—Gringo boludo, tenés la advertencia. Dejá de joder a la vieja.
Medio inconsciente me introdujeron en la parte trasera del coche y me colocaron entre dos de ellos. Otro se puso al volante y arrancó. No dijeron nada durante el trayecto a Buenos Aires. De vez en cuando, los custodios me miraban y yo a ellos. Intentaba retener sus facciones difuminadas. Llegamos a la desbordante urbe cuando las estrellas iniciaban una descarada huida. Cruzamos las ya animadas calles antes de que el Bronco se detuviera delante de las puertas del Hyat. El de la izquierda abrió la portezuela y se bajó. El de mi derecha cortó las cuerdas de mis pies y manos, por ese orden. Puso la dura suela de su bota en mi espalda y distendió la pierna. Caí a la roja moqueta que cubría la acera de la entrada del hotel. Aunque mi cuerpo instruido se revolvió en el aire para evitar fracturas, el golpe aumentó mi sufrimiento. No vi el bolso ni el maletín volando hacia mí. El doble impacto en mi cara incrementó el brío de su mofa. Decididamente se lo estaban pasando madre. El coche se puso en marcha y lo vi desaparecer, mientras un enlevitado portero me auxiliaba. Ya había gente suficiente para formar corrillos. Pasé entre ellos y, goteando sangre, entré en el vestíbulo, el sexo tapado con el bolso. No sabía qué parte me dolía más, pero la verdad es que estaba muy fastidiado. Al acercarme al mostrador, ante el estupor de los presentes, vi al recepcionista hacer una seña a una chica, que desapareció por una puerta trasera. Cuando me apoyé en el mármol ya tenía delante una toalla de baño de fuerte color amarillo.
—Si me permite —dijo el hombre, intentando parecer mundano—, creo que le será útil.
Dejé los dos bultos y me enrollé la toalla a la cintura.
—Sin ánimo de molestarle —siguió el recepcionista, en tono de complicidad—, le diré que tiene usted mal aspecto. Necesita un médico.
—Estoy de acuerdo. ¿Tenéis en el hotel?
—No a estas horas.
—Consígueme uno con urgencia. Y un auto para larga distancia.
—Lo tendrá —dijo, agarrando un teléfono—. En cuanto llegue el doctor le avisaré.
Un botones me acompañó a los ascensores. Había varias parejas esperando, que trataban de no mirarme de frente, algo que las mujeres no pudieron dejar de hacer. Mi pinta debía de ser espectacular, desnudo y lleno de sangre.
—El casino —dije, guiñándoles un ojo—. Así le dejan a uno.
La ducha me reconfortó, aunque mi herida del muslo seguía sangrando y el dolor en el abdomen no cesaba donde el tacón había dejado su herencia en forma de moratón palpitante. Me envolví la pierna con una toalla y me eché en la cama con los ojos abiertos. No mucho después, sonó la puerta. Abrí. El mismo empleado de antes.
—El médico está en el botiquín. Le acompañaré.
Me cubrí con un albornoz y bajamos a la planta de oficinas. El botiquín era pequeño, pero estaba bien preparado. El facultativo, un hombre alto y amable, sobre los cincuenta, ya tenía la bata puesta. Examinó los daños y movió la cabeza.
—Tiene una costilla rota. Y esa pierna… ¿Qué le ocurrió?
—Soy del River y me encontré con unos cuantos del Boca.
—No milonguee. Sus heridas son de cuidado. Esa pierna necesita puntos de sutura.
—¿Puede hacerlo aquí?
Asintió. Me puso una intravenosa calmante y me cosió los veinte centímetros abiertos en el muslo. Cubrió la herida con desinfectante y apósitos. Me vendó fuertemente el abdomen y los costillares. Las quemaduras tenían aspecto serio. Extendió una pomada sobre ellas y las protegió con gasas y esparadrapo. Atendió los cortes del rostro y no pudo hacer nada con las hinchazones de la barbilla y los pómulos. Tenía partidos los dos labios, pero mi dentadura no había sufrido. Los brazos, las piernas y la espalda estaban muy arañados. Los dolores no eran de ficción.
—Necesita usted descansar —dijo, mientras me inyectaba un antibiótico—. Le haré un informe por si necesita hacer una denuncia.
Me vestí sin prisas, ya en mi habitación. Bajé, y fui consciente de algunas miradas y murmullos. El coche, un Cadillac Seville azul, era del propio hotel y el conductor estaba uniformado. Noté sus miradas discretas a través del retrovisor, mientras viajábamos. Me relajé al ver cómo la luz solar sacaba los colores al campo. Cuando llegamos a la estancia eran las 8.12 horas. Ya había gente deambulando. Una brisa delgada y fría matizaba la vega e intentaba enfrentar el ardor del naciente sol. Di instrucciones al conductor de entrar en la pradera, atravesando el césped de la zona turística para no dar un rodeo.
—Pero señor…
—Hacia allí. —Señalé a lo lejos.
En lontananza, a varios kilómetros, la vega se esparcía en suaves ondulaciones. Los vacunos pastaban bajo un cielo sin nubes, todavía azul en la lejanía sin bordes. Nos acercábamos a grupos de peones de campo marcando ganado. Hice parar el coche en uno de ellos. Los hombres me miraron. No reconocí a ninguno. Bajé.
—¿El hombre de la rastra con reales de plata?
—¿Santiago? Es el capataz de campo. Estaba en el Casco hace un rato, con el patrón.
Cogí uno de los hierros. Estaba caliente, pero su punta no era roja. Me volví para subir al coche. Tres jinetes venían a galope en una estampa inolvidable sacada de otros tiempos. Escondí el hierro a la espalda y los vi detener sus cabalgaduras violentamente a unos cinco metros de mí. Uno de ellos era el hombre que buscaba. Reconocí a los otros dos. Santiago impacientó su caballo, que caracoleó, se puso a dos patas y batió el suelo briosamente, inventando gran polvareda. El chofer del hotel gritó y corrió a parapetarse tras el coche. La fuerza del bruto enfurecido me impresionó, aunque no me inmuté, como dicen las crónicas que hizo Atahualpa ante Hernando de Soto en Cajamarca, en la primera ocasión que el emperador inca supo de un caballo. Desmontaron a unos cuatro metros de mí. En su cobrizo rostro el capataz portaba un gesto entre sorprendido y furioso, mientras hacía tañir las espuelas al acercarse.
—¿Por qué volvés, pendejo? ¿Sos loco?
Su brazo derecho, prolongado en un rebenque cuyo mango de plata no tapaba del todo el fiero puño, se distendió hacia atrás para castigar. Me adelanté y le golpeé en la pierna izquierda con el hierro. El ruido de la rodilla al quebrarse fue acallado por el grito del herido. Evité que cayera hacia delante con el patadón que le di en plena cara. Noté que algo se rompía, y no era mi pie, antes de verle caer hacia atrás chillando, con los reales rielando al sol, mientras su sombrero rodaba hacia la pradera como si tuviera un motor y el rebenque giraba en el aire como un bumerán. Sin pausa, amagué con el hierro a la cara del próximo. Se cubrió con los brazos y dejó el vientre al descubierto. Mi golpe favorito lo lanzó contra uno de los caballos, que se encabritó y alarmó a los otros, pateando los tres el suelo y levantando turbiones de polvo. El hombre yacía de rodillas, se sujetaba la entrepierna y gemía. Levanté el hierro y le golpeé en un hombro. Algo se partió y fueron dos los deteriorados. Observé a Santiago moverse atontado, poniéndose a cuatro patas como si fuera un musulmán rezando hacia La Meca. Bajé el hierro sobre su espalda, que sonó como un tambor. Quedó desmayado boca abajo como una rana gigante. Sin detenerme, encaré al tercer sujeto mientras los caballos escapaban al galope. Retrocedió sin huir. Miré su rostro demudado. Ni rastro de risas. Avancé hacia él. Se acercaba un coche a gran velocidad. Quedé quieto con el hierro en la mano mientras el amnistiado corría hacia los caballos. Descendieron Carlos y los tres nietos de Gracia, con un tipo grande y cobrizo con pinta de peón. Contemplaron en silencio a los caídos, que estaban siendo atendidos por los del grupo con quienes hablé a mi llegada. Venía más gente corriendo, otros a caballo. El aire estaba como aplastado y los ojos de mi amigo eran un pozo de confusión.
—¿Podés acompañarme? —Leandro Guillen no escondía su desprecio hacia mí.
—Te sigo en el taxi. Carlos, ven conmigo. —Solté el hierro y entramos en el Cadillac, cuyo conductor reflejaba en su rostro la impresión de la violencia vivida. Durante el trayecto informé a mi amigo de lo acontecido. Llegamos al Casco. Eva nos esperaba junto a la entrada. Pasamos al vestíbulo todos menos el conductor del hotel, a quien dije que esperara en la zona de aparcamiento. Por el pasillo de la izquierda llegamos a una espaciosa biblioteca situada al fondo. Había cientos de libros, revistas y legajos en las estanterías y en largas mesas de superficie mate. Una escalera móvil, fijada a una guía horizontal, permitía acceder a los paneles más altos. Había zonas descolocadas y libros abiertos, lo que significaba que ese lugar no era un museo, sino un espacio para el estudio y la reflexión. Un hombre rubio con gafas y una edad sobre el medio siglo nos contempló desde un óleo dentro de un marco rústico. El hijo de la estanciera, de gran parecido con el hombre del cuadro, estaba de pie flanqueado por sus tres hijos y dos cenceños empleados de aspecto rudo y caras de pocos amigos. Leandro estaba contando a su padre el resultado de mi actuación mientras Joaquín me concedía largas miradas inamistosas. Oí a Carlos resumir la situación a Eva y vi a Manuel abandonar el recinto. El aire acondicionado sólo se notaba en la agradable temperatura. Luis me miraba ceñudo.
—Somos argentinos —señaló, tras un breve silencio—. Ésta es una tierra generosa y amiga. Usted ha irrumpido en nuestra casa y en nuestras vidas burlándose de nuestra hospitalidad y de nuestra intimidad. El porqué se porta así no nos interesa. Pero no se lo vamos a consentir. Su agresión a nuestros empleados, sin motivos, va a tener un costo para usted.
—¿Sin motivos? ¿Te dice algo mi cara?
—Explíquese. —Su gesto al revisar mis heridas respiraba franqueza.
—Siete valientes. Paliza nocturna y sesión de marcado a fuego. Una curiosa forma de hospitalidad.
—¿Qué dice este hombre? —Luis volvió la vista a sus hijos. El mayor sostuvo su mirada.
—Convine con los muchachos que corrieran a este tipo. Un rato de diversión. Supongo que no habrá sido tanto para un cabrón tan duro.
Me quité la camisa y me bajé los pantalones. Todos miraron mis heridas abriendo mucho los ojos. No había trucos en mi cuerpo maltratado. No pude evitar mirar a Eva y ver su gesto lleno de alarma y asombro.
—Como veis, me he divertido de lo lindo.
—Leandro —dijo el anfitrión mirando a su hijo con dureza—, ¿cómo se te ocurrió? ¿Te volviste loco? Pide disculpas a este hombre.
—No se me canta. Ha quebrado a Santiago y a Enrique. Ya se vengó el pelotudo.
—No necesito disculpas, sino una explicación por la agresión recibida. No hay justificación para acción tan desmedida.
—No tengo esa explicación. Es tan desproporcionada para mí como para usted.
—Dime algo creíble.
—Quizá se lo buscó. Y puesto que resolvió su contencioso con mis hombres, estamos en paz.
—No eres Salomón ni juez para dictaminar nada. Y el contencioso no es con tus hombres, sino contigo. Ellos obedecían órdenes.
—Fue una equivocación. Déjelo como está. No haremos denuncia contra usted.
—¿Así que no harás denuncia? Tienes un raro sentido del humor.
—Creo que debemos dar por terminado este incidente. Deben entender que hay hombres afuera que le han tomado ganas. Hemos de evitar que vuelva a España en peores condiciones.
—¿Te preocupás por ellos o por mi amigo? —dijo Carlos.
—No sea absurdo. Quiero que ahora mismo recojan sus bártulos y se vayan. —Miró a Eva—. Ustedes son argentinos. ¿Cómo se han juntado con este bárbaro?
—Pues amigo —habló Carlos—, apalizar a un turista…
—No es turista —terció Leandro—. Vino a joder.
—… Golpear alevosa y brutalmente a un invitado —siguió Carlos— no es de buenos argentinos, ¿sabés? ¿Quién es el bárbaro? Tenés derecho a largarnos, pero si él denuncia tené razón. Yo lo haría, ¿oíste?
—Vámonos, Corazón —dijo Eva—. Esto no camina. Agredir con nocturnidad a un hombre… —Miró heladamente a Luis—. ¿Presumimos de argentinos? De repente quiero rajar de aquí. No es la gente noble que había imaginado.
Ellos se movieron impacientes y desconcertados.
—No diga eso —se lamentó Luis—. No merecemos un juicio tan negativo. No nos conoce lo suficiente.
—La adhesión de tus hombres es digna de elogio —dije, mirando la confusión de su rostro—, pero han ido demasiado lejos. Explícaselo, Carlos.
—Pues bien, señor. Cometiste varios hechos delictivos: secuestro, tortura, coacción y amenazas a un turista que nada reprobable había hecho. Hay testigos de todo ello. Una querella representará para vos no sólo sustancial cuantía económica, que no dudo podés cancelar, sino un baldón para los intereses turísticos de vos, que no podés soportar, ¿oíste? Por tanto, querido estanciero, prestá atención a lo que proponga mi amigo.
El silencio reinó en la habitación.
—Usted parece saber mucho de estas cosas. ¿Abogado?
—No. Pero vos sabés que lo hecho por esos gauchos demandará atención judicial si él denuncia.
—Dígame lo que quiere —dijo Luis Guillen, mirándome con chispazos de rencor en sus ojos.
—Hablar con la señora.
—No hay trato. Si ella no quiere, no voy a obligarla.
—Ningún mal puede hacerles una simple conversación.
—Asunto cerrado. No vamos a hacer lo que se le cante el culo. Arrostraremos con lo que venga. Esta familia tiene una larga tradición de lucha.
—Buenos días a todos. —La voz de la anciana nos pilló de sorpresa. Ahí estaba, en la puerta, en una silla de ruedas y flanqueada por su nieto Manuel—. He oído todo lo que se ha dicho aquí. Vamos a acabar con este desagradable asunto.
—Mamá, no.
Ella se levantó y caminó hacia el interior de la biblioteca. Tomó asiento en un alto sillón.
—Malicio que el señor Corazón cumplirá su empeño de no dejarnos en paz. Ha demostrado ser una auténtica mosca cojonera.
Nuestras miradas se enlazaron. En la de ella había un brillo nuevo.
—Venga, siéntese aquí. —Señaló una silla—. Quizá podamos darle alguna satisfacción. Luis, quédate conmigo. Los demás, dejadnos. Y ustedes —se dirigió a mis amigos— disfruten de su estancia. Les ruego olviden lo ocurrido. Estamos felices de tenerles. Albergo la seguridad de que al final de sus vacaciones habrán cambiado su dolorosa opinión sobre nosotros.
Miré la mirada de Eva cuando salía con los demás. Tomé asiento frente a la dueña. A su lado se acomodó su hijo. Aguanté un silencio largo lleno de miradas duras. La mujer fue al grano.