El Terror (71 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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—No se preocupe, Doctor —dijo, con delicadeza—. No le leía la mente. Sólo la expresión. Como digo, se sortearán Lotes para los botes pequeños, pero quizá no tomemos los Botes Pequeños. En cualquier caso, no dejaremos atrás a nadie. Ataremos los buques para que vayan juntos en Aguas Abiertas.

Yo sonreí al oír aquello, esperando que el Capitán pudiera ver mi sonrisa a la luz de la linterna pero no mis Encías Sangrantes.

—No sabía que los buques a vela se podían atar a otros que no van a vela —dije, mostrando de nuevo mi ignorancia.

—La mayor parte de las veces no se puede —dijo el Capitán Fitzjames. Me tocó ligeramente en la espalda, un toque que yo no podía notar apenas a través de mis ropas de Abrigo—. Ahora que ya ha aprendido todos los Secretos Náuticos de los 19 Botes que pueden constituir nuestra pequeña Flota, Doctor, ¿volvemos? Hace bastante frío y tengo que Dormir un poco antes de levantarme a las Cuatro Campanadas para comprobar la Guardia.

Me mordí el labio: sabía a sangre.

—Tengo una última pregunta, Capitán, si no le importa.

—En absoluto.

—¿Cuándo elegirá el Capitán Crozíer qué botes tomaremos y cuándo pondrá esos botes en el agua? —dije. Mi voz sonaba muy áspera.

El Capitán se movió ligeramente y quedó silueteado ante la luz de la hoguera que había junto a la Tienda Comedor de los Marineros. No le veía la cara.

—No lo sé, Doctor Goodsir —dijo al fin—. Dudo que el Capitán Crozier pueda decírselo tampoco. La Suerte puede estar con nosotros y el Hielo romperse dentro de unas pocas Semanas... Si es así, yo los conduciré hasta la isla de Baffin en persona. O bien podríamos botar algunas de estas embarcaciones contra la corriente, en la Boca del Río del Gran Pez dentro de tres meses... Se supone que todavía hay tiempo para llegar al Lago del Gran Esclavo, y el puesto de avanzada que hay allí antes de que llegue plenamente el Invierno, aunque nos cueste hasta Julio llegar al Río.

Dio unos golpecitos al costado curvado de la Pinaza que tenía más cerca. Yo noté un extraño orgullo al ser capaz de identificarla como Pinaza.

O quizá fuera uno de los 2 Esquifes.

Intenté no pensar en el estado de Edmund Hoar y en lo que predecía para todos los demás si no «empezábamos» la Excursión de 1.400 kilómetros al Río Back..., el río que también llaman del Gran Pez..., hasta al cabo de Tres Meses más. ¿Quién podía quedar Vivo si había algún Bote que llegaba al Lago del Gran Esclavo meses después de esa fecha?

—Ahora bien —dijo, con serenidad—, si la Suerte no nos acompaña, estos cascos y quillas quizá nunca vuelvan a sentir el agua.

No había nada que decir después de aquello. Era nuestra Sentencia de Muerte. Me volví apartándome de la luz y me dirigí hacia la Enfermería. Respetaba al Capitán Fitzjames y no quería que viese mi rostro en aquel Momento.

La mano del Capitán Fitzjames cayó en aquel momento sobre mi hombro y me detuvo:

—Si éste fuera el caso —dijo, con voz llena de orgullo—, lo único que tendríamos que hacer es irnos «andando» a casa, ¿verdad?

34

Crozier

Latitud 69° 37' 42"N — Longitud 98° 41' O

22 de abril de 1848

Dirigiéndose hacia el crepúsculo ártico, el capitán Crozier conoció las matemáticas de este purgatorio. Trece kilómetros aquel primer día en el hielo hacia el campamento Marítimo Uno. Más de catorce kilómetros el siguiente, si todo iba bien, llegando a medianoche al campamento Marítimo Dos. El tercer día, el último, trece kilómetros, incluyendo algunos de los más duros al pasar junto a la costa, donde había que levantar los trineos por encima de la barrera donde la banquisa se unía con el hielo costero. Y luego el refugio relativamente seguro del campamento
Terror
.

Ambas tripulaciones estarían juntas por primera vez. Si los equipos de trineo de Crozier sobrevivían a la travesía del hielo y mantenían la ventaja con respecto al ser que los seguía por el hielo, los 105 hombres acabarían juntos en la costa noroccidental de la isla, barrida por el viento.

Los primeros viajes en trineo a la Tierra del Rey Guillermo en marzo, la mayoría de ellos en plena oscuridad, habían hecho unos progresos tan lentos que a menudo los hombres con los trineos habían acampado la primera noche en el hielo a la vista del buque. Un día, con una tormenta procedente del sudeste y que les azotaba el rostro, el teniente Le Vesconte hizo menos de kilómetro y medio después de doce horas de esfuerzos constantes.

Sin embargo, era mucho más fácil a la luz del sol, con las huellas del trineo ya hechas, y el camino por encima de las crestas de presión reducido en dificultad, si no nivelado totalmente.

Crozier no quería acabar en la Tierra del Rey Guillermo. Sus visitas al cabo Victoria no le habían convencido, a pesar de la enorme reserva de comida y equipo que tenían allí y la preparación de las tiendas en círculo, de que los hombres consiguieran sobrevivir allí mucho tiempo. El viento soplaba casi siempre del noroeste y en invierno era asesino, atroz en primavera y en el breve otoño, y amenazaba la vida durante el verano. Las brutales tormentas eléctricas que padeció el difunto teniente Gore durante su primera visita a aquella masa de tierra en el verano de 1847 se habían repetido de nuevo aquel verano y a principios del otoño. Una de las primeras cosas que Crozier autorizó a llevar el verano anterior fueron los pararrayos extra que iban en el barco, junto con unas varillas de cortina de latón del alojamiento de sir John para improvisar más.

Hasta el hundimiento del
Erebus,
el último día de marzo, Crozier tenía esperanzas de partir hacia la costa este de la península de Boothia, hacia los posibles almacenes de víveres de la playa de Fury y el probable avistamiento de balleneros que viniesen de la bahía de Baffin. Como el viejo John Ross, podían caminar o ir en bote hacia el norte, a lo largo de la costa este de Boothia, y subir por la isla de Somerset, o incluso por la isla de Devon de nuevo, si era necesario. Tarde o temprano avistarían algún buque en el estrecho de Lancaster.

Y además había poblados esquimales en aquella dirección. Crozier lo sabía con toda seguridad: los había visto en su primer viaje al Ártico con William Edward Parry en 1819, cuando tenía veintidós años. Volvió a aquella zona de nuevo con Parry dos años después, buscando el paso, y dos años después otra vez, buscando también el paso del Noroeste, una búsqueda que acabó por matar a sir John Franklin veintiséis años después.

«Y que quizás acabe matándonos a todos», pensó Crozier, meneando la cabeza para deshacerse de aquella idea derrotista.

El sol estaba muy cerca del horizonte del sur. Justo antes de que se pusiera se pararían a comer algo frío. Luego volverían a poner los arneses y caminarían de seis a ocho horas más mientras la tarde iba cayendo, y llegase la noche, y alcanzarían el campamento Marítimo Uno a un poco más de una tercera parte del camino hacia la Tierra del Rey Guillermo y el campamento
Terror
.

No se oía sonido alguno excepto el jadeo de los hombres, el crujido del cuero y el roce de los patines. El viento había cesado por completo, pero el aire estaba mucho más frío debido a la desfalleciente luz del sol del atardecer. Los cristales de hielo del aliento quedaban suspendidos por encima de la procesión de hombres y trineos como esferas de oro que iban cayendo lentamente.

Andando junto a la cabeza de la fila a medida que se aproximaban a la elevada cresta de presión, listo para ayudar con un tirón inicial del trineo y empujarlo, y maldecir suavemente, Crozier miró hacia el sol poniente y pensó en lo mucho que había tratado de encontrar un camino hacia Boothia y los buques balleneros de la bahía de Baffin.

A la edad de 31 años, Crozier había acompañado al capitán Parry a aquellas aguas árticas por cuarta y última vez, en aquella ocasión para alcanzar el Polo Norte. Habían superado el récord de llegar «más hacia el norte» que nadie, récord que seguía vigente hasta aquel momento, pero se vieron detenidos al fin por la sólida banquisa que se extendía hacia los límites septentrionales del mundo. Francis Crozier no creía ya que hubiese un mar Polar Abierto: cuando alguien llegase por fin hasta el polo, seguramente lo haría en trineo.

Quizá tirado por perros, como preferían viajar los esquimales.

Crozier había visto a los nativos y sus ligeros trineos, que no se parecían en nada a los trineos normales de la Marina Real, sino que eran pequeños y muy ligeros, deslizándose detrás de esos extraños perros suyos en Groenlandia y a lo largo del lado este de la isla de Somerset. Se movían mucho más rápido de lo que podía conseguir el equipo de Crozier con todos sus hombres. Pero más importante para su plan de dirigirse hacia el este, si era posible, era el hecho de que los esquimales estaban allí en algún lugar al este, en Boothia o más allá. Y, como
Lady Silenciosa
, a quien habían visto dirigiéndose hacia el campamento
Terror
siguiendo a los equipos de trineo de los tenientes Hodgson e Irving aquella misma semana, esos nativos sabían cazar y pescar por sí mismos en aquel mundo blanco dejado de la mano de Dios.

Después de que Irving le informase a principios de febrero de su dificultad en seguir a
Lady Silenciosa
o comunicarse con ella para saber dónde y cómo conseguía la carne de foca y de pescado que Irving juraba que había visto en su posesión, Crozier contemplaba la posibilidad de amenazar de muerte a la joven con pistola o cuchillo para que le enseñara cómo conseguir carne fresca. Pero en su corazón sabía cómo acabaría una amenaza semejante: la boca sin lengua de la joven esquimal permanecería firmemente cerrada y sus enormes ojos oscuros mirarían sin pestañear a Crozier y sus hombres hasta que él tuviera que echarse atrás o cumplir su amenaza. No se conseguiría nada.

De modo que la dejó en la pequeña casita de nieve que Irving le había descrito y permitió que el señor Diggle le diera de vez en cuando galletas o sobras. El capitán había intentado sacarla de su mente. Que se sintiera conmocionado al recordar que todavía vivía cuando el vigía informó de que seguía unos pocos centenares de metros detrás de Hodgson e Irving en su viaje al campamento
Terror
, la semana anterior, demostraba a Crozier que había conseguido no pensar en absoluto en la muchacha. Pero sí que seguía soñando con ella.

Si Crozier no hubiera estado muy, muy cansado, se habría enorgullecido de alguna manera por el diseño y la resistencia de los diversos trineos que los hombres arrastraban ahora hacia el sudeste por encima del hielo.

A mediados de marzo, antes incluso de saber con certeza que el
Erebus
se desmembraba debido a la presión creciente, hizo que el señor Honey, el carpintero superviviente de la expedición, y sus ayudantes, Wilson y Watson, trabajasen día y noche para diseñar y construir unos trineos que pudieran llevar a los botes del buque, así como todo el equipo.

Tan pronto como el primer prototipo de trineo grande de roble y latón se acabó aquella primavera, Crozier hizo que los hombres lo probasen en el hielo y aprendiesen la mejor manera de conducirlo. Hizo que los aparejadores y suboficiales y hasta los gavieros probasen el diseño de los arneses para dar a los hombres el mejor nivel de tiro con la menor interrupción de movimiento y respiración. A mediados de marzo, los diseños de los trineos ya estaban decididos, se habían construido más y parecía que un diseño de arnés para once hombres para los trineos de mayor tamaño que llevaban los botes y otro de siete para los trineos más pequeños sería lo mejor.

Aquello fue para las travesías iniciales que llevaban suministros al campamento
Terror
, en la Tierra del Rey Guillermo. Crozier sabía que si salían al hielo más tarde, cuando algunos de los hombres estuviesen demasiado enfermos para tirar y quizás otros muertos ya, dieciocho botes y trineos cargados hasta las bordas con raciones de supervivencia y equipos que requerían el tiro de cien hombres, o menos, eso significaría que serían menos de once hombres tirando de cada carga. Más trabajo y cargas más pesadas aún para hombres que, posiblemente, estarían más sumidos aún en el pozo del escorbuto y del agotamiento, por aquel entonces.

Al llegar la última semana de marzo, mientras el
Erebus
lanzaba ya sus últimos estertores, ambas tripulaciones salieron al hielo, entre la oscuridad y la breve luz solar, compitiendo en concursos de tiro con los diferentes trineos, y averiguaron cuál era la combinación adecuada de hombres tirando; aprendieron las técnicas adecuadas y prepararon los mejores equipos compuestos por hombres de ambos buques y de todos los rangos. Competían por dinero, plata y oro, y aunque sir John había planeado comprar muchos recuerdos en Alaska, Rusia, Oriente y las islas Sandwich, y había baúles enteros llenos de chelines y guineas en la despensa privada del muerto, esas monedas fueron a parar al final al bolsillo de Francis Crozier.

Crozier estaba desesperado por encaminarse hacia la bahía de Baffin en cuanto los días se hicieran lo bastante largos para soportar los viajes por trineo a larga distancia. Sabía instintivamente, y por haber oído los relatos de sir John, y por lo que contaba George Back del ascenso de más de mil kilómetros del río del Gran Pez hasta el lago Gran Esclavo, hacía catorce años (el volumen estaba en la biblioteca del
Terror
y ahora en el equipaje personal de Crozier, en uno de los trineos) que las posibilidades de que cualquiera de ellos fuera capaz de acabar o sobrevivir al viaje eran muy bajas.

Los más de doscientos cincuenta kilómetros entre la posición del
Terror,
lejos de la Tierra del Rey Guillermo, y la boca del río del Gran Pez quizá no se pudieran atravesar, ni siquiera como preludio al arduo viaje río arriba. Allí se combinaba lo peor del hielo costero con la amenaza de canales abiertos que podían obligarlos a abandonar los trineos y, aunque no hubiese canales, la segura agonía de tirar de trineos y botes por encima de la grava helada de la isla misma, expuestos al mismo tiempo a las más terribles tormentas sobre la banquisa.

Una vez en el río, si es que llegaban al río en algún momento, se verían enfrentados a lo que Back había descrito como una violenta y tortuosa carrera de más de 560 kilómetros que corría por un paisaje estriado de hierro y sin un solo árbol en ninguna de sus orillas, y luego «no menos de 83 cascadas y rápidos». A Crozier le costaba imaginar a sus hombres, después de otro mes o más de tiro, lo suficientemente en forma o recuperados para enfrentarse a 83 cataratas, cascadas y rápidos, aunque fuese en botes muy resistentes. Sólo acarrearlas por tierra los mataría.

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