El tiempo escondido (25 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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Hora y media después entraban en La Regla de Perantones, cruce de caminos para Cangas y San Antolín de Ibias. Juan dirigió la mula al bar, al pie de la iglesia. Bajaron y entraron. Allí estaba, entre otros, Pablito Montesinos Baragaño, un cabecilla del comité siderometalúrgico confederal. Era obrero metalúrgico en Duro–Felguera, donde la implantación de la CNT era casi absoluta. Nato de Cibuyo. Tenía un permiso y, como siempre, venía desde las Cuencas a instruir a sus amigos cenetistas y a estar con sus padres. Había un numeroso grupo que recibió a los recién llegados con sonrisas, palabras tenues y al grito de «¡Salud!». Juntaron unas mesas, formaron un círculo y se acomodaron. Pedrín dijo:

—Éstos son de la UGT. No son espías. Trabajan en nuestra mina. Quieren estar aquí para aprender.

Todos rieron.

—Bueno —dijo Juan—, unos consejos nunca vienen mal. Van a despedir a algunos.

—¿A cuántos? —preguntó Pablito.

—Quién sabe. Unos veinte.

—Eso no es nada. En el Nalón y el Caudal han echado a más de cuatro mil este año.

—Posiblemente veinte aquí sean más que cuatro mil en Langreo y Felguera. Allí hay muchos.

—Pocos o muchos, a todos nos afecta. Debemos estar listos para hacer la huelga en cuanto nos lo indiquen.

—No toda la culpa la tienen los patrones. El carbón de Asturias no se vende. El mineral alemán e inglés está entrando a unos precios irrisorios. Es ahí donde deberemos actuar —dijo Manín.

—El problema no es de la región —señaló Pedrín—. Es un problema institucional. Hay que mover el gobierno.

—Llaneza está en Madrid hablando con Primo. Ése es uno de los puntos que tratar —dijo Juan.

—Es el Dictador. ¿Qué nos va a dar? —indicó Pablito.

—No es el peor de la banda —señaló un minero de pelo cano y larga nariz—. El rey es el freno. Río Tinto vendido a los ingleses y carbón inglés entrando a cuatro reales. ¿No es inglesa la reina?

—Primo está dando trabajo a otros sectores, como ferrocarriles, obras públicas, viviendas —dijo Juan—. Hay que tener paciencia. Debemos pensar en nuestro problema asturiano. Dejemos que otros se ocupen de resolver a esos niveles.

—Estás equivocado —dijo Pedrín—. Sacar al país del atraso de siglos no se hace con inversiones viarias. Es todo un concepto de sociedad lo que hay que cambiar. No podemos estar siglos para cambiar injusticias de siglos.

—Mover al rey es la única solución. Caña al poder ya —insistió el del pelo cano.

—Primero se echa a Primo y luego al rey —señaló otro—. Necesitamos una República, gente que hinque el lomo, como nosotros.

—La huelga tiene que ser general en todo el país, no sólo minera y local. Llaneza pactará y todo seguirá igual.

—Llaneza es un hombre honrado —dijo el compañero de Juan—. Ha luchado siempre por los obreros. ¿Os olvidáis que después de Pablo Iglesias es el que más ha hecho por los trabajadores? Es un ejemplo para nuestra clase. No permitiré insinuaciones de entreguismo.

—De acuerdo —terció Pablito—, nadie puede hablar mal de Manuel, pero es demasiado cándido. No es momento de pactos. Mirad la historia, nunca se ha conseguido nada con los pactos.

—Los enfrentamientos tampoco traen remedio a nuestra pobreza —dijo Juan—. Muertos, torturas y hambre. Porque siempre ganan ellos. Es mejor un mal pacto que nada.

—Un mal pacto significa seguir malviviendo. ¿Hasta cuándo? Las mejoras sociales sólo han venido después de luchas. Los capitalistas no dan nada por sí mismos, a no ser que se les obligue.

—No podemos aceptar que mientras convenís con el Dictador la farsa de los Comités Paritarios, nosotros, la CNT, estemos fuera de la ley y reprimidos sañudamente —dijo Manín.

—Hay que ir a la alianza obrera. Belarmino debería entender que su sindicato nos necesita. Quizá se le haya olvidado que en su juventud era sindicalista de tendencia anarquista, como nosotros. Sin la CNT el mundo obrero no podrá ganar.

—La alianza obrera, sí. Pero para ir a por todas. Llaneza o nuestro Quintanilla son teóricos. Hay que estar con vuestro Teodomiro y nuestro José María. Es el momento de la acción. Hay que cambiar las estructuras sociales y económicas del país, controlar los sistemas de producción para acabar con la desigualdad y la indignidad en que vive el pueblo.

—El problema es que la vida pasa y los pobres seguimos siendo pobres —dijo Montesinos—. Los socialistas, que son la gran fuerza política de izquierdas, van muy despacio. Lo dice incluso Largo Caballero. Tendremos que ser los sindicalistas los que hagamos lo que se tenga que hacer. Somos la gran masa social trabajadora, la mayoría. Sólo tenemos que unirnos todos los proletarios en un único fin: subvertir el Estado. Sólo dentro de la República se eliminarán las clases.

—Y vendrán los colores blancos —dijo Manín.

De La Regla, Manín, Pedrín y Pablito volvieron caminando, cuando en el cielo hacía tiempo que se habían apagado los incendios. Los demás se desperdigaron para sus lares. Formaban un trío compacto y singular. Pese a su juventud, los pradenses iban en silencio custodiando el que mantenía su compañero. Montesinos era un veterano. Tenía treinta y dos años y había sido minero desde su primera juventud. Era un sindicalista de convicción «desde antes de fundarse el sindicato», lo que le costó haber sido expedientado antes de ser definitivamente expulsado de la mina. Transmitieron su nombre para que en ninguna otra mina pudieran emplearlo. Pudo, sin embargo, entrar en la siderurgia y allí andaba revolucionando a la gente. «No puedo ver la miseria en que viven las familias de los obreros. Hay que acabar con eso». Estaba casado, pero ese veneno del libertarismo hizo naufragar su matrimonio. No tenía hijos y un día encontró una nota de ella en la que le decía que no lo aguantaba más. Le dijeron que estaba en Madrid, pero no la buscó. Si quería regresar, ya sabía el camino. Nunca volvió a entrar en la casa en que vivieron en Cibuyo, junto a la de sus padres. Ellos, que tenían un colmado en el pueblo y que servía también de posta de correos, limpiaban y conservaban la casa del hijo esperando que algún día la mujer volviera y pudieran corretear por ella los nietos añorados. Nadie le había visto reír desde esos hechos. Su gesto hosco, agravado por una cicatriz que le cruzaba un lado de la cara desde el ojo hasta la barbilla, que se hizo al salvar a unos compañeros que habían quedado bloqueados al estallar una bolsa de grisú, le daba un aspecto feroz. Pero todos sabían que tras esa máscara latía un hombre dispuesto siempre a los mayores sacrificios.

Iban por la carretera empedrada a tramos y estrecha en las curvas. Había poca circulación. Carros, bicicletas o jinetes en burros o caballos pasaban de vez en cuando. A veces, un camión o una berlina, como perdidos en el espacio. Una luna grande y bonachona se había adueñado del adormecido e invariado paisaje. Fumaban y caminaban sumidos en sus pensamientos, con el monótono sonar del Narcea corriendo a la izquierda en dirección contraria. Y más allá, los altos montes del Pando silueteados por la blanca luz.

Al llegar a Cibuyo, se despidieron de Montesinos.

—Salud y libertad —se desearon.

Ellos siguieron ladera arriba, atravesando trochas y senderos secundarios iluminados como si el alba apuntara. Al doblar el recodo, apareció el pueblo, pintado de plata, como si fuera un lugar encantado.

12 de marzo de 1998

El paseo de la Chopera mide lo que el antiguo Matadero Municipal, que ocupa todo el ala oeste de la calle. Detrás de su prolongado muro de piedra y ladrillo, y en el centro del rectángulo, se destaca una torre de estilo neomudéjar donde un reloj, con esferas en cada plano, da las horas y los cuartos con sonido quejumbroso. Es una vía ancha con una doble línea de grandes chopos que custodian cada lado de las aceras desde el puente de Praga hasta la plaza de Legazpi. Pude aparcar el coche y me acerqué a un grupo de tres casas con patios exteriores profundos y fachadas enfoscadas de crema. Según mis averiguaciones una de éstas debía de ser la casa. Pulsé un botón en el portero automático de una de ellas.

—¿Quién?

—Busco a alguien que lleve muchos años viviendo aquí.

—Llame al 3.°D o al 4.ºA

Desde ambos sitios respondieron a mis llamadas, pero cortaron la comunicación cuando les expliqué el motivo de mi visita. Crucé la calle, me aposté bajo un árbol y esperé. Entraban y salían de vez en cuando personas jóvenes y maduras. Al ver salir a una anciana, crucé de nuevo la calle y la abordé.

—Perdone señora. No se asuste. Soy investigador. —Le mostré la licencia—. Sólo le pido que me diga si recuerda a esta mujer. Se llamaba Rosa. Vivió aquí a principios de los 40.

La mujer cogió la foto de mi mano y la miró largamente. Era de baja estatura y cuerpo resoplón. Su mano resistía el paso del tiempo pero no su rostro desvirtuado.

—La recuerdo —dijo al fin.

—¿Podría concederme unos minutos para hablarme de ella?

Negó con la cabeza.

—No puedo decirle mucho. No tuvimos gran trato. Oiga, son muchos años. —Miró al suelo cavilando—. Sí, pregunte a la señora María. Vivían puerta con puerta. Eran amigas. Llame al 1.° D, en ese portal de allá.

La señora estaba. Cuando le expliqué por el telefonillo a quién buscaba, me abrió el portal de hierro. En el extremo de un largo pasillo una joven iberoamericana me esperaba junto a la puerta. Me hizo pasar a un salón–comedor y luego a una salita donde el televisor imponía su rutina. Advertí que tenía varios relojes de pared y todos con la misma hora. La señora María era una anciana bien conservada, alta y atractiva, de grandes ojos azules. Inclinaba la cabeza a un lado, signo de sordera en un oído. Tenía muy blanca la tez y su nariz era recta y equilibrada. Me recibió de pie, apoyada en un bastón con su mano derecha, mirándome inquisitivamente, valorándome.

—Rosa… cómo olvidarla. Siéntese. ¿Le apetece tomar un café?

—Agua. Muchas gracias.

—Muy bien. El agua aclara la vista y mejora el entendimiento. ¿Qué desea usted saber?

Saqué la grabadora y la puse sobre una mesita.

—¿Para qué es eso?

—Es como si tomara notas. La conversación queda grabada y es más fácil luego recordar los datos. Si usted lo permite, por supuesto.

—No sé si permitirlo o no. ¿Qué hará luego con esa grabación?

—Nadie la escuchará salvo yo. Quedará guardada en mis archivos. Podemos hacer una prueba. Una vez que hayamos terminado, puede oírla. Si no le gusta la destruimos y si no ve inconveniente, la conservo. ¿Le parece bien? —Asintió y conecté el aparato.

—Alguien la busca para una herencia. Ese alguien me ha contratado para encontrarla.

—¿Herencia? Llega muy tarde. Le hubiera venido bien en aquellos años.

—¿Sabe usted dónde está?

—Ni dónde está ni si vive siquiera.

—¿Qué puede decirme de ella?

—¿De Rosa? —Quitó su mirada de mí y la puso en el recuerdo—. Nunca vi una mujer tan hermosa. Impresionaba. Tenía el cabello blanco como la nieve, a pesar de su juventud. No tenía treinta años siquiera. Destacaba de la miseria en que vivía como si fuera una Cenicienta. No hacía corrillos con la gente del barrio, por eso nos hicimos amigas. Su única preocupación era sacar a sus hijos adelante.

—¿Vivía sola?

—Sí. Al marido lo mataron en la guerra. Nunca vino a verla ningún familiar. Bueno, sí, un primo suyo, ¿cómo se llamaba? —intentó recordar.

—Manín.

—Sí, eso, Manín ¿cómo lo sabe? Alto, rubio, muy guapo a pesar de una cicatriz en una mejilla. Cojeaba un poco, como yo ahora. Pero lo mío es de los huesos, ¿sabe? Se me dobla. —Se miró la pierna derecha—. Venía con cierta frecuencia. Hasta que dejó de venir.

—¿Nunca…?

—Al principio venían a verla también algunos amigos, hombres y mujeres. Compañeros de ella y del marido durante la guerra. Miguel fue capitán de intendencia y decían que siempre hubo buena comida en la mesa de Rosa. Quizá pensaban que también tras la guerra Rosa haría el milagro de hacer brotar los alimentos como Moisés. No fueron gente agradecida. Cuando vieron el panorama de desilusión continuada, dejaron de venir, en vez de echar una mano. La situación había cambiado y se trataba de dar, no de recibir, y la mayoría no estaba por esa labor. Quienes no dejaron de venir nunca fueron su amiga Gracia Muñoz y los Ortiz.

Buscó el silencio. Pero el tictac de los relojes mantuvo los oídos ocupados. Al cabo prosiguió:

—A veces venían excarcelados, ex combatientes salidos de prisión y de camino hacia sus casas de Asturias. Compartía con ellos lo que tenía. Algunos venían agotados y ella les permitía reposar unos días en su casa. Dormían en unos jergones puestos en el suelo de uno de los cuartos vacíos. El corazón se me desbordaba. No puedo explicar las emociones, el sufrimiento de esa mujer cuando hablaba con ellos, que abatidos, humillados y torturados volvían a sus hogares. Recuerdo a uno, muy amigo de su primo y tan alto como él, muy guapo y muy delgado. Estuvo más tiempo que los demás y le traía alimentos al final del día. Se sentaba en el suelo y se ponía a jugar con los niños como un niño más. Cuando la miraba no podía disimular la admiración y el dolor que sentía por ella. Nunca entendí por qué Rosa no cogía a los niños y se iba al pueblo.

—¿No le explicó nada sobre su vida anterior?

—Nunca. Era muy reservada y orgullosa. No hacía chismes. Con la simple bata que vestía tenía la arrogancia de una reina. Decía que su pueblo era el mejor de Asturias, aunque nunca me dijo el nombre. Pero ¿por qué no volvía? Algo grave debió de ocurrirle, pero lo guardó para ella sola.

No era yo quién para decirle cuál era ese secreto.

—Ella necesitaba trabajar en lo que fuera, no le importaba. Sus hijos necesitaban comer. Intentó un trabajo en las colas de los trenes de Atocha, pero le salió mal —de nuevo la mirada se le escabulló hacia el pasado—. Luego se lo cuento.

—¿Cómo era la vida de ustedes entonces?

—¿Se refiere a cómo vivíamos aquí? ¡Oh!, ni se lo imagina. Casi nadie teníamos nada de valor. En los veranos de la reciente posguerra las puertas de las casas estaban casi siempre abiertas, con un trapo como cortina. No había ladrones, ¿qué iban a robar? No había agua caliente, ni calefacción, ni bañera, ni ducha, ni muebles. Sólo un grifo en la pila de la cocina. Y la taza del retrete. Y gracias. Porque en otros sitios había que compartir el cagadero con los demás vecinos y esperar la vez. No había ni televisión ni radio. Bueno, radio sí, pero años después. Algunos vecinos pudieron comprarlas y como todas las ventanas estaban abiertas oíamos las canciones de Pepe Blanco, Juanito Valderrama y el Príncipe Gitano. ¿Oyó hablar de ellos?

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