El testamento (11 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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Cuando llegó a los cuartos de baño, los dos hombres que habían derribado la puerta trasera se reunieron con él. Ambos negaron con la cabeza. Rossi arrancó las cortinas de baño y golpeó el suelo de azulejos y las paredes en busca de trampillas que ocultasen un escondite. No pensaba que ésa fuese una casa normal. Su ocupante no era una mujer normal; seguramente había estado preparándose durante meses para una irrupción violenta de esa naturaleza.

—Bueno, tienen que estar en alguna parte de la casa, en el desván o en el sótano —dijo Rossi mientras abandonaba el segundo cuarto de baño—. Vosotros registrad el desván. Yo llevaré a los demás al sótano.

Por un momento permanecieron en la más absoluta oscuridad. Bravo podía oír la respiración de Jenny, percibir su olor y el de ella mezclados cuando bajaron la escalera muy juntos. De pronto, los sonidos cada vez más estridentes —atenuados por las tablas del suelo— llegaron hasta ellos a medida que la casa era ocupada. ¿Cuántos hombres eran?, se preguntó Bravo. Dos delante, ¿el mismo número en la parte de atrás? ¿Más?

Quería hablar con Jenny, pero ahora ella había vuelto a cogerlo de la mano, llevándolo a través del sótano, que olía a piedra, a madera vieja y a pintura. Ella no tenía ningún problema para moverse en la oscuridad, lo que le hizo pensar que ya había ensayado ese ejercicio muchas veces. ¿Por qué? ¿Acaso esperaba que se produjera ese ataque? A Bravo le resultaba cada vez más evidente que su padre había estado implicado en algo secreto, algo profundamente oculto, incluso de su propia familia. ¿Por qué les había ocultado esa vida secreta? ¿Por qué los había engañado durante tantos años? ¿Qué clase de persona era capaz de hacer algo así?

Los pensamientos se agolpaban en su mente como espinas que no podía extraer. Ahora se habían detenido ante lo que parecía ser una sólida pared de piedra. Estiró la mano y confirmó esa suposición. En ese momento oyó una explosión y se agachó de manera instintiva, sudando profusamente. Los recuerdos de la otra explosión, mucho más potente, estaban vividos en su memoria, y ahora el paralizante momento del impacto los traía de nuevo al presente de una manera aterradora. La puerta del sótano había sido destrozada a disparos, y se oía el veloz y áspero contacto de la suelas de los zapatos contra el cemento.

Luego sintió la mano de Jenny sobre su hombro, presionando hacia abajo, y se agachó junto a ella. Oyó que avanzaba a gatas y la siguió hacia lo que al principio le pareció una cavidad en la pared. Pero, una vez dentro, sintió una ráfaga de calor húmedo y, alzando la vista, vio un retazo de cielo azul contenido en un marco oscuro, una imagen abstracta del mundo exterior. Se hallaban en la chimenea o, puesto que no había ningún conducto visible, un espacio oculto detrás de la misma. En la penumbra alcanzó a ver que Jenny empujaba una sección cuadrada de la pared de piedra, una puerta, vio luego, montada sobre unos rodillos, que encajaba perfectamente en el hueco a través del cual habían entrado en la chimenea. Cuando la puerta estaba en su sitio, la pared parecía completamente lisa.

Jenny se volvió en el estrecho espacio y, cogiendo un bote de pintura que debía de haber traído del sótano, comenzó a subir por unos peldaños de metal fijados a intervalos regulares entre los ladrillos. Bravo la siguió sin dudarlo.

Con un leve gruñido, Rossi rompió el candado de la trampilla que conducía al sótano. Cuando bajaba rápidamente la escalera seguido por sus dos hombres, sintió el sabor familiar del veneno en la boca del estómago. Había algo acerca de la sangre, el ascenso a través de su cuerpo, el calor que producía y que llegaba a las palmas, los dedos de las manos y los pies, su sabor a cobre como si hubiese mordido una barra metálica, que hacía que se sintiera primitivo, más grande que la propia vida, inmortal.

Sus fosas nasales se hinchaban como si fuese un lobo que hubiera salido de caza. Ellos estaban allí, su olor como el rastro de humo que se desvanece en el cielo. Alzó el brazo izquierdo y los dos hombres encendieron sendas linternas. Un instante después todo adquirió un agudo contraste. No había ningún lugar donde esconderse, ninguna grieta o cavidad, ninguna sombra salvo las de ellos, que los seguían con la debida obediencia.

Los dirigió primero hacia las paredes. Los hombres golpearon la superficie de cemento con las culatas de sus fusiles semiautomáticos, apartaron cajas y cajones para echar un vistazo detrás de ellos. Rossi sabía que tenía que haber una salida en el sótano. La mujer nunca habría llevado a Shaw allí si no la hubiese. Sólo era cuestión de encontrarla.

Mientras los dos hombres golpeaban sistemáticamente las paredes y el suelo, él se encargó de inspeccionar el resto del sótano. No había muchas cosas que pudiesen serles de alguna utilidad: una caldera, un calentador de agua, el rectángulo de ladrillo sólido de la chimenea, ni aire acondicionado ni aspiradora. La caldera y el calentador estaban apartados de la pared. Allí no había nada, de modo que se volvió y se dirigió a la chimenea de ladrillo. Caminó alrededor de ella, preguntándose por qué llegaba hasta el sótano. No había ninguna abertura a la vista, ninguna razón para que estuviese allí.

Apoyó la palma de la mano sobre los ladrillos y cerró los ojos. En ese instante, uno de sus hombres le dijo algo.

—¡Silencio! —le espetó.

Un silencio absoluto. Y luego…

Sintió —o pensó que sentía— una ligera vibración transmitida a través de los ladrillos y que llegaba hasta él desde el interior de la chimenea.

¿Y si había un conducto que llevaba hacia las plantas superiores?

Rossi los llamó en voz baja y sus hombres comenzaron a moverse.

La ocupación del sótano les llegó a través del sonido y las vibraciones. Bravo trató de no pensar en la persecución mientras continuaba subiendo detrás de Jenny, ascendiendo hasta que seguramente superaron la planta baja. No vio la abertura de la chimenea y se dio cuenta de que el pozo por el que estaban subiendo estaba construido detrás de la verdadera chimenea.

Justo encima de él, la chica continuaba subiendo a buen ritmo. Calculó que ya se encontrarían a la altura de la planta alta, el desván, el tejado. Mientras tanto, el aire dentro del pozo de la chimenea se volvía cada vez más caliente y húmedo, y el trozo de cielo se expandía hasta que se oscureció momentáneamente cuando el cuerpo de Jenny eclipsó la luz del sol. Un instante después, estaba fuera y pudo ver su cara, que lo miraba desde el borde del pozo.

—Vamos —le dijo casi sin pronunciar sonido alguno—. ¡Vamos!

Cuando salió del pozo de la chimenea lo recibió la luz deslumbrante del sol. El resplandor lo obligó a entornar los ojos mientras se reunía con Jenny, que estaba tendida boca abajo sobre las tejas de madera. El tejado bajaba en un pronunciado declive, de modo que, mientras avanzaba reptando hasta quedar tumbado codo con codo con ella, Bravo podía ver perfectamente la calle que discurría frente a la casa. Un Lincoln Aviator estaba aparcado en ángulo, bloqueando la calle con las puertas abiertas. En el asiento del conductor se veía un hombre fumando. Una de las manos descansaba sobre el volante empuñando una arma. Otro hombre se apoyaba en el paracoques delantero del coche; miraba fijamente hacia la puerta de la casa. Si también iba armado, lo ocultaba muy bien.

Bravo sintió que Jenny le tocaba el brazo. Su aroma llegó hasta él, lavanda y lima. Su pelo brillaba con destellos cobrizos bajo la brumosa luz del sol. La chica estaba señalándose a sí misma con un gesto de la mano. Estaba a punto de preguntarle qué quería decirle cuando ella comenzó a deslizarse por el tejado. Él intentó seguirla, pero ella frunció el ceño para indicarle que no se moviera de donde estaba.

—Quédese aquí —susurró—. Espéreme.

Él asintió y la siguió con la mirada mientras Jenny se alejaba reptando hacia el borde del tejado. Una vez allí abrió la tapa del bote de pintura que había cargado todo el tiempo, sacó un mechero del bolsillo de los tejanos y lo encendió. Con un solo y rápido movimiento, prendió el contenido del bote de pintura y lo lanzó por encima del borde. Cuando regresaba hacia donde él se encontraba, se oyó un ruido seco y, un instante después, un grito y un coro de voces alarmadas al tiempo que un hilo de humo oleoso se elevaba hacia el cielo, seguido de la primera lengua rojiza de fuego.

Para entonces, Jenny ya estaba junto a él y ambos se arrastraron hasta el borde del tejado. Debajo de ellos, el Aviator estaba vacío: el conductor y su compañero habían corrido hacia la casa al producirse el incendio. Jenny se deslizó del tejado y aterrizó en el denso seto de ligustro que estaba pegado a la pared. Bravo saltó detrás de ella. Algunas ramas se rompieron bajo su peso y sintió que la camisa se desgarraba en varios lugares, pinchazos de dolor en la espalda y los hombros.

Un momento después, Jenny lo ayudó a salir del seto y ambos echaron a correr por la acera en dirección al Aviator. Ella lo empujó al interior y se sentó detrás del volante. Las llaves estaban en el contacto, sin duda para facilitar una huida rápida si las circunstancias lo exigían.

El motor cobró vida con un gruñido ronco y Jenny metió la primera del 4 × 4. Cuando salían disparados del bordillo, Bravo vio que el espejo retrovisor se llenaba de figuras que corrían por la parte delantera de la casa. Entornó los ojos y luego se volvió. ¿Era ése el hombre que había visto frente al banco de Nueva York, siguiéndole los pasos? Una figura detrás de él alzó su arma apuntando al Aviator y Bravo gritó para advertir a Jenny, pero un momento antes de que volviesen la esquina creyó ver que el hombre obligaba al pistolero a bajar el arma.

Cuando la chica dobló por otra calle, preguntó:

—¿Por qué ha vuelto la cabeza?

Circulaban a toda velocidad por Little Falls Street.

—Pensé que había reconocido a alguien.

—¿Y bien, lo hizo o no? —preguntó secamente. En medio de una airada protesta de bocinas y chirridos de neumáticos, Jenny torció a la izquierda en la carretera 7.

—¡Eh, tranquila!

—Fue usted quien me advirtió de que iban a dispararnos —dijo Jenny sin quitar los ojos del camino—. ¿Cree que no intentarán seguirnos?

Ella maniobró el Aviator alrededor de un camión de reparto de maderas y aceleró. Por el ángulo del sol, Bravo dedujo que se dirigían aproximadamente al sureste.

—No ha contestado a mi pregunta —continuó ella—. ¿Reconoció a uno de los tíos que entró en la casa?

—Sí —dijo Bravo después de un momento. La dureza del tono de Jenny lo irritaba, pero más allá de eso comprendía que la urgencia que ella proyectaba conseguía que se concentrase. Y eso lo irritaba aún más—. Ya lo había visto antes en Nueva York.

—¿Está seguro?

Bravo asintió enfáticamente.

—Sí. Me estaba siguiendo.

—¿Lo acompañaba una mujer?

—¿Qué?

—Joven y llamativa, de un modo que podríamos llamar… agresivo.

Bravo volvió la cabeza tan de prisa que sintió el crujido de las vértebras del cuello.

—¿Cómo lo sabe?

—Ha sido una conjetura probable. —Lo miró con una sonrisa tensa mientras giraba bruscamente a la derecha en un semáforo en rojo y cogía la autopista Lee. Volvieron a oírse las bocinas airadas y una voz que profería un insulto—. El hombre se llama Rossi. Ivo Rossi. Habitualmente trabaja en pareja con una mujer llamada Donatella Orsoni.

—Cuando los vi juntos me pareció que eran amantes.

—Magnetismo animal —dijo ella secamente—. Pero no me gustaría hacer el amor con ninguno de los dos.

Jenny giró a la derecha hacia Jackson Street y luego recorrieron varias calles residenciales en dirección a una creciente zona verde.

—¿Quiénes son esos dos? —preguntó.

—Miembros de un antiguo grupo secreto conocido como los caballeros de San Clemente.

Jenny lo dijo con tanta naturalidad que Bravo estuvo a punto de perderse la siguiente frase:

—Imagino que usted los habrá estudiado.

Por supuesto que los había estudiado. Había leído todo lo que se había escrito acerca de ellos.

—Los caballeros de San Clemente se encargaron de llevar la palabra pontificia de Dios a Tierra Santa antes, durante y después de las cruzadas.

Jenny asintió con el ceño fruncido.

—Al cumplir el mandato de Roma, los caballeros de San Clemente representaban el puño apenas velado del papa contra los infieles islámicos, y también contra aquellas sectas religiosas que el papa o su concilio de marionetas consideraban heréticas frente a la enseñanza ortodoxa de la Iglesia. Rossi y Donatella son caballeros de campo, llamados así como los sacerdotes guerreros que su orden envió a Tierra Santa a luchar contra los otomanos durante las cruzadas. Esas personas están expresamente entrenadas para matar.

Era imposible oír hablar de los caballeros de San Clemente sin pensar también en la orden.

—¿Como es que sabe tanto acerca de ellos?

Ella lo miró brevemente.

—Porque soy su enemigo mortal. Soy miembro de la Orden de los Observantes Gnósticos.

—Eso es imposible. La historia afirma que los caballeros de San Clemente acabaron con lo que quedaba de esa orden a finales del siglo XVIII.

—Está la historia —dijo ella—, y luego está la historia secreta del mundo.

—¿O sea?

—Es verdad que los caballeros de San Clemente intentaron aniquilarnos, pero fracasaron. Cada vez que nos atacaban, nosotros nos ocultábamos más profundamente.

—¿La orden aún existe?, ¿los caballeros de San Clemente existen todavía?

—Usted mismo ha visto a dos de ellos. ¿Qué otra cosa encaja en el patrón de los últimos días? Más aún, ¿qué otra cosa encaja en el patrón de toda su vida?

—Nuevamente, yo…

—Su formación en religiones medievales, su entrenamiento físico, las inexplicables ausencias de su padre.

Bravo sintió que se le formaba una bola de hielo en la boca del estómago. Para su horror, incidentes y pensamientos, sospechas e ideas aparentemente disparatadas que le rondaban desde hacía mucho tiempo comenzaron a cobrar sentido.

Jenny lo miró y pudo ver todo eso reflejado en su rostro.

—Ahora lo sabes, ¿verdad, Bravo? —dijo ella, tuteándolo—. Tal vez, en alguna parte profundamente oculta dentro de ti, siempre lo supiste. Tu padre era un observante gnóstico.

Bravo tuvo la sensación de que le estaban apretando las sienes con una prensa. Tenía dificultades para respirar. Miró a través del parabrisas, esperando encontrar en la naturaleza alguna especie de remanso, pero ahora que estaban más cerca pudo ver entre los árboles monumentos esculpidos en piedra blanca y granito, moteados como los huevos de un pájaro: el National Memorial Park. Jenny lo estaba llevando a un cementerio.

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