—Veo que tuvisteis problemas.
—Estos heridos deben ser atendidos —dijo Manín al oficial, quien pidió a un agente que llamara a unas ambulancias.
—Lamento lo de los muertos —dijo Montesinos—. Ya vemos que no es una broma lo del levantamiento. Nosotros no tuvimos ni un percance. Llevamos bastante tiempo esperándoos. Hemos tenido la misma idea de venir donde el presidente.
—¿Qué haremos ahora?
—Hemos hablado con los secretarios de la federación local nuestros y con los de UGT. Nos han dicho que esperemos aquí, que no entreguemos a nadie los camiones.
Tantos hombres armados y motorizados frente al palacio no era situación corriente. Pedrín le hizo la observación a Montesinos.
—Sí, un oficial dijo que nos largáramos, pero vino otro y nos comunicó que el presidente Azaña nos agradece mucho que hayamos venido y nos pide que permanezcamos aquí. Parece que dijo que nuestra presencia ha sido una de las pocas buenas noticias recibidas hoy.
Las ambulancias llegaron y se llevaron a los heridos. Avelino abrazó con fuerza a Manín.
—Volveremos a vernos —dijo.
—Claro que sí. ¡Salud!
—¡Salud y libertad!
Manín, con Pedrín, Montesinos y César a su lado, miró a los guardias de asalto con sus gorras de plato, correaje con cartucheras, bien armados y perfectamente uniformados. Los admiró por su aplomo. Sabía que era gente leal y que la mayoría era fiable y profesional, que procedían del tercio y del ejército. Formaban una fuerza militar disuasoria y con ellos la revolución no triunfaría. Otra cosa era la Guardia Civil. Nunca estuvieron con el pueblo. Nadie olvidaba la inhumana represión de esa fuerza contra los mineros de Asturias en octubre del 34, ni tampoco la brutalidad que mostraron en Casas Viejas.
—¿Qué pasa allá? ¿Qué es todo ese barullo? —preguntó Pedrín, mirando por encima de la otra barrera protegida por guardias de asalto y otra tanqueta, hacia la plaza de España, donde se veían multitudes y se oían disparos espaciados por encima del griterío.
—Los facciosos se han atrincherado en el cuartel de la Montaña. La gente les ha rodeado y nadie sabe qué va a pasar —dijo Montesinos.
—¿Sólo hay paisanos?
—No, están la Guardia Civil y los de Asalto.
Manín y sus amigos se miraron. Entre él y Pedrín saltó una chispa de comprensión. Se dirigieron a un mando.
—Ved si podéis agenciarnos algo de comer. Después iremos a echar una mano a lo del cuartel ese.
Ezeiza me recibió con las mismas viejas instalaciones de mi visita anterior. Habían hecho evidentes mejoras en puntos concretos, pero en lo básico poco había cambiado. Una superciudad como Buenos Aires reclama con urgencia un aeropuerto más moderno que los bostezantes volúmenes y pistas de este antiguo aeródromo militar. Pero los gobernantes vienen diciendo que hay cosas más importantes que arreglar. Y quizá tengan razón.
Era verano en ese lado del mundo. Carlos me esperaba y en su Volkswagen Escarabajo nos dirigimos a la ciudad, treinta kilómetros hacia el río de la Plata. La inmensa urbe austral siempre me produce emoción. No pueden existir dudas de que es una de las más bellas del mundo. Había estado con Paquita en 1980, intentando salvar un ideal que se desvanecía. Fuimos a Iguazú y ella no entendió la visita a esa obra colosal de la naturaleza y el mensaje que transmite. No opuso resistencia cuando nos apuntamos a un viaje en bote neumático a la garganta del Diablo, porque ignoraba lo que nos íbamos a encontrar. Y encontramos la sensación indescriptible que produce el sumergirse en un mundo diferente de niebla y ruido. Una bruma sólida con lluvia interminable apenas deja ver el desplome de las cataratas desde los casi cien metros de altura, mientras el estruendo estremecedor del batallar de las aguas crea una impotente soledad en el silencio del ruido. Era como estar en el vórtice de un tornado. No había ningún riesgo en la visita, pero ella empezó a hacer gestos desesperados, que obligó al guía a volver rápidamente, lo que arruinó la excursión al resto de los turistas y a nuestros amigos argentinos. Paquita no quería esas sensaciones ni el mundo natural. Su escenario inacabable eran las tiendas de Lavalle y Florida, y su sueño, al que me opuse, obtener un abrigo de piel de vicuña. Me negué porque es un animal protegido, aunque lo venden en tiendas secretas. Lo de Iguazú no fue un buen comienzo y marcó el ritmo de la estancia, aunque Carlos y Eva procuraran con su entusiasta dedicación que el resultado fuera más allá de lo armonioso. Nos alojábamos en el Sheraton, en la verde y enorme plaza de San Martín, donde conviven gigantescos árboles y bellas esculturas, entre las que sobresale el apabullante conjunto dedicado al victorioso general, y donde veíamos a diario la Torre de los Ingleses. Para evitar el naufragio de las vacaciones, concedí la compra de un chaquetón de piel de guanaco, un animal indomable al que intentan proteger también ahora, en una tienda de Reconquista 77.
Todos estos recuerdos vinieron a mí en tromba cuando llegamos a la ciudad y nos metimos en el atasco. La avenida 9 de Julio, si no es la más ancha del mundo, que es lo que aseguran los bonaerenses, merece serlo. La parte situada entre la avenida de Mayo, recta que une la plaza de Mayo con la plaza del Congreso, y la avenida de Córdoba, impresiona de verdad. En la misma línea de presunción, los capitalinos, que son argentinos diferentes a los demás, sostienen que su avenida Ribadavia es la vía urbana más larga del mundo. Brindo por ello. Y de la anonadante plaza del Congreso, kilómetro cero de las rutas del país, con su Capitolio de airosa cúpula y sus armónicos edificios y esculturas, me quedo con los dos cóndores de bronce del grupo escultórico central, porque son piezas únicas de significación autóctona, aunque a Carlos le gusta más la fuerza que transmite el bronce de
El Pensador
, de Rodín.
Buenos Aires presentaba sus fachadas espectaculares aunque había muchas que necesitaban una urgente restauración. El parque de automóviles se veía algo envejecido, pero esos cuerpos armoniosos, esas mujeres de impresión y esos rostros de sonrisas deslumbrantes siguen, como siempre, en la vanguardia de los países. Multitudes arrogantes y dinámicas llenan sus interminables calles para establecer la sensación de que Buenos Aires es el centro del mundo.
Carlos Rosales es uno de esos viejos amigos que conservamos más tiempo en los recuerdos que en las vivencias, de esos que se ven después de un puñado de años con el gozo sano desparramándose en el reencuentro. Nos conocimos en la academia de Ávila. Una representación de la academia de policía bonaerense visitó el centro español de formación. Nos hicimos amigos enseguida y, junto con Eduardo, no nos separamos en la semana que duró su estancia. Él estaba soltero entonces y no desentonaba cuando en las noches de Madrid diluíamos las horas las dos parejas y él como arbitro, en ocasiones acompañado por alguna amiga. Cuando decía que Madrid carecía de estatura para competir con su ciudad, nos sonaba a la típica fanfarria argentina. Más tarde comprendí cuánta verdad había al loar su lejana metrópolis.
Carlos es un porteño característico. Tiene el pelo denso y de un negro azulado, peinado hacia atrás con raya en medio, al mejor estilo Gardel. Es alto, atlético y de manos grandes. Su mujer, Eva, inquietante belleza e innata desinhibición en el trato para suplicio de cualquier hombre sano. Es licenciada en Arte y quizá por eso regenta con éxito una doble tienda de artesanía y antigüedades en el barrio de la Recoleta, cerca de su vivienda. Cuando estuve con Paquita, íbamos los cuatro a cenar a diario, y a diario a las tanguerías, sin faltar a la cita de El Viejo Almacén, El Gallito o La Argentina, marcándonos los viejos tangos en noches inolvidables. Nos daban las tantas en el Café Tortoni escuchando tangos y jazz, y luego íbamos a sesiones de trasnoche a los cines, después a las librerías de Corrientes en las horas murciélagas, para acabar en los abiertos restaurantes de Costanera casi a la amanecida. Días atrás le había llamado.
—¡Corazón, no jodás! ¿Sos vos, realmente?
—Jodido argentino, Sigues vivo.
—Y…, ¿cómo decís allá? De puta la madre. Ya sabés quién soy. No hay cóndor que me amilane.
—Ni milano que te condore.
—¡Ja, ja…! —Rió—. Siempre el mismo legislador.
—Iré muy pronto a verte. Cuando me consigas unos datos.
—¿En serio, vendrás? ¡Bárbaro, che! Pero esperá, esperá. Contame. ¿Cómo te va a vos? ¿Tenés mina?
—No exactamente.
—¿Tenés o no?
—No.
—¿Todavía recordás a Paquita?
—Aparece en los viejos sueños.
—¿Carlos?
—Como tú de alto, pero más guapo.
—Tigre, vos sabés lo que guapo significa acá.
—¿Quién tiene la culpa de que hayáis cambiado el lenguaje? A propósito, ¿por qué no te dejas de mamonadas y me hablas como es debido?
—¿Decís? Te parlo a vos el porteño porque soy criollo argentino. ¿Cómo querés que te cante?
—En castellano normal.
—Pero me entendés, ¿verdad?
—Qué remedio.
—Te será útil cuando vengás acá. Ahora decíme que necesitás.
—¿Eva?
—Macanuda. Te recordá a vos a veces. Aquellos tangos que trenzaron… Siempre dijo que tangueas más bonito que yo.
—Han pasado los años.
—¿Pues qué, amigo? Mejor tenerlos gozados que haber perdido la huella.
—Años 42—43. Matrimonio español. Él, perseguido por los franquistas. Periodista, escritor. Leandro Guillen de Pablo. A ella, Gracia Muñoz Rico, puedes rastrearla también en Montevideo.
—¿Vos sabés lo que pedís? Joder, cincuenta años. Habrán caducado.
—Los encontrarás. ¿No eres policía?
Rió a miles de kilómetros.
—No creás. Antes, cuando caminaba las calles, sí era policía. Todo el futuro era mío. Ahora sólo soy un comisario más.
—¿Comisario ya? Buena marcha. Te felicito.
—¿Por qué? ¿Sabés qué es un comisario? Un burócrata coleccionista de reportes que hacen otros. Chau.
Pero una semana después sonó su voz.
—Vos tenés razón. Laburé y encontré la pista. Él murió. Ella está viejita. Tené nietos grandes y biznietos en torrentera.
—Sigue.
—Él llegó en el 42. Se instaló en la estancia de un amigo asturiano. La hacienda creció con éxito, bien administrada. Mientras otras vinieron a quebrar ésta cabalga bien. Familia respetada, negocios inmobiliarios y otros. ¿Querés más datos?
—Cuando llegue. Pide visita turística para mí. Arrímame a algún grupo. Dame fechas para ya.
—Mirá. Iremos Eva y yo con vos. Quizás algún muchacho. Luciremos como una familia, ¿oíste?
—No quiero mezclaros. Iré yo solo. Es un trabajo y quién sabe si surgirán dificultades. Al término, pasaremos unos días juntos.
—¿Decís? Tenemos asuntos pendientes. Y, ¿sabés? Nunca hemos visitado esos fuertes. Nos vendrá macanudo. Vale, vos dispensás la guita.
Y ahora estaba allí. Me llevó a su luminosa casa. La alegría de Eva al verme no fue inferior a la mía. Se pegó a mí, clavándome sus pechos y su vientre e impregnando mis sentidos con su carnalidad amistosa. La casa podía costar en Madrid por encima de los cien kilos. ¿Qué se puede contar de la decoración hecha por una licenciada en Arte? Desde la abierta balconada de su salón se veían, abajo, las terrazas llenas de gente guapa conversando y riendo. A un lado, el museo al aire libre en que se ha convertido el cementerio de la Recoleta, con sus mausoleos y estatuas de los más linajudos personajes de la historia argentina. Sobre él, al fondo, la torre con cúpula de la basílica de Nuestra Señora del Pilar. Me presentaron a sus hijos, Carlos y Enrique, de catorce y trece años. Eran unos monigotes cuando mi anterior visita. Me llevaron a comer a La Estancia, un restaurante de lujo lleno hasta los topes, donde habían hecho reserva.
—¿Tomás tinto? Brindemos con uno de Mendoza. ¿Conocés? Tan bueno como los de allá.
Cuando el oscuro caldo fue escanciado, levantamos nuestras copas.
—¡Salud y pesetas! —dijeron, y yo repetí la vieja fórmula acuñada en toda la América hispana durante la colonia y aún vigente en muchos lugares.
—Vivís en lugar pijo.
—¿
Concheto
, decís? No. Sólo muy
copado
.
—Esa jerigonza que insistes en emplear… Eva no habla así.
—Muy propio. —Rió ella—. Tiene a gala
lunfardear
.
—¡Ah, no, mi linda! Vos sabés que esto no es lunfardo auténtico, sólo algunos gremialistas lo practican. A ellos no se les entiende, pero ustedes me descifran bien, ¿verdad, flacos?
—¿Realmente sois tan ricos los argentinos como aparentáis?
—¿Hablás con joda? —Carlos entrecerró los ojos.
—No, ¿por qué?
—El país se va al carajo. ¿No estás al tanto? La desocupación es alarmante. Tenemos más de seis millones de gentes en la linde de la pobreza, muchos de ellos de estrato medio. La tasa de inflación es del seiscientos por ciento. Y vamos a peor.
—Leo los periódicos, pero es difícil conciliar lo que ven mis ojos con lo que se cuenta fuera y con lo que dices.
—Los medios extranjeros exageran —dijo Eva—. Ya sabes. Cuanto peor es la noticia mejor se vende el cuento. No estamos cargados de hambre ni de miseria, ni en el caos económico que vocean, aunque la situación, si no hay cirugía, puede dar razón a los agoreros.
—Vos sabés que siempre, en cualquier lugar, ocurran los mayores desastres, a una parte de la sociedad nunca le afecta. Aquí vos estás viendo a la sociedad porteña que siempre está en la rueda.
—Me alegro de que estéis en el lado seguro.
—Tocá madera. Nada es para siempre. Aguantamos porque soy funcionario y porque Eva hace milagros, pero puede que, a pesar de todo, tengamos quebrado el futuro.
Ambos miramos a la mujer.
—Las antigüedades —dijo— no son ahora el remedio. Durante los buenos años, las clases medias emergentes viajaron y gastaron fortunas. Muebles y toda clase de objetos artísticos vinieron de Francia, Italia, Inglaterra. Yo nunca caí en ese error. Nunca compré fuera. Ahora, ya hecha la cagada, ese estrato medio malvende lo atesorado. Tengo la bodega llena de arte, comprado en ganga, esperando que vengan los buenos mangos. Mientras, estoy en la fotografía. Hago trabajos para artistas, diseñadores, agencias de publicidad… Son trabajos bien pagados. Siempre hay dinero para publicidad, único medio de conseguir que te miren.
—¿Qué falla en este país?