecho, aunque sospecho que nunca conoceré la verdad. De todos modos, felicitaciones.

Los saludó con un gesto y volvió a sus ocupaciones; su gorra negra parecía flotar en medio de la pequeña muchedumbre de adictos al trabajo. A ellos dos los acompañaron a la sala de guardia del hospital St. Charles, en Brooklyn, donde un traumatólogo colocó en su sitio el hombro de Jordan y se lo sujetó con un vendaje. Por la placa de rayos X que le hicieron, el médico se mostró bastante pesimista con respecto a la lesión. Probablemente tendría que someterse a una intervención menor para curar los ligamentos dañados y recuperar la completa movilidad del hombro.

A Maureen le curaron una pequeña quemadura en una pierna, provocada por el contacto con los vapores de nitrógeno líquido. Ahora estaban sentados frente a una taza de café, que ambos necesitaban. Era un momento que se debían, una pausa necesaria para aclarar todo lo ocurrido.

—¿Cómo dedujiste que era él?

—Te dije que había algo que no conseguía recordar, la sensación de que había un detalle que se me escapaba. Anoche, sin la ayuda de ninguna visión, supe qué detalle era.

—¿Cuál?

—Cuando Roscoe me quitó las vendas después de la operación y abrí los ojos, por un instante lo vi inclinado sobre mí con las manos a la altura de mi cara. Después la imagen desapareció en la oscuridad y, como puedes imaginar, me sentí morir. Pensaba que la operación no había servido para nada, que me quedaría ciega para siempre. Pero a continuación la luz volvió y volví a ver su cara, en primer plano. El alivio fue tal que olvidé un detalle determinante. Entre las dos figuras había una diferencia que apenas pude identificar.

—¿Cuál?

—En la primera imagen que vi de él, Roscoe no llevaba la bata, pero cuando volví a verlo, sí. Esto significaba una cosa...

Jordan esperó en silencio la conclusión inevitable. Aunque podía adivinarla, de todos modos se le erizó la piel.

—Cuando me quitó las vendas, la cara que encontré frente a mí no fue lo primero que vi yo, sino lo último que vio Gerald Marsalis. La cara de su asesino.

Jordan se apoyó contra el respaldo de la silla. No podía ser de otro modo. Un final absurdo para una historia absurda. El problema era que, a pesar de los hechos, ambos tendrían que seguir viviendo en un mundo de gente normal.

Jordan terminó su café y arrojó el vasito de cartón en la papelera.

—¿Qué harás ahora?

Maureen hizo un gesto de impotencia, aunque no de desolación. Había fuerza en ella, y Jordan la percibía como un aura.

—¿Qué puedo hacer? Volveré a Italia y seguiré adelante. ¿Cómo se dice...? Mientras dure, aguanta.

Los dos tenían muy presente la amenaza de Roscoe. Cuando tuvo que elegir, Maureen tomó su decisión. Jordan estaba a salvo y Roscoe había muerto, llevándose consigo la seguridad de que ella siguiera viendo.

Quizá fuera solo una amenaza, quizá no. Solo el tiempo podría dar una respuesta. Pero, de un modo o de otro, durante el resto de su vida Jordan no olvidaría el valor de esa elección.

—¿No quieres hablar de ello con otras personas?

—¿Para qué? ¿Para correr el riesgo de convertirme en una atracción de feria y vivir entre las sonrisitas maliciosas y los comentarios burlones de la gente que se cruce en mi camino?

Maureen le sonrió y apoyó una mano en su brazo. Mientras lo hacía, Jordan pensó que eso era un verdadero gesto de complicidad.

—Prefiero que siga siendo nuestro pequeño secreto, Jordan. Solo tú y yo. Me basta con saber que hay otra persona en el mundo que sabe que no estoy loca.

Jordan miró por la ventana. En la calle, en medio de decenas de otros coches, pasaba un vehículo curioso: era una especie de camioneta pintada con colores vivos. En el centro estaba dibujada la silueta de un gorila que sonreía a la gente y agitaba un sombrero de vodevil. Era un pequeño teatro ambulante, de esos que los artistas callejeros montaban en lugares como Washington Park para atraer a los niños y ganar unos dólares.

La amargura de Jordan se reflejó en el cristal.

El espectáculo continuaba, debía continuar. No por falta de respeto, sino para dar a toda aquella gente de allá fuera la esperanza de que el futuro sería, pese a todo, un lugar habitable. Como había dicho Maureen, a falta de certezas la esperanza podía ser una solución aceptable.

La voz de esa extraordinaria mujer lo reclamó a su sitio, a aquella mesa del Starbucks Café, en Madison Avenue.

—¿Y tú?

—Y yo, ¿qué?

Maureen no hizo caso de su intento de quitarse importancia.

—Jordan, ahora te conozco. Perdona la jactancia, pero quizá te conozco mejor de lo que te conoces tú mismo. ¿Hay algo de lo que quieras hablarme?

—No —respondió instintivamente.

Pero enseguida se dio cuenta de que el instinto era lo que lo había metido en problemas, y ahora tenía una necesidad desesperada de comprender. Y para hacerlo necesitaba la ayuda de Maureen.

Aquel sería un nuevo elemento de unión entre ellos, otro pequeño secreto que compartir.

—Sí, lo hay. Hay algo de lo que deseo hablarte. Hay una persona...

—¿Se llama Lysa, por casualidad?

A Jordan no le sorprendió oír ese nombre en los labios de Maureen. Se limitó a bajar la cabeza y hacer un movimiento seco.

—Ella, sí. Ya oíste lo que dijo Roscoe, el papel que ha tenido en este asunto.

Jordan no dejaba de palparse con la mano sana el hombro derecho vendado, como si quisiera comprobar la eficacia del trabajo del médico.

Finalmente, reunió el valor necesario y se lo contó todo a Maureen.

Cuando empezó a hablar, ella vio con ternura cómo él perdía poco a poco el hilo y se enredaba en los pliegues de un discurso que en realidad era transparente como el aire que había entre ellos. Mientras él se lo contaba, Maureen lo miraba a los ojos, cuando él se lo permitía. El azul de su mirada, a medida que avanzaba en la historia, se limpiaba de todas las inmundicias que habían visto en aquellos días. Cuando terminó, el color de sus ojos era límpido como un cielo de mayo y Maureen lo sabía todo.

Conocía toda la historia de Lysa y lo que había sucedido entre ella y Jordan, y sabía también aquello de lo que Jordan todavía no se había dado cuenta.

Se lo dijo con toda naturalidad.

—Es todo muy simple, Jordan. Lysa está enamorada de ti y ha tenido la valentía de decírtelo. Y tú rompes todos los espejos que encuentras en tu camino para no tener que confesar que también estás enamorado de esa mujer.

Jordan se quedó asombrado con sus palabras. Sin conocerla, la había definido como «mujer». Algo que él había tardado mucho tiempo en hacer.

Maureen siguió hablándole.

—Es una persona que ha cometido un error y lo está pagando. Incluso ahora, en este instante, mientras nosotros estamos aquí conversando frente a una taza de café.

Hizo una pausa para obligarlo a levantar la cara y mirarla. Le habló tratando de dar a su voz toda la pasión que sentía.

—Ahora depende de ti que no lo pague durante toda la vida.

Jordan intentó una última y débil protesta.

—Pero ella es...

Maureen lo interrumpió con un gesto apenas esbozado pero tan decidido como sus palabras.

—Ella es el amor, Jordan. Cuando lo encuentras, llegue de donde llegue, acéptalo como un regalo y agárrate a él.

Jordan jamás olvidaría la luz temblorosa de las lágrimas de Maureen mientras lo miraba a los ojos, aunque veía a otra persona.

—El amor es tan difícil de encontrar y tan fácil de perder...

Jordan volvió discretamente la mirada hacia la calle, para no violar la intimidad de ese momento de dolor.

El café se había terminado, y también lo que tenían que decirse.

Salieron del bar lleno de gente que no sabía nada y se encontraron en la acera entre otra gente presurosa, para la cual todo lo que ellos acababan de vivir sería apenas un titular en un periódico.

Maureen hizo un gesto hacia la calle y tuvo suerte. Un taxi libre que pasaba frenó y se detuvo un poco más allá de donde se hallaban.

Jordan la acompañó hasta el coche. Maureen abrió la puerta y antes de subir le dejó como prenda de amistad un beso en la mejilla.

—Buena suerte, mi fascinante caballero.

Ya sentada, le dijo por la ventanilla abierta:

—Lysa todavía no lo sabe, pero es una persona afortunada. Yo en tu lugar, trataría de hacérselo saber lo antes posible.

Dio la dirección al taxista y el coche se apartó del bordillo para internarse con cautela en el tráfico. Mientras Jordan miraba cómo se alejaba en ese taxi amarillo que había visto tiempos mejores, pensó con el corazón encogido que, en realidad, después de toda aquella historia, para ella no había cambiado nada.

Maureen Martini saldría de su vida del mismo modo como había entrado.

Sola.

53

Era avanzada la tarde y, como en una imagen congelada, Jordan estaba con el casco en la mano y la bolsa de viaje al hombro frente a la puerta de la habitación de Lysa. Una enfermera pasó y lo miró como si fuera una estatua que alguien hubiera puesto allí durante la mañana sin que ella la hubiera visto.

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