Su voz tembló. En sus ojos había cristales secos.
—Al fin aparecieron los míos. Los últimos, rotos como peleles. Los tres: mi cuñada, su hijo y su madre. No había ambulancias suficientes. Muchos murieron porque no pudieron ser rescatados a tiempo. No fue así en el caso de los míos. Ellos no tuvieron oportunidad.
Volvió a guardar silencio y su mirada se situó en un punto fijo sobre mi cabeza. Estaba viviendo de nuevo esas imágenes nunca apagadas. Respeté su mutismo. Retornó a mí.
—El día siguiente fue de gran significación para los combatientes madrileños de la República. Murió el dirigente anarquista Buenaventura Durruti, el líder de la CNT. El hecho causó conmoción, porque eran momentos cruciales en la defensa de Madrid. Para mí ésa es otra fecha muy especial. Ese mismo día, mi hermano murió de un tiro. No había sido posible avisarle de la desgracia de la noche anterior y seguía batallando en ese sacrificadero que fue la línea de la Casa de Campo y el Manzanares. En dos días, mi familia quedó destrozada. Tuve que darle la cara al dolor. Nunca he entendido por qué no me volví loca. ¿Qué le parece mi síntesis?
Moví la cabeza sin decir nada.
—Cerca de Antón Martín estaba la iglesia de San Cayetano y el convento de las Escuelas Pías, en la calle Mesón de Paredes, que fueron quemados por las turbas incontroladas en los primeros días. Para los beatones emboscados, esos bombardeos franquistas eran una venganza divina. Para nosotros y para la historia fueron simples crímenes.
Permití que sus dolorosos recuerdos ocuparan una amplia pausa. Luego dejé caer:
—¿Qué fue para usted esa singular posguerra?
—Hambre, desolación y terror…, pero…
Esperé en silencio.
—¿Sabe? Pese al miedo, el nuevo orden no pudo acabar con la tradicional chunga de los madrileños. ¿Era esperanza o indiferencia ante lo irremediable? El caso es que mucha gente iba cantando por la calle y silbaban las melodías de moda mientras caminaban. En las obras, casi todos los albañiles cantaban y en las fábricas era normal oír a los obreros tarareando. Los vencedores presumían de que gracias a ellos las calles habían dejado de estar apesadumbradas. Ya ve cómo tergiversaron las cosas. Pero el desarrollismo lo ha cambiado todo. En las visitas que he hecho a Madrid años después, no he visto a nadie cantar ni silbar. ¿Usted ve a alguien hacerlo ahora?
Negué con la cabeza.
—¿La gente hacía eso? —dije.
—Ya lo creo. Algunos hacían florituras increíbles en el silbido, como trinos de pájaros. Era como un concurso a ver quién silbaba mejor. ¡Ah!, se habrá ganado en calidad de vida, pero se ha perdido la espontaneidad. —Movió la cabeza—. Éramos tan jóvenes…
De nuevo se olvidó de mí y noté su regocijo al reencontrarse con esa parte de su pasado. Al cabo, musité:
—¿Conserva amigos allá todavía?
Error. Noté que regresaba al presente.
—Pocos. El tiempo nunca se detiene.
—¿Tiene contacto con ellos?
—No. Los que no fueron fusilados o encarcelados largos años, supongo que habrán rehecho sus vidas. Los conservo en mi memoria, como los recuerdos. Han pasado muchos años. ¿Le interesa alguno en particular? —La burla alentó en sus ojos. El juego lo dominaba ella otra vez.
—No. Y a los que vinieron de España, como usted, ¿cómo les va?
—A unos bien y a otros menos bien. Aquí encontramos la libertad que se nos negaba en España. Claro que luego tuvimos a nuestros asesinos. ¿Quiere saber de alguien en concreto?
Era absurdo prolongar esa situación. Se estaba divirtiendo conmigo.
—Una escuela —dijo, de pronto.
—¿Perdón?
—Debería poner una escuela. Ha querido hacer el verso conmigo.
—¿Cómo dice?
—No se haga el gili. Es un maestro mintiendo.
—La vida es dura. Todo el mundo miente.
—No como usted. Matrícula de honor. Me hubiera convencido de no haber estado avisada.
—Hábleme de Rosa Muniellos —dije con suavidad.
—¿Qué Rosa? Conocí a muchas.
—Rosa Muniellos, su amiga de la guerra.
—¡Ah, sí! Una chica negra, de Guinea.
—Sí, la misma. ¿Sabe dónde está?
—¿La chica negra?
—Sí.
—Supongo que en Guinea.
—No. Usted la trajo en 1943. Y debe de seguir aquí.
—No sé de qué me habla.
—Permítame —dije, levantándome. Entré en la habitación y me acerqué a una mesa llena de fotografías enmarcadas que había vislumbrado al entrar. Cogí un portafotos grande. Rosa Muniellos, a una edad indefinida, sobre la treintena, exhibía el misterio de su belleza. Volví a la terraza y tendí la foto a Gracia.
»Le hablo de esta amiga negra de Guinea.
Ella cogió el marco y pasó una mano por el cristal como si acariciara un rostro humano.
—¿Qué derecho tiene a hurgar en mis cosas? —susurró.
El sol se había ocultado tras los árboles, pero todavía barnizaba el cielo de oro. No respondí.
—Rosa merece que la dejen en paz. Nunca hizo mal a nadie.
—Lo creo.
—Rosa fue lo mejor que ocurrió en la vida de muchas personas. También en la mía. Si no la hubiese conocido, quizás ahora no estaría viviendo con tranquilidad el fin de mis días —su gesto se endureció—. Y usted ha venido a romper esa tranquilidad con sus macanas.
—Verá, señora Guillen. Hubo sendos asesinatos y robos en el pueblo de Rosa, allá, en Asturias, en 1943. Nunca aparecieron ni el culpable ni el dinero.
Ella se irguió y abrió la boca, formando una o casi perfecta.
—¡Qué cosa absurda me está contando!
—Exhumaron los restos el año pasado. Debo saber quién lo hizo.
—¿Le rige bien la cabeza? ¿De qué me está hablando? ¿La está acusando de ser ella la culpable?
—Rotundamente no, pero podría darme quizás alguna pista porque forma parte, aunque de forma involuntaria, de unos acontecimientos que la vinculan.
—¿Darle pistas ella? Jamás oí un disparate semejante.
—Eso debería juzgarlo yo.
—Pues júzguelo en otra parte. Su historia me produce fastidio. Creo que debe irse, señor Corazón sin corazón. —Tocó un timbre que había sobre la mesita.
—Sé que está aquí, en Argentina, puede que muy cerca, quizá aquí mismo. Leí la entrevista realizada por el diario
La Nación
el 10 de octubre de 1960. —Saqué el papel y se lo mostré. Me quitó la vista de encima para mirar la hoja del diario y sentí como si me hubieran quitado un dogal del cuello. En ese momento aparecieron el hijo, uno de los corpulentos nietos y la doméstica. Se me quedaron mirando.
—Adiós —dijo ella mostrándome su perfil—. No olvide su periódico.
Salí al pasillo. El hijo y el nieto me acompañaron hasta la salida.
—No es usted un visitante grato —dijo Luis, ya en el portón de entrada—. Le ruego que mañana a primera hora salgan ustedes de esta casa. Les será devuelto lo que pagaron.
—No, estaremos los tres días contratados. Mis amigos no tienen nada que ver en este asunto.
—Que ellos se queden, pero usted se raja.
—Vinimos juntos y nos iremos juntos. Dentro de tres días.
—A ver si lo entiende. Ellos pueden quedarse la visita completa, si no quiere agraviarles, pero usted se va. Mañana. Un hombre le llevará de vuelta a Buenos Aires gratuitamente.
—No —dije, enfrentando sus ojos. Sostuvo la mirada sin beligerancia. Luego, hizo una cortés inclinación y entró en la casa. Alcancé a ver la mirada despectiva que me dirigió su hijo.
Durante la cena al aire libre, iluminados por farolas eléctricas, entre el chisporroteo de las carnes al asarse y el ruido de conversaciones felices, cambié impresiones con mis amigos. Estábamos sentados en una larga mesa, donde los otros visitantes compartían la cena. La noche era oscura y seca. Hacía calor y el buen vino mendocino lo servían frío. Después de escucharme, Carlos apuntó:
—Malo que te hayan tropezado a la primera.
—Estaban avisados. Debí haberlo previsto.
—Pueden correrte. Tené cuidado.
—¿Qué pueden hacer?
—Recordá que son los amos de la finca. ¿Qué harías vos en su lugar?
Hicimos inmersión en nuestros propios pensamientos. Eva dijo:
—Creo que damos otra vuelta y luego rajamos. ¿Qué sentido tiene continuar? Van a estar encima.
—Habéis venido a disfrutar. Dejemos mi asunto y cumplamos el programa como cualquier turista. Buscaré otra oportunidad en otra ocasión.
—Vos no soltás el hueso tan fácil. Te conozco. No sos un desertor ni un tango caminando —dijo Carlos.
—Me portaré como un chico bueno de ahora en adelante. No os causaré problemas.
—¿Les dijiste que Carlos es policía? —preguntó Eva.
—No. ¿Por qué había de hacerlo?
—Quizá te ayude a evitar situaciones comprometidas.
—Eh, un momento. Se ve que no fui lo suficientemente explícito por teléfono. —Miré a mi amigo, afilando mi sonrisa—. Esta familia no ha cometido ningún delito ni en España ni aquí. Lo mío es una investigación particular sobre personas ajenas. La policía argentina no debe estar en esta indagación ni siquiera de forma testimonial. ¿Vale?
—Viejo —musitó Carlos—, pero si surge…
—Comisario —le interrumpí—. Mírame —lo hizo—; pase lo que pase no intervendrás como policía. Estás como amigo. ¿Queda claro?
Movió la cabeza, dudando.
—Carlos —concretó Eva—, promételo.
—Lo que vos te parezca. Tenés mi promesa —dijo él.
Aquella noche tardé en conciliar el sueño. Me sentía algo frustrado por mi imprevisión. Debí haber tenido en cuenta que existen teléfonos y que a nadie le gusta que un sabueso marque en territorio ajeno. Pero había atinado en mi decisión de venir a Buenos Aires. Mis pesquisas molestaban a alguien. Estaba en una pista razonablemente acertada.
Desperté de golpe, con todos los sentidos alerta, pero ya era tarde. Dos sombras me sujetaron los brazos con fuerza, mientras que una tercera hacía lo mismo con las piernas. Atisbé a un cuarto hombre sacando mis cosas del armario y metiéndolas sin sosiego en mi bolso y mi maletín. En un santiamén estuve atado con las manos a la espalda y la boca enmudecida con cinta adhesiva. Me levantaron y, desnudo como estaba, me sacaron a hombros y en silencio, horizontalmente, como si fuera un cadáver. El inmenso manto estrellado era de una belleza increíble. Parecía una colcha gigantesca cubriendo la oscura y silenciosa pradera. En la altura infinita, entre las inacabables estrellas, vi la Cruz del Sur tan nítidamente como si la hubieran dibujado. Me introdujeron en un Ford Bronco. Me llevaron fuera del área cívica hacia el campo abierto, rumbo a la vega. Con el conductor, eran cinco los hombres. Ninguno hablaba ni me miraba. Mocetones graves, fibrosos, con rostros serios. Una pequeña luz se insinuó en la lejanía y fijó un punto discordante en la oscuridad. Se fue haciendo grande hasta que llegamos a ella. Era una hoguera crepitando, con los hierros de marcar ganado sumergidos en el fuego. Alrededor, otros dos hombres bombachudos. En unos palenques, varios caballos estaban sujetos por las bridas. Me tumbaron en el áspero suelo boca arriba y me inmovilizaron. A la luz tambaleante de las llamas, vi acercarse, paso tardo, a un tipo sólido con guardamontes en las piernas. Sus espuelas tintineantes debían de ser de plata y hacían juego con un cinturón cubierto enteramente por antiguos reales españoles, remachados por sus centros al cuero. Entre el cinto y la ancha faja llevaba un largo facón de afiligranada empuñadura de plata, haciendo juego con la artística vaina. Su pelo era negro, lacio y largo y, aunque desde mi posición su figura quedaba distorsionada en escorzo, aparentaba ser de mayor envergadura que las de sus compañeros. Al mover la cabeza, algo captó la luz sobre las alas de su negro sombrero. Más plata. No tuve duda de que era un pampero auténtico, acorde con la tradición, y no una figura reinventada para el turismo. Me miró fijamente mientras, junto a mi cabeza, dos hombres colocaban una gruesa tabla de madera. De un tirón me arrancó la cinta. Por el dolor, creí que un labio se había ido pegado a ella. Con voz padecida de pisco, y como de mala gana, ofreció:
—Aura, chancho abombao, vamos a trapiarte el mate.
Hizo una seña y uno de los gauchos sacó un hierro de la lumbre. Su punta incandescente semejó, visto desde el suelo, un sol surgiendo del espacio y secuestrando el parpadeo de las estrellas. Con lentitud y sin temblor, la mano del hombre hizo recorrer el hierro sobre mi cuerpo desde los pies hasta el rostro, a unos veinticinco centímetros de distancia de la carne. Me fijé que terminaba en una especie de círculo donde había una letra que no supe leer. Al pasar por mis partes y por el torso, la mano se detuvo más de lo razonable. Una bocanada de calor mortificante se abalanzó sobre mi piel en ambos casos. Noté hervir la carne. Luego el hombre clavó el círculo, ahora rojo, en la madera. Sentí cerca la claudicación del tablón, el sonido de la quemadura, el olor espeso y un humo que cegaba. No era mala prueba. A mi estilo, pensé. Terminado el número, me pusieron de pie y me sujetaron fuertemente entre dos, sin desatarme. Miré mi pecho y vi ampollas crecer en la parte quemada. El de los reales de plata se me acercó y señaló mis partes.
—No son tan grandes —aseveró. Deshizo el nudo de su cinturón, se bajó el pantalón y mostró sus trofeos—. ¿Aprecias? Acá sí hay peso y no en lo de vos.
Todos reían a carcajadas. Se lo estaban pasando en grande. Reconozco que el tipo estaba bien dotado para ese reto. Lo miré en el fluctuar de las llamas. Reía bravamente echando la cabeza hacia atrás y mostrando el agujero de su boca como si fuera la entrada de una cueva.
—¿Es un concurso? —dije, notando sorpresa en los gestos.
—¿Qué opinás vos?
—Vale, para ti el premio. Ahora desatadme. Me gusta ver feliz a la gente. Pero os estáis pasando.
—Mirá, mirá lo que dice el pendejo —dijo el de la plata, subiéndose el pantalón con parsimonia. Sabía que ahora llegaría lo peor. Por eso estaba al tanto cuando vi venir su bota derecha hacia mi entrepierna. Apoyándome con los codos en mis centinelas pude ladear las enlazadas piernas y subir las rodillas. El impacto lo recibí en el muslo izquierdo. Al caer hacia atrás con mis guardianes, la cantarina espuela me rasgó la pantorrilla como si fuera de mantequilla. Me revolví en el suelo, pero mis manos estaban bien atadas.
—Párenle —ordenó el hombre de plata con voz aburrida.
Otros vinieron y entre cuatro vencieron mi resistencia y me colocaron erguido. El exhibicionista se aproximó y me obsequió con dos fieros puñetazos en el estómago, que no pude esquivar. Pegaba bien. Demostraba práctica. Vencí las ganas de vomitar y el mareo, y miré su rostro atezado, unos centímetros por encima del mío. Atisbé su puño derecho viniendo y ladeé la cara logrando que el golpe fuera en el cuello. Quedé sin respiración, lo que implicó recibir otros puñetazos de forma plena. Las rodillas se me aflojaron. Noté sangre en la boca, el retumbar de mi cerebro y un dolor imposible en la mandíbula. Me soltaron y caí al suelo de rodillas, mientras intentaba llenar de aire mis pulmones. No me dieron cancha. Volvieron a tenderme boca arriba y me sujetaron los pies y la cabeza fuertemente. Vi que el campeón levantaba el pie derecho. No podía moverme. Tensé los músculos. El taconazo lo recibí en la zona del abdomen. El dolor fue tan profundo que relajé el cuerpo. Me soltaron y me enrosqué en posición fetal eludiendo las tentadoras ganas de abandonarme al sueño. Cuando el primer dolor pasó, noté que algo se había roto en mi cuerpo. De nuevo me izaron. Apenas podía abrir los ojos, pero oí a mi verdugo: