El tiempo escondido (43 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—Como el Bosch. También nos dio mierda. Seguro que es otro traidor. No había más que verle la cara.

Hicieron recuento. Había cuarenta y nueve fusiles válidos, más los que algunos llevaban de las jornadas del 34. Las ametralladoras se las habían llevado los que regresaron a Asturias, pero muchos llevaban dinamita.

—Podemos encontrarnos con resistencias a lo largo del camino —dijo Avelino—. Será necesario que esos fusiles sean para quienes sepan disparar.

—Cierto. No podemos jugar con esto. Los que no hayan manejado armas o no tengan buena puntería, que se echen atrás —añadió Manín—. Nuestras vidas estarán más seguras si las armas las llevan quienes sean buenos tiradores.

Cuarenta y uno aseguraron saber disparar con precisión. Todos practicaban la caza. Para ellos, entre quienes se contaban Manín, Pedrín, Avelino, Pablito y César, fueron los mejores fusiles. Montaron en los camiones y se dirigieron a toda marcha hacia la capital. En Tordesillas, un grupo de falangistas les estaban esperando apostados en las casas. El tiroteo produjo algunos heridos leves, pero los emboscados eran pocos y fueron desbaratados. La población estaba perpleja por los acontecimientos. Avelino Lanas ordenó la requisa de armas, gasolina y alimentos. La mayoría de la población colaboró gratuita y solidariamente con la fuerza expedicionaria. Hubo un cambio de pareceres entre Avelino Lanas, Pablito Montesinos y Manín. Ignoraban lo que estaba pasando en esos momentos en el país, porque la situación podía cambiar a cada momento. Finalmente, se tomó la decisión de dividir la columna para garantizar la llegada a Madrid de toda o una parte de la fuerza expedicionaria, en caso de emboscadas, aunque hubo quienes preferían no separar el contingente porque, precisamente en caso de ataques, la mayor fuerza de choque del grupo unido superaría el enfrentamiento.

Cuatro camiones, con la mitad de los hombres, atravesarían Guadarrama por el Alto del León. La otra mitad se desviaría para acceder a Madrid por Navacerrada. Sin más dilación subieron a los camiones, se pusieron en marcha y cruzaron el puente sobre el Duero. En Arévalo se dividieron. Manín y Pedrín optaron por el grupo de Navacerrada, con Avelino Lanas. Hubo rápidas despedidas a los gritos de «¡Salud, compañeros!» «¡Salud y libertad!», y luego se lanzaron velozmente hacia sus destinos. Sin novedades, llegaron a Segovia, todavía con luz en el cielo. La gente se quedó mirando el paso de los camiones. El grupo sabía que había una comandancia militar, por lo que con buen criterio decidieron no consultar y cruzaron la ciudad a la mayor velocidad posible, con tiempo de ver a varios paisanos y soldados correr gesticulantes tras ellos. Poco después estaban en La Granja, con las primeras sombras avanzando por oriente. A la salida un nutrido fuego de ametralladora y fusilería les detuvo. Les estaban esperando, apostados convenientemente en algunas ventanas de las últimas casas y tras una barricada de urgencia formada por carros, coches viejos y sacos terreros. Dos hombres del primer camión resultaron muertos y algunos heridos en el ataque. Pero iban alertados. Avelino Lanas estaba en el camión de cabeza y ordenó embestir el obstáculo, mientras los otros camiones se detenían y desde las cajas devolvían el fuego contra los de las casas. El vehículo abrió un tremendo boquete en la barricada, se paró unos metros más allá con el motor en marcha y los hombres entremezclados en la caja intentaron recuperar posiciones de defensa. Los del parapeto quedaron entre dos fuegos, cuando los de Avelino pudieron empezar a disparar contra ellos. Corrieron a guarecerse, con sus camisas azules cruzadas por cartucheras. Los certeros disparos de los mineros abatieron a algunos, mientras los demás escapaban y en las ventanas se hacía el silencio. La batalla había acabado. Pedrín saltó al suelo desde el segundo camión y corrió hacia el de Avelino. Él y el conductor estaban heridos, pero no de bala sino por el encontronazo. Oyó a Manín gritar:

—¡Las armas! ¡Coged las armas, rápido!

La orden se cumplió con rapidez. Recogieron seis pistolas y nueve fusiles flamantes de entre los muertos y heridos, a quienes quitaron todas las cartucheras.

—Mira —dijo Avelino—: No hay ningún militar. Son todos falangistas.

—Por eso disparaban tan mal. Éstos sólo saben disparar a la cabeza por detrás.

Colocaron a los obreros muertos y heridos en un camión y prosiguieron la marcha. A unos cuatrocientos metros, enfilando ya los árboles de la falda del monte, volvieron a ser tiroteados desde un cerrillo. Hubo nuevos heridos. Manín, que había tomado el mando, dio instrucciones a voces de no exponerse, intentando ver una solución rápida a la situación. Oyó el tableteo de la ametralladora capturada en el anterior enfrentamiento. La manejaban Pedrín y otros. Vio desmocharse la parte superior del escondite como si una pala gigante la hubiera golpeado. Dos hombres se adelantaron y arrojaron cartuchos. Uno de los obreros cayó antes de que la dinamita explotara en la cima abriendo géiseres de tierra. Un numeroso grupo de mineros escalaba ya el altozano, gritando y disparando. Echó tras ellos viendo cómo coronaban la cumbre. Disparos, gritos, más disparos esporádicos. Luego el silencio. Llegó al lugar y vio cuerpos desperdigados.

—Falangistas —dijo Pedrín—. Algunos consiguieron huir.

Bajaron con doce nuevos fusiles, ocho pistolas y varias cartucheras, pero con los rostros ceñudos y sin alegría, porque tenían un muerto y varios heridos más.

—Fíjate qué armas tiene esta gente. ¿Dónde las conseguirán? Igualitas que las nuestras.

—¿Cómo creían que podrían detener a cinco camiones llenos de hombres?

—Su entusiasmo les hizo creerse superhombres.

—La emboscada pretendía hostigarnos para causarnos el mayor daño posible. Era buen plan.

—No. Intentaban bloquear el convoy, entretenernos el tiempo suficiente para que nos alcanzaran fuerzas militares que seguramente ya habrán salido de Valladolid y Segovia. Su idea era la de impedirnos llegar a la capital.

—Y aniquilarnos. —Se miraron unos a otros.

Una vez todos agrupados, reanudaron la marcha. Llevaban tres muertos y doce heridos, algunos de gravedad. El camión de Manín abría la marcha, porque el de Avelino se había quedado sin parabrisas y el motor renqueaba. Las altas montañas de la cordillera se les echaron encima, aplastándoles por su magnitud. Subieron atentos la sinuosa carretera flanqueada de vegetación. Por entre los árboles, se perfilaba algo de luz desde el oeste, pero la noche había caído por lo que llevaban los faros encendidos. Al fin, alcanzaron la cima del puerto de Navacerrada. No había movimiento de tropas ni de grupos armados. Sin detenerse, bajaron las interminables curvas, algunas cerradas y peligrosas, hasta llegar a Becerril de la Sierra y allí pusieron rumbo a Colmenar Viejo. Vieron entonces unos camiones subir con gente cantando y desplegando banderas republicanas. Ambas columnas se detuvieron y también pararon las canciones. Se oyeron ruidos de cerrojos de fusiles en el grupo de Madrid. Con los faros encendidos, alguien gritó:

—¡Alto! ¿Quiénes sois?

—Mineros de Asturias, obreros del metal, sindicalistas. Venimos a ayudar a la República —dijo Pedrín saliendo a la luz.

Hubo vivas a Asturias y gritos de «¡UHP!» coreados con entusiasmo.

—Somos de las milicias socialistas. Vamos a cubrir la sierra.

—Daos prisa, si queréis dominar el puerto —dijo Avelino—. En La Granja hemos sufrido una emboscada. Seguro que estarán viniendo ya los de Segovia.

—Venid con nosotros. Si venís a luchar, éste es el mejor momento.

—No, hombre. Llevamos muertos y varios heridos. Necesitamos ayuda médica. Luego hemos de presentarnos a las federaciones locales de nuestros sindicatos.

—En Colmenar os atenderán. Está a unos ocho kilómetros.

—¿Cómo va todo por ahí abajo? —inquirió Manín.

—Hay movimientos en los cuarteles. El gobierno ha cambiado. Los gerifaltes están acojonados. El pueblo pide movilización general y armas, pero los militares las retienen.

—Por lo que vemos, vosotros no habéis tenido ese problema, vais bien armados.

—Conseguimos las armas esta misma tarde en el Ministerio de la Guerra. No todos pudieron decir lo mismo. No se sabe bien quiénes serán los militares fieles o los traidores, y siempre hay dudas sobre la Guardia Civil. Éste es un gobierno cagón. Desconfiad. Id a vuestras organizaciones si queréis estar seguros.

Se despidieron con el puño en alto y al grito de «¡UHP!». En Colmenar Viejo pararon en el Ayuntamiento. Allí se hicieron cargo de los muertos e hicieron una cura de urgencia a los heridos. Los de mayor gravedad hubieron de quedarse. Pedrín tomó las documentaciones de los cadáveres. Miró a Manín:

—Alguien deberá escribir a sus familiares.

Era noche cerrada cuando entraron en Fuencarral, pequeño pueblo al que los ediles republicanos proyectaban unir con la lejana Madrid a través de una amplia avenida que empalmase con el paseo de la Castellana. Desde allí, la negrura de la noche volvió a engullirles. Campos ilimitados, huertas frondosas que los faros del convoy extraían de la oscuridad. En la estrecha carretera apenas circulaban coches. Tiempo después, el camión que iba en cabeza se detuvo. Habían llegado a un gran espacio abierto, con chozas esparcidas en límites aparentes. En el centro, un montículo donde atisbaron tubos y diversos materiales de construcción. Manín y Pedrín se bajaron y vieron acercarse a Jorge, uno de los cabezas de la expedición, que conocía muy bien Madrid porque había estado de enlace entre las organizaciones centrales y las de Asturias.

—¿Qué ocurre, Jorge?

—Sólo quiero que convengamos el camino a seguir.

—¿No estamos en Madrid?

—Realmente no. Esta zona se llama Chamartín de la Rosa. El lugar donde nos encontramos está destinado para una extensa plaza que se llamará de las Castillas o algo así.

—¿Una plaza aquí, en medio del campo?

—Sí, no se entiende. Tan lejos de Madrid, donde nunca habrá casas.

—¿Eso de ahí no es Madrid? —dijo Manín señalando a la derecha unas casuchas pueblerinas punteadas de agónicas luces por donde desaparecía la estrecha pista adoquinada que ellos habían seguido.

—No. Eso es Tetuán de las Victorias. La carretera de Francia, que es por la que hemos venido desde Fuencarral, cruza ese pueblo y llega a la plaza de Cuatro Caminos, que ya es Madrid. Se sigue a la glorieta de Bilbao, luego por la calle de Fuencarral y, cruzando la Gran Vía, a la Puerta del Sol. Es el camino normal para ir a Francia y viceversa.

—Sigamos ese camino entonces. ¿Dónde está tu duda?

—En que habrá mucha circulación, semáforos, gente manifestándose, barullo, calles estrechas. Tardaríamos en llegar.

—¿Qué otro camino hay?

—El que nos llevaría a la prolongación de la Castellana. Ése de ahí. —Señaló hacia las sombras.

—Pero eso es campo.

—Son terrenos privados de marqueses, huertas y zonas de esparcimiento de ricachones. Pero son unos tres kilómetros. A partir de ahí hay una avenida que conecta con la Castellana. Llegaríamos en un momento. Sólo hay que rodar por uno de los dos caminos que confluyen donde ahora construyen los Nuevos Ministerios.

—Vamos por la Castellana.

Subieron, bordearon el montículo y se metieron por un camino de tierra y yerba con huellas de carros de caballos. A la izquierda dejaron una pequeña edificación de dos plantas con la entrada iluminada y un cartel que pomposamente indicaba Hotel del Negro. A pesar de la intensa oscuridad, apreciaron algunas quintas y hotelitos. Alcanzaron, finalmente, la recta del nuevo trazado en cuyo lado derecho se mostraba la gran zona de obras donde se estaban levantando los enormes edificios para los Nuevos Ministerios, a instancias de Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas, sobre los terrenos del antiguo hipódromo. La estatua ecuestre de Isabel la Católica, en el centro de la calle, y la Escuela de Sordomudos asentada a la derecha del paseo, constataban que habían llegado a la capital. Desde la plaza de Castelar, la Castellana, con sus nobles palacios ajardinados del siglo anterior, presentaba un aspecto diferente, con automóviles cruzando a gran velocidad haciendo sonar las bocinas. En Cibeles, doblaron por delante del Ministerio de la Guerra. La multitud llenaba la calle. Al ver las banderas, los fusiles y las matrículas, algunos gritaron:

—¡Mirad, los mineros asturianos! ¡Bravo! ¡UHP!

La calle de Alcalá estaba llena de gente que gritaba consignas. Los tranvías, coches y camiones portaban banderas de UGT, CNT, FAI, aunque las más ondeadas eran las de UHP. Era domingo y, a pesar de la hora tardía, todo el mundo había abandonado sus hogares y esperaba en la calle acontecimientos. El griterío era formidable. Con lentitud, los cinco camiones llegaron a la Puerta del Sol. Vieron el Ministerio de Gobernación bloqueado por guardias de asalto. No se detuvieron, atentos a las recomendaciones. Siguieron por la calle Mayor. Al girar hacia la calle de Bailen, la inconclusa y oscura catedral atrajo la atención de Manín y Pedrín. Se miraron.

—¿Recuerdas a Antón? Pasamos por ahí abajo camino de África. —Movió la cabeza—. El bueno de Antón. Dijo que no moriría en esa guerra.

—De eso hace mil años —apuntó Pedrín.

—Sí, pero él estará siempre con nosotros, en nuestra memoria. Como Sabino. Como todos aquellos desgraciados que conocimos y que murieron sin saber por qué.

—Quizás ahora nos llegue el turno. ¿Lo has pensado? —Pedrín colocó sus ojos soñadores en los fieros de su amigo—. Llevamos mucho tiempo jugando con la muerte.

—No es mi turno todavía. Tengo algo que hacer antes.

Sus miradas intentaron ocultar lo que sus labios nunca dijeron. Pero cada uno sintió lo que cantaba en el corazón del otro.

—Le diremos a la parca que se dé un garbeo por otro lado. También yo tengo una promesa que cumplir.

La calle sin luces estaba bloqueada con barreras y un anticuado vehículo blindado. Guardias de asalto les dieron el alto, los fusiles prestos. Desde un pelotón situado detrás, se acercó un oficial.

—Identificaos.

—Mineros de Asturias. Venimos a ayudar —dijo Manín.

—Esperad aquí —dijo el oficial. Le vieron caminar hacia atrás y en la penumbra divisaron los cuatro camiones que siguieron el camino del puerto del León. Le vieron hablar con uno de los hombres. Ambos se acercaron y, ya próximos, Manín vio que era Montesinos. Bajaron del camión y se abrazaron mientras el oficial hacía subir la barrera para que pasaran los camiones y se estacionaran junto a los otros, en la plaza de Oriente, frente al palacio presidencial. Los mineros bajaron y cambiaron impresiones, con muestras de alegría.

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